sábado, octubre 10, 2015

MÁS PUDIERA SER MENOS



            Personas absolutamente impreparadas para su función se asoman a pantallas y usurpan micrófonos o columnas de prensa, expresándose muchas veces de modo ajeno al que emplean en el trato personal, porque piensan que coram populo deben hilar más fino. Estas palabras no son mías; las escribió en 1992 Fernando Lázaro Carreter. Pero, vamos, digo a Zalabardo, no tengo inconveniente en firmarlas.
            Bastantes veces he sido crítico con lo que ha dado en llamarse libros para niños. En no pocos de estos productos, y en adaptaciones de los clásicos, se simplifican el léxico, los razonamientos y las historias hasta límites insospechados. El objetivo (algunos lo consideran muy sano y educativo) es facilitar la tarea a los niños. Aunque con frecuencia se incurre en un error: partir de la base de que los niños son tontos.
            Y es que nos empeñamos en la equívoca idea de que hay que predeterminar a qué edad un niño está capacitado para utilizar tal o cuál palabra o para entender tal o cuál libro. Con ello, le impedimos que acceda a los vocablos de forma natural, que se sumerja en la realidad sin cortapisas ñoñas. Se destrozan sin pudor los tradicionales cuentos infantiles y no pocos textos clásicos que, en otro tiempo, los niños leíamos sin sufrir ningún trauma.

           Es verdad que hay libros más al alcance de un niño y libros menos accesibles a su mentalidad, pero nunca ha sido tan pertinaz la tendencia actual de levantar muros entre la literatura infantil, la juvenil y la adulta. Incluso, de manera expresa, se escriben historias para “educar en valores”, “fomentar la amistad” y no sé cuántas etiquetas más. ¿Acaso un niño no aprende qué sea la amistad, la responsabilidad, o el bien y el mal cuando lee La isla del tesoro, o Las aventuras de Tom Sawyer? ¿Quién decide si Oliver Twist es una novela para adultos o para niños?
            Con esa manía destrozamos, a la vez, literatura y lengua, porque vedamos a los niños su libre uso. Y, así, cada día hay más niños y adolescentes con dificultades para leer esos u otros libros (de Verne, de Salgari). Como tienen dificultades para leer un simple periódico o seguir la exposición de algún tema.
            Puede que esté equivocado, pero temo que caminamos hacia un empobrecimiento del léxico. Porque este tratar de acercarles los libros expurgados acaba por condenarlos a un menor bagaje léxico. ¿Cuántos defensores de esta tendencia que digo entregarían el texto original de Pinocho, Alicia en el país de las maravillas o La llamada de lo salvaje a un niño que esté finalizando la Primaria o en los primeros años de la Secundaria? Y así nos va.
            De todo lo anterior se deriva el juicio de Lázaro Carreter y la pobreza léxica de nuestros universitarios, profesionales, periodistas, políticos… Eso provoca, a mi juicio, la fácil entrega al extranjerismo que se acaba de aprender, al extraño neologismo con que se intenta sorprender a nuestro interlocutor, la caída en la total falta de precisión cuando hablamos coram populo, es decir, en público.
            Aurelio Arteta, profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco, inició una especie de cruzada hacia 1995 contra la moda de los archisílabos, palabras que alargamos inútilmente (porque existen otras más cortas y correctas que significan lo mismo), pensando que con ellas damos una mejor imagen. Casi todos los ejemplos los tomo de sus artículos, aunque cualquiera puede ampliar la lista ad infinitum: hoy no vemos, sino que visualizamos, no culpamos, sino que culpabilizamos, no concretamos, sino que concretizamos, no nos enfrentamos a un problema, sino a una problemática, nos recetan una analítica y no un análisis, no hacemos las cosas sin intención, sino sin intencionalidad, no aplicamos un castigo ejemplar, pues mejor será uno ejemplarizante. Y no sigo por no cansar.

           ¿Y la falta de precisión? Entre los varios significados de parlamento, Seco incluye este: ‘Discurso (exposición oral más o menos amplia)’. En oratoria hay bastantes tipos de parlamentos, pero, por desgracia, solemos verlos reducidos, en el uso, a alocución, discurso o conferencia. Para colmo, no es raro que se utilicen mal. Hagamos un breve repaso de parlamentos o exposiciones orales diferentes. Alocución: discurso breve, especialmente dirigido por un superior a sus inferiores (así, difícilmente el Rey dirigirá una al Parlamento). Salutación: breve exposición de acogida a alguien (por ejemplo, las palabras de un jefe de estado en la recepción que ofrece de otro). Discurso: exposición amplia, formal, sobre un tema determinado, que se pronuncia en público (un presidente de gobierno en su toma de posesión del cargo). Disertación o conferencia: exposición oral, en público, sobre un tema, hecha por un entendido en la materia, y con carácter didáctico, científico o artístico (un paleontólogo, sobre las excavaciones de Atapuerca). Homilía: exposición que el sacerdote dirige a los fieles sobre materia religiosa. Sermón: por un lado, es una homilía más amplia; pero también es una exposición, generalmente larga, con que se reprende o aconseja a alguien. Soflama: un discurso ardoroso, por lo común cargado de tono demagógico (por lo que se considera término despectivo). Oración, además, puede ser (y se llama entonces oración fúnebre) un discurso que se hace para elogiar la figura de un difunto. Y, por acabar, arenga: discurso con que un jefe militar trata de enardecer el espíritu de su tropa.
            Si hiciésemos la prueba, ¿cuántos de estos términos encontraríamos en la prensa utilizados con propiedad?

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