sábado, abril 04, 2015

BUSCANDO LAS HUELLAS DE DON QUIJOTE



 
Don Quijote vela sus armas, por G. Doré
          Son muchos los lugares de los que nos queda la duda de si es más real la estampa que nos pudiera ofrecer su visión directa o la que de ellos nos hemos formado a través de los libros. Igual nos pasa con personajes que sabemos que nacieron de la imaginación de un escritor, pero que nos negamos a no sentirlos como reales. Pueden ser Macondo y Aureliano Buendía, o Comala y Pedro Páramo. En ocasiones el lugar es, diríamos, reimaginado, casi reinventado, aunque los personajes sean ficticios. Encontrándome en Oviedo frente a la catedral, al caer la tarde, no pude evitar la tentación de buscar la figura de don Fermín de Pas oteando con su catalejo desde los segundos corredores, más arriba del campanario, aquella ciudad que consideraba suya o, paseando por El Espolón, cada mujer me parecía un trasunto de Ana Ozores. ¿Quién no cree ver, entre los arcos de la Plaza Mayor de Madrid, la figura de Fortunata bajando de la casa de Estupiñá? Y el visitante de las ruinas de San Juan del Duero, en Soria, ¿no ha sentido en su espalda el helor de las ánimas de las que habla Bécquer en El monte de las ánimas? ¿Alguien pone en duda el recorrido de Leopold Bloom por Dublín el lejano 16 de junio de 1904?
            Son muchas las ciudades y los lugares cuya geografía nos sabemos de memoria aun sin haber transitado por ellas más que a través de los libros: Yonville, Guermantes, Mágina
            Zalabardo sabe de mi ya antigua ansia por pisar los caminos que presenciaron las correrías de don Quijote. A mi recuerdo acude un momento ya lejano, de hace cincuenta años, en que, después de leer La ruta de Don Quijote, de Azorín, me encontré diseñando sobre un folio el camino seguido por el caballero desde que, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los más calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo (Don Quijote, parte I, cap. 2). ¿Con qué intención hacía aquello? Por supuesto, con la de recorrerlo.
Ruta trazada por Tomás López en 1765
            Es costumbre inveterada mía guardar muchos papeles, que dejo metidos en carpetas, en libros, en cajones… Pero por más que he buscado aquel mapa que entonces tracé, para incluirlo en este apunte, no he conseguido hallarlo. O lo he roto en uno de esos trances de limpieza que a uno le entran de vez en cuando o anda tan extraviado que no logro dar con él. Porque, ahora sí, aprovechando que estamos en el cuarto aniversario de la publicación de la segunda parte de la novela, y antes de que la edad me lo impida, me he propuesto hacer la ruta de don Quijote.
            No voy a decir que yo aprendiera a leer con el Quijote. Mentiría, pero no incurro en falsedad si digo que leyéndolo (son varias las lecturas completas que del libro he hecho y con frecuencia vuelvo a alguno de sus capítulos) he ido aprendiendo muchas cosas: que cada uno construye su propia realidad y nada debe hacernos renunciar a ella porque cada uno es hijo de sus obras (parte I, cap. 4), que hay que confiar en las personas y dar por hecho que si alguien promete algo lo cumplirá, que no hay que dudar de que una vez, tal vez muy remotamente, hubo una edad venturosa en la que quienes en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío (parte I, cap. 11); que hay que amar y cuidar a los hijos porque los hijos son pedazos de las entrañas de sus padres y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida (parte II, cap. 16); o que, si alguna vez (o muchas) hemos sido locos, no debemos tener reparos para reconocer que en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño (parte II, cap. 74). La lista sería interminable.
            Pero, en este propósito mío, me he llevado una gran sorpresa. Nadie en nuestro país se ha tomado la molestia de trazar lo que pudiese ser la ruta oficial del Quijote. Los caminos por los que anduvieron don Quijote y Sancho existen en gran medida, pero la desidia de las administraciones ha ido consintiendo que intereses privados se apoderen de ellos y, poco a poco, hayan sido roturados e integrados en parcelas de regadíos. No importa que las ventas de las que hablaba Cervantes fueran o no reales, como Venta Quesada, cerca de Villarta de San Juan, donde fue armado caballero, o la Venta de Juan Palomeque, donde Sancho sufrió el humillante manteo; o que los batanes que tanto miedo infundieron una noche en caballero y escudero sean los de los molinos cercanos a Villanueva de la Fuente; o que la casa del Caballero del Verde Gabán, el gentil don Diego Miranda, fuera la que en la actualidad llaman Casa de Don Diego en Villanueva de los Infantes (aunque algunos digan que no es esa, sino la de La Solana). La mayor parte de los lugares que cito son hoy tristes despojos. Pero Quevedo, que murió en Villanueva de los Infantes, ya dijo aquello de serán despojos, mas tendrán sentido.
            Paradójicamente, hay muchas rutas del Quijote. Pero lo peor es nadie demuestra tener interés en poner orden sobre el asunto. Por eso, lamentablemente, hemos de aceptar que La Mancha de don Quijote no es el Dublín de Leopold Bloom. Y a las pruebas me remito.
Ruta propuesta por la Asoc. Amigos del Campo de Montiel
            En mi intento de recorrer esos caminos, Zalabardo es testigo del silencio con que han sido acogidas las muchas cartas que he enviado a organismos oficiales de la Junta de Castilla-La Mancha y ayuntamientos de la zona recabando información sobre el estado de los mismos, pues mi sueño es rehuir las carreteras modernas y enfrentarme a aquellos cruces de caminos ante los que don Quijote se quedaba dudando cuál elegir hasta que dejaba que fuese Rocinante quien decidiera. Tres personas son la excepción a lo que digo: Inés Brezales, de Villanueva de los Infantes; Pilar (ignoro su apellido), de Argamasilla de Alba; y Lola Villalta, de Membrilla. Sus informaciones me han orientado bastante sobre los viejos caminos que deseaba conocer. Parte del éxito de este viaje se lo deberé a ellas. Y a falta de más datos fiables, aquí estoy, sirviéndome del camino propuesto por Justiniano Rodríguez Castillo, de la Sociedad de Amigos del Campo de Montiel y peleándome con los mapas del Instituto Geográfico del Ejército, tratando de localizar por dónde dirigir mis pasos sin perderme. Para más inri, tengo que organizar el viaje durante un fin de semana, cosa que no es de mi agrado, a causa de que la sociedad que controla la Cueva de Montesinos solo permite visitarla, en estas fechas, sábados y domingos.

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