domingo, septiembre 14, 2014

LA EDAD DEL DIABLO (DE SENECTUTE)




Fotograma de La petit chambre

            Trato de rebatir a Zalabardo la validez del refrán que sostiene que más sabe el diablo por viejo que por diablo. Bien está que se respete la experiencia de la edad, como bien está que aceptemos que los años dan conocimiento, lo cual está por demostrar. Os lo digo yo, que he cumplido 70 hace solo unos días.
            Y, sin embargo…
            Juan de Mairena, el apócrifo de Machado, solía emplear mucho esta locución de matiz adversativo para cerrar un discurso con una negación o atenuación de lo antes dicho. Se lo comentaba hace un tiempo a unos compañeros y también les enviaba un texto que venía al pelo. Titula Machado el fragmento precisamente Sin embargo…:
            No toméis, sin embargo, al pie de la letra lo que os digo. En general, los viejos sabemos, por viejos, muchas cosas que vosotros, por jóvenes, ignoráis. Y algunas de ellas —todo hay que decirlo— os convendría no  aprenderlas nunca.
            Por eso recelo de quienes menosprecian a los jóvenes con la excusa de su falta de experiencia. Y es lo que me dice Zalabardo: Si tuvieran experiencia no serían tan jóvenes. Y, si son jóvenes, aunque carezcan de ella, tienen la suerte de disponer de un tiempo precioso para conseguirla y evitar los errores que nosotros, los mayores, hemos cometido. Aparte de que, en ocasiones, dudo de qué sea eso de la experiencia. También fue Machado quien escribió: A distinguir me paro las voces de los ecos; y, por desgracia, muchas veces atendemos más a los ecos que a las voces. ¿Cuántos jóvenes hay —vuelvo a decirle— que saben muchas cosas que nosotros, los mayores, ignoramos? No olvidemos que el mundo cambia y el campo de los conocimientos también. Y, se diga lo que se diga, queramos o no queramos, los mayores (digo mayores por si a alguien molesta el término viejo; a eso nos lleva, por desgracia, el lenguaje políticamente correcto), nos vamos quedando atrasados. Lo cual no debe avergonzarnos, sino predisponernos a aceptar consejos de quienes tienen menos años.
            ¿No será —concluyo diciendo a mi amigo— que el aludido refrán lo inventó alguien pesaroso por haber perdido —haber malgastado—su juventud? Porque ya lo dijo Rubén Darío:
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver…!
            En conexión con lo que antecede, también discuto con Zalabardo acerca de otro refrán, el que afirma que el saber no ocupa lugar. ¿Quién se cree eso? Si yo tuviera físicamente todos los diccionarios que conozco y suelo consultar (excluyo aquellos que desconozco —muchos— y que me gustaría hojear), de mi casa tendría que salir alguien por falta de espacio. ¿Y sabéis quién sería ese? Pues eso.
            Y sin embargo…
            Ese problema no se me planteará y no tendré miedo a ser expulsado de ninguna parte, porque todos esos diccionarios (y quien dice diccionarios puede decir cualquier otra cosa) caben en un pequeño espacio del disco duro del ordenador en el que ahora escribo. Y si hablamos de eso que llaman “la nube”, no digamos. ¿Hay alguien capaz de retener en su cabeza todo lo aprendido, lo estudiado, lo oído a lo largo de su vida? Pues claro que no, pues la memoria, afortunadamente, no solo es frágil, sino que es selectiva.
            Y sin embargo…
            ¿Recordáis Funes el memorioso, el inquietante cuento de Borges? El protagonista, a consecuencia de un accidente, queda postrado y pierde el conocimiento; pero, al recobrarlo, recordaba cualquier cosa fuese cual fuese su antigüedad. Cada percepción suya era única e inolvidable.
            Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa. Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez […] Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero […]
            Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de su muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
 
El ángel caído, de R. Bellver
          
Y a todo esto, me pregunta Zalabardo, ¿qué pinta aquí la edad del diablo? Pues nada, le digo, que el diablo, pobrecillo, es ya muy viejo y se le hará insoportable retener tantas cosas en la cabeza. Porque, como Funes, es incapaz de olvidarlas. Y si Funes, felizmente, murió de una congestión pulmonar, el diablo es eterno y eso lo debe tener cabreadísimo. ¿Qué hace entonces? Tentarnos continuamente e inducirnos a desear un conocimiento que supera nuestras fuerzas. Es su modo de venganza.

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