lunes, enero 11, 2021

NUESTRA VERDAD Y LA DE LOS OTROS

 


            Pasaron las fiestas —si es que consideramos posible festejar algo en estos tiempos de pandemia— y me reencuentro con Zalabardo. Mejor sería no hablar de reencuentro, pues no hay momento en que no estemos unidos; lo que hemos hecho no es otra cosa que retomar nuestras charlas en campo abierto.

            Y, como no podía ser de otra forma, nuestro primer tema de conversación ha girado en torno a cómo el verbo incendiario de un individuo irresponsable llamado Donald Trump ha puesto en peligro la estabilidad de todo un país y de uno de los mayores logros humanos, la democracia, al incitar desde las redes a sus seguidores para que lo acompañasen en su rabieta de niño rico y consentido que no ha logrado su capricho.

            Al hablar de las redes sociales y visto cómo se mueve la realidad que nos rodea, resulta difícil no insistir en una duda que no acabamos de resolver: ¿son buenas o malas las redes sociales? Para nosotros, que estamos más cerca de los ochenta que de los setenta, las redes no suponen lo mismo que para un veinteañero. A Zalabardo y a mí, su nacimiento provocó el mismo asombro que para don Quijote supuso la aparición de los molinos manchegos: los jóvenes, en cambio, han nacido dentro ya de ese mundo. Precisamente por eso, coincidimos en que no son las redes las culpables de lo que pasa. Las redes no actúan por sí mismas, no son más que una herramienta y hay que juzgarlas como lo que son: su bondad depende del uso que hagamos de ellas, no de cómo, cuándo y por quién fueron creadas.

            En consonancia con lo anterior, Zalabardo y yo creemos que no son las redes quienes provocan esta polarización peligrosa que observamos en la sociedad. La culpa es de quienes descargan sus obsesiones en ellas. Pongamos el caso de los reenviados. Mi amigo sabe bien el poco aprecio que les tengo. Hay, sin duda, excepciones, y tampoco puedo condenar por igual cualquier reenvío. El meollo de la cuestión está en que quien reenvía deja a un lado su propia visión de los hechos y asume la visión de otro. Aquí está el peligro y la trampa, en conocer o no la autoría del reenviado (son demasiadas las atribuciones falsas) y en no poseer el sentido crítico preciso para discernir qué propósito persigue quien inicia el recorrido de un mensaje que se reenviará millones de veces.

            Le digo a mi amigo que, en su día, me pareció hilarante la historia de Encarna y sus empanadillas creada por Martes y Trece o el chiste del viajero al que preguntaban por las galas, lusas, helenas, etc., tal como se lo oí contar a mi amigo Carlos Rodríguez; pero me cansan que me lo repitan una y otra vez quienes no son ellos y más si el momento no es el oportuno.



                 Con el lenguaje sucede igual. El viernes pasado leí un artículo, Filólogos, de Juan J. Millás. Su recuerdo de una afirmación de Walter Benjamin, que “no nos comunicamos a través del lenguaje, sino en el lenguaje”, trajo a mi memoria otros textos leídos sobre la misma cuestión. El propio Benjamin, en uno de sus ensayos, sostenía que Dios no creó al hombre a partir de la palabra, porque eso sería subordinarlo al lenguaje; lo que hizo fue dejar que el lenguaje se desplegase libremente en el hombre. De esa forma, lo convirtió en un ser creativo y lo creativo se convirtió en conocimiento. Tal afirmación encierra de manera implícita la necesidad de que los humanos queramos ser creativos y nos sobre con ser loros repetidores.

            Insistiendo en esta idea de que somos seres humanos que vivimos en el lenguaje, Rafael Echevarría mantiene en un artículo que el lenguaje no solo nos permite hablar “sobre” las cosas, sino que hace que las cosas sucedan. Y Gustavo Martín Garzo, en una entrevista, contesta que nos alimentamos de palabras porque las necesitamos para entender el mundo que nos rodea y, sobre todo, para vivir nuestra propia realidad. Echevarría insiste en que a partir de lo que decimos, o de lo que callamos, se moldea nuestra realidad. Vemos, pues, que defienden tesis muy parecidas.

            Volviendo al tema de las redes y los reenviados, digo a Zalabardo que Echevarría, apoyado en la concepción de la naturaleza generadora, creativa, del lenguaje, que ya anunciaba Walter Benjamin, desarrolla dos ideas: una, que al hablar generamos cinco actos lingüísticos: juicios, declaraciones, afirmaciones, pedidos y promesas; y la otra, que nuestro decir, nuestra manera de decir y nuestro callar abren o cierran muchas posibilidades para nosotros y también para los demás de conocer la realidad en que vivimos. No podemos olvidar, por tanto, que quien en su red social se limita a reenviar, no está generando ninguno de esos actos, ya que se limita a repetir los que han generado otros, y que lo que llega de su actuación al receptor es la realidad o la verdad de otra persona, no la suya. No tener esto en cuenta da lugar a ese caldo de cultivo en que se cuecen, por desgracia, tantas verdades paralelas como como circulan en la actualidad. Y de eso no son culpables las redes.

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