lunes, abril 10, 2017

PONER EL ACENTO



               Espero que el chico del 13,95 que aspira a ser ingeniero de caminos  haga una buena carrera profesional; no espero que use bien el subjuntivo, pero eso ya casi nadie lo hace. Si hasta García Márquez aboga por la desaparición de la c porque, según él, es una letra sobrante. Procuraré, sin embargo, no pasar por los puentes que construya por si les falta algún acento sobre el que sujetarse debidamente.
               Y seguiré añorando el tiempo en que los ingenieros de caminos españoles escribían novelas tan hermosas como Volverás a Región, con acentos y todo. (Elvira Huelbes, 2010)


           El chico de esa anécdota no consiguió llegar a la nota máxima, 14, por fallar en la colocación de las tildes. Conoce muy bien Zalabardo mi actitud estricta ante determinadas cuestiones. Todo cuanto esté sometido a libre interpretación, cuanto dependa de la perspectiva que cada uno tome, es respetable y válido, aunque el criterio propio no coincida con el ajeno. Pero hay veces en que es preciso plantarse y, como en este caso, poner el acento en ello. Es decir, hacer hincapié en el asunto de que se trate y mantener que, aunque discutamos hasta dentro de un año o más, al final, dos más dos seguirán sumando cuatro.
            Algo así pasa con el acento y con las tildes, que, aunque los tomemos como sinónimos, no son lo mismo. Pero no es mi intención discutir eso; nada grave hay en que los consideremos sinónimos si sabemos de qué hablamos. Y, sobre todo, si los empleamos como es debido.
            No voy a hablar aquí de las reglas de acentuación, ni de qué son palabras agudas o llanas ni nada de eso. Deberíamos saberlo; y, si no, podrá encontrarlo en la Ortografía de la lengua española, de la Real Academia, en El libro del español correcto, del Instituto Cervantes, en tantísimos libros escritos a tal efecto o en las innumerables páginas de Internet que hablan de ello. Me voy a detener en intentar aclarar qué es el acento y por qué debemos prestarle la atención debida.
            Cuando hablamos, no todas las sílabas de las palabras se perciben con el mismo relieve. Hay una diferencia de pronunciación que establece un contraste entre unas sílabas y otras, A eso es a lo que llamamos acento; percibimos diferencia entre canto y can. La sílaba que percibimos con mayor intensidad es la que lleva el acento y la llamamos tónica; las demás son átonas. Nuestro sistema ortográfico dispone de un signo diacrítico, una rayita oblicua que baja de derecha a izquierda (´), llamado tilde. Con él se marca la sílaba tónica, aunque no siempre, ya que no todas han de llevarlo. Estarán obligadas a portar la tilde solo las que, según un criterio de economía, determinan las llamadas reglas de acentuación. Una estadística nos diría que son minoría. ¿Por qué entonces este descuido en su empleo?
            El acento es consecuencia de la variación de una serie de parámetros fonéticos que no en todas las lenguas se manifiesta del mismo modo. Hay lenguas, por ejemplo el francés y el finés, de acento fijo, porque ocupa siempre la misma posición dentro de la palabra; hay lenguas de acento condicionado, el latín, porque este acento depende de un factor concreto: si la penúltima sílaba es larga (aurīga), su acentuación será llana (au-ri-ga), pero si la penúltima vocal es breve (modĭcus), su pronunciación será esdrújula (mo-di-cus); por fin, hay lenguas de acento libre (español, italiano, inglés…), ya que el acento puede ocupar diferentes posiciones sin que ello venga determinado por otros factores. En español puede recaer en la última sílaba (farol), en la penúltima (leve), en la antepenúltima (dico) y, muy raramente, en alguna anterior (cómpratelo). Quizá ya solo por esto deberíamos prestarle atención.
            Pero lo peculiar del acento español, lo que nos lleva a hacer hincapié en la importancia de colocar las tildes del modo debido es, entre otras cosas, que cumple tres importantes funciones: contrastiva, porque permite diferenciar las sílabas tónicas de las átonas (-pi-do, ca-mi-no, cul-ti-var); distintiva, porque permite diferenciar palabras que solo se distinguen por la presencia o ausencia de tonicidad (de, preposición / , verbo) o por el lugar que esa tonicidad ocupe (prác-ti-co / prac-ti-co / prac-ti-); y la culminativa, porque permite percibir los diferentes grupos acentuales, es decir, los conjunto de sílabas átonas que, en el discurso, se apoyan sobre una tónica y se pronuncian juntos (Si te acuerdas, | mándamelo). Para el hispanohablante de nacimiento, esto puede parecer una simpleza; pero no lo es para quien haya de aprender la lengua.
            Aun con lo dicho, es preciso añadir que no siempre se ha utilizado la tilde en nuestra lengua. En el latín, nuestra base, no existía, por lo que no pudimos heredarla. Ha sido, pues, un proceso histórico el que nos ha llevado hasta determinar la conveniencia, y necesidad, de su uso. Tampoco en eso me voy a detener mucho; solo señalaré que, de manera irregular, se comenzó a utilizar en la segunda mitad del siglo xvi y comienzos del xvii y que su generalización no vendría hasta el xviii.
            No obstante, le digo a Zalabardo, tal vez habría que insistir en que usar o no la tilde no es un capricho, sino una obligación. Y, repito, sin entrar en un repaso de nuestras reglas de acentuación, sí quiero aclarar dos cosas. Una, que la escritura en dispositivos electrónicos y la redacción de mensajes cortos (hoy que se ha impuesto la mensajería mediante twitter, whatsapp, periscope, etc.) no está exenta de su empleo. Como tampoco se eximen de ese uso las mayúsculas; no existe ni ha existido nunca una regla que diga que a las mayúsculas no se les coloca la tilde.
            Le digo a mi amigo que se podrían recordar algunas cosillas más, pero, de acuerdo a lo dicho antes, hay lugares sobrados a los que acudir en caso de duda; y pensemos que escribir una breve rayita supone muy poco trabajo.

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