domingo, enero 26, 2020

SOBRE TOPONIMIA


            Mientras escribo esto, Zalabardo y yo oímos el fragor de la tormenta que descarga sobre Málaga y, a través de la ventana, vemos el cielo iluminarse con el resplandor de los relámpagos. Nos gustan estos días, aunque en los últimos tiempos al nuberío se le vaya la mano y caiga el agua descontrolada, con el consiguiente sobresalto para el personal. Estamos necesitados de agua, cierto, pero que nos venga sin estas apreturas.

            Llevaba Zalabardo unos días interesado en saber por qué hay ahora tanta gente dispuesta a polemizar sobre cuestiones relacionadas con la lengua. Me dice mi amigo, y no le falta razón, que la gente siempre ha hablado como mejor ha podido y ha sabido y se ha entendido con la voluntad clara de evitar conflictos. En cambio, continúa, la tendencia actual es imponer nombres y acuñar denominaciones para todo sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo.
            Le doy la razón salvo en un punto. En esto de las lenguas y de los nombres, ni a Dios ni al Diablo habría que encomendarse. Bastaría tener presente el buen uso tradicional que cada idioma ha seguido y las reglas que explican su estructura y funcionamiento. Eso sí, le admito, tal vez sobren quienes pretenden ajustar con calzador a su propio capricho cualquier parcela de la lengua sin contar con la historia, la tradición y ese buen uso que la avala.
            Le pido, es un ejemplo, que estudie lo que pasa con los topónimos, los nombres de lugares. El nombre de un lugar es muy diferente al de una cosa, pensemos en una silla. En el mundo hay millones de sillas y, está claro, cada lengua las llama como le da la real gana: el inglés, chair; el neerlandés, stoel; el hawaiano, noho; el checo, žėdle; el lituano, kėdė; el turco, sandolye o el gaélico, cathair… En cambio, los nombres de lugar, como los de personas, son únicos, intransferibles y, diríamos, no requieren traducción. Aunque Guadalquivir provenga del árabe y signifique ‘río grande’, en francés, italiano, lituano o cualquier otro idioma del mundo será siempre Guadalquivir.
  
          No obstante, desde muy antiguo, es costumbre aceptada que cada lengua adapte a su fonética y ortografía topónimos frecuentes que han nacido en otra lengua. Don Quijote menciona a un inexistente emperador de Trapisonda. Este nombre, así o con la forma Trebisonda, no es sino Trazban, nombre de una provincia del noreste de Turquía y, a la vez, de su capital. La forma original de un topónimo, como Trazban, recibe el nombre de endónimo; en cambio, a la forma usada fuera del ámbito de la lengua de origen, Trapisonda, la llamamos exónimo. El endónimo España tiene, entre otros muchos, los siguientes exónimos: Espagne, Espanha, Espanya, Spain, Spagna, Isbaniya, Sepharad, Spanien, etc.
            Pero, en ocasiones, le comento a Zalabardo, confundimos las churras con las merinas, la gimnasia con la magnesia o el hambre con las ganas de comer y acabamos meando fuera del tiesto. En nuestro país, entre los años 1992 a 1998 se dictaron varias leyes por las que algunas Comunidades Autónomas podían reponer a sus lugares los nombres oficiales autóctonos que en una etapa anterior se les habían prohibido. Lo que no sé es por qué estas leyes se referían solo a Girona, Lleida, Ourense, A Coruña e Illes Balears. La lógica pide que, con independencia de la letra de la ley, la medida sea aplicable a todos los topónimos gallegos, catalanes, vascos, valencianos, aragoneses o asturianos de nuestro país. Por eso no nos debería extrañar ver por ahí Gipuzkoa, Asturies, Terrassa y muchos más.

           Ante esta situación, ni Zalabardo ni yo entendemos que haya quien se escandalice de que se pueda decir Lleida u Hondarribia, cuando son personas a las que no les importa hablar de Ouaganodou o Salt Lake City. No lo entendemos porque estos que se ponen serios ignoran que Girona, Gipuzkoa o Sant Chuan d’a Penya son nombres oficiales. Habría que recomendar a esta gente escandalizada que lean lo que dice la Ortografía de la RAE al respecto: Muchos topónimos de zonas bilingües cuentan con dos formas […] Lo natural es que los hablantes seleccionen una u otra en función de la lengua en que están elaborando su discurso. El libro del estilo urgente de la Agencia EFE y el Diccionario de Usos y dudas del español actual, de Martínez de Souza son algo más explícitos y aclaran que el uso de los topónimos endónimos es obligatorio en cualquier escrito oficial del Estado español y en cualquier escrito que un particular dirija a la Administración; pero fuera de tales casos, el hablante puede optar con libertad entre utilizar la forma que considere de mayor implantación. Se recomienda, eso sí, que si hay un endónimo fuertemente arraigado, ese es el que debe usarse.
            Lo anterior significa que, en el uso coloquial y diario, tan normal como que un ampurdanés pueda elegir entre España o Espanya, un cacereño elija Gerona o Girona, o le resulte más fácil usar Fuenterrabía que Hondarribia. Pero difícilmente encontraremos una opción diferente, un exónimo, para Sant Feliu de Llobregat, porque no solo siempre se ha dicho así, sino porque nadie relaciona Feliu con Félix ni Llobregat con lóbrego.

            La duplicidad de nombre oficial y nombre usual no es exclusiva de España. En la relación que la ONU periódicamente distribuye con el nombre de países que la integran, estos países aparecen con su endónimo propio seguido del exónimo con que se los nombra en las seis lenguas oficiales del organismo. Y lo mismo hace la Unión Europea en su Libro de estilo interinstitucional, en el que aparecen todos los países de la Unión con su denominación usual y oficial en la lengua original, y la usual y oficial en el resto de las lenguas. Y ahí podemos enterarnos de que Česko es Chequia, de que Hrvatska es Croacia o de que Deutsland es Alemania.
            Por eso tampoco entiendo, le digo a Zalabardo, que, frente a los defensores del exónimo, surja también quienes pretendan que solamente se utilicen los endónimos, es decir, los topónimos en su lengua original. Eso nos obligaría a decir Bordeaux en lugar de Burdeos, Beijing en lugar de Pekín, London en lugar de Londres, New York en lugar de Nueva York… Si esta tendencia se impusiera, ¿cómo diremos que el baloncestista Arvydas Sabonis nació en Lietuva si siempre hemos dicho Lituania?; O que el novelista Günter Grass nació en Gdansk si en las solapas de sus libros lo leemos natural de Danzig?; ¿o que deberíamos llamar El trato de Al-Yazair a lo que Cervantes publicó como El trato de Argel?

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