domingo, mayo 13, 2018

UNA FALSA PAREJA DE ANTÓNIMOS


            Feminismo no es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre, sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado.
(Carmen de Burgos)

 
Hiparquia y su padre, Cretes
          
Se habla estos días, y hay motivos de sobra para ello, sobre la sentencia dictada contra el grupo autodenominado La Manada: la general insatisfacción ante la misma; el descontento casi sin excepciones por la falta de sensibilidad de las leyes y de no pocos de quienes deben aplicarlas ante determinados problemas; de la ineludible necesidad, en los tiempos que vivimos, d que se imponga un cambio de mentalidad que reconozca el papel de la mujer en la sociedad. Le digo a Zalabardo que creo que ya no es hora de limitarse a poner nombre a esos problemas y lo que corresponde es exigir la adopción de medidas precisas para su solución.
            Sin embargo, continúo hablando con mi amigo, lamentablemente habrá que seguir hablando de ello aunque dé la impresión de que hacer profesión de fe sobre la igualdad de derechos entre mujeres y hombres o sobre la necesidad de desterrar los incontables tics machistas que siguen vivos es más una moda puntual que un convencimiento.


           Para no repetir argumentos ya hartamente expuestos en numerosos medios, me gustaría atender a otros planteamientos. Por ejemplo, que el feminismo no es ninguna moda, ni corriente pasajera defendida por más o menos mujeres y no pocos hombres, sino una antigua aspiración a la que todavía no se ha dado la conveniente respuesta. Una mínima revisión histórica nos demuestra que, si en un principio fueron unas pocas mujeres las que se atrevieron a alzar su voz, el tiempo ha ido convirtiendo esa voz en clamor, al que nos sumamos cada día más hombres: no queremos una sociedad en la que, al hablar de derechos, nos encontremos con que todavía se hacen demasiados distingos entre ser varón o mujer con el agravante de que son estas últimas las que siguen llevándose la peor parte. Solo eso tendría que bastar para reconocer que el feminismo ha de entenderse no solo como una lucha por la emancipación de la mujer, sino como el reconocimiento de igualdad de derechos de todas las personas y de que el rol social de cada una ha de asignarse no en razón de su sexo, sino de sus méritos. Naturalmente, lo anterior debe llevar emparejada la absoluta y efectiva condena de cualquier tipo de violencia contra la mujer.
            No debería quedarse en anécdota que una mujer griega del siglo IV a. C., posiblemente la primera defensora del feminismo de que tengamos noticia, Hiparquia, contestara a quienes le recomendaban de manera despectiva que se dedicara a sus labores: “¿Creéis que he hecho mal en consagrar al estudio el tiempo que, por mi sexo, debiera haber perdido como tejedora?”. Tampoco que traiga aquí el recuerdo de una mujer peruana de la primera mitad del siglo XIX, Flora Tristán, considerada precursora del feminismo moderno. O que, finalmente, escoja una cita de una mujer andaluza, Carmen de Burgos (1867-1932), periodista y escritora, para introducir este apunte. Tres nombres, ignoro si muy o poco conocidos, pero, en cualquier caso, ejemplos válidos que representan a otros muchos más.

            Entre los planteamientos aludidos antes, le señalo a Zalabardo, me quiero detener en uno de naturaleza puramente lingüística. Por ejemplo, no creo que la defensa de la justa aspiración de las mujeres de conseguir la igualdad de derechos deba iniciarse buscando imponer una transformación del lenguaje que no conduce más que a situaciones bastantes veces absurdas. El lenguaje tiene sus propias maneras de funcionar y sus propias reglas, aparte de ser bastante dócil a la hora de amoldarse a cualquier nueva situación. Quien dedique un mínimo tiempo a estudiarlo podrá ver que eso es así. No es la lengua quien discrimina a las mujeres, sino la sociedad. Por eso, más efectivo que luchar por cambiar la lengua sería luchar por cambiar la mentalidad de la sociedad. ¿De qué sirve que digamos todos y todas si todas siguen cobrando menos y todas siguen encontrando trabas para ascender a puestos de responsabilidad? La lucha no se ganará porque usemos otro lenguaje, sino porque consigamos que se que se piense de manera distinta y se anulen todos los viejos prejuicios. Al pensar de otra manera, hablaremos también de otra manera.

           En segundo lugar, creo también un error esforzarse en plantear un enfrentamiento entre machismo y feminismo, pues son conceptos y términos en nada equiparables. Machismo es la ‘actitud de prepotencia del varón respecto a la mujer’, concepto negativo que hay que desterrar. En cambio, feminismo designa, en tono positivo, tanto el ‘principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre’ como el ‘movimiento que lucha por el logro de esa igualdad’.
            Si continuamos enfrentando los dos conceptos, daremos lugar a equívocos. Feminismo no es lo contrario de machismo; son cosas muy diferentes. No los convirtamos, pues, en una falsa pareja de antónimos. Si dos términos expresan significados que de alguna manera son contrarios, se puede hablar de antonimia, cuando uno de ellos supone la negación del otro (frío/calor); de complementariedad, cuando entre los términos se da cierto modo de incompatibilidad (rojo/verde); o de reciprocidad, cuando para que exista uno, es preciso que exista también el otro (comprar/vender). Nada de eso sucede entre machismo/feminismo. Me parecería más adecuado utilizar la gradación machismofeminismohembrismo, en la que los antónimos son machismo/hembrismo, pues si uno defiende la prevalencia del hombre, el otro defiende lo contrario, la prevalencia de la mujer. De esta forma, feminismo expresaría, en las condiciones actuales, el necesario punto de encuentro, el fiel de la balanza que nos indica la situación de paridad. No busca el feminismo que nadie se imponga sobre nadie, sino que se imponga la igualdad.

           Si esto se consigue, el término feminismo habría logrado su objetivo y, junto con los otros dos términos, hasta podrían considerarse innecesarios. Pero, siendo realistas, le digo a Zalabardo, me parece una hipótesis muy optimista, porque, pasase lo que pasase, creo que aún permanecerían por ahí dos terribles enemigos: la misoginia, aversión a las mujeres, y la misandria, aversión a los hombres. La misoginia suele con frecuencia acompañar al machismo como la misandria suele acompañar al hembrismo; y no olvidemos, además, aunque parezca paradoja, que siempre habrá hombres hembristas como mujeres machistas. Y eso es ya un problema de otra naturaleza.


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