sábado, enero 30, 2021

¿FARMACIA O BOTICA?

 


            Las costumbres, como las modas, cambian con los tiempos. Zalabardo, que siempre fue consumidor fiel de la aspirina, es ahora adicto al paracetamol. Casi merece comisión por la propaganda que le hace. Pero es otra cosa lo que ahora importa. Salíamos ayer de la farmacia y, como es habitual en él, me soltó la pregunta de sopetón: ¿Por qué antes se hablaba de boticas y hoy no tenemos sino farmacias?

            Y, como siempre, no acepta que difiera una respuesta y la desea de inmediato. Tuve que hablarle del carácter mágico-religioso que tenía la medicina en tiempos muy remotos. La gente buscaba remedio a sus dolencias, del tipo que fueran, en los templos, en los oráculos o en los curanderos y brujos ambulantes, expertos en preparar hierbas y brebajes de muy variada naturaleza con los que combatir determinados males.

            Le cuento, por ejemplo, cómo todas las culturas han tenido rituales sustentados en la creencia del poder curativo de alguna materia o hecho. Entre los más antiguos, se encuentran los ritos relacionados con el agua, a la que siempre se otorgó una gran fuerza sanativa. Las religiones fomentaban estas creencias con el fin de conseguir adeptos. Daba igual que fuesen males del cuerpo o del alma. El agua lo curaba todo. El Nuevo Testamento recoge la historia de un Bautista a cuyo rito se sometió el mismo Cristo, que, más tarde, enviaría a un ciego de nacimiento a la piscina de Siloé para que recuperara la vista; la lista de santuarios y ermitas en los que hay un manantial de agua milagrosa sigue siendo inagotable.

            Otro ritual, muy extendido en la antigua Grecia, es el del pharmakós, que me lo explica muy bien Aurora Luque, a quien quedo agradecido. Con él se buscaba calmar a los dioses para liberar a la ciudad de cualquier mal. El sexto de Targelión, aproximadamente nuestro 29 de abril, se mataba o expulsaba de la ciudad a una persona que hubiese sido acusada de defectos físicos o de haber cometido un delito. Esta persona, el pharmakós, a quien se consideraba causante de los males, sufría este castigo para que la ciudad se salvase. La finalidad expiatoria y purificadora estaba clara. El pharmakós era, pues, lo que el chivo expiatorio en la cultura judía.

            —Vale, vale —me interrumpe—, pero, ¿qué tiene eso que ver con boticas y farmacias? Le pido paciencia y le aseguro que no olvido su pregunta. Además, le adelanto para su tranquilidad, que botica y farmacia son básicamente la misma cosa. Los griegos, continúo, tenían otra palabra, phármakon, que significaba tanto ‘remedio’ como ‘veneno’ y que, por influencia del ritual, acabó denominando preferentemente al ‘producto que se administraba para curar un mal’.



            La medicina, le insisto, antes que ciencia, era cosa de fe y de magia. Asclepio, Esculapio para los romanos, era el dios de la Medicina, porque tenía el poder de sanar e incluso hacer volver a la vida. Este don se lo dio su padre, Apolo, que se lo había arrebatado a Pitón. En su recuerdo, las personas que practicaban actividades sanatorias eran llamadas asclepiones. Incluso las actuales farmacias siguen luciendo como símbolo la copa de Higía, una hija de Asclepio. Es esa copa en la que se enrosca una serpiente y en la que se recogen los remedios de los que Pitón había sido poseedora. Con ello se quiere dar a entender que lo que puede matar, el veneno, administrado convenientemente puede curar.

            Hasta la aparición de Hipócrates, que vivió entre los siglos V y IV a.C. y a quien la leyenda consideraba descendiente de Asclepio, no puede hablarse de medicina en el sentido que hoy entendemos el término. Pero entre los médicos hipocráticos había tendencias diferentes. Unos, los dietéticos, consideraban que la salud del cuerpo dependía de los alimentos que se consumían; otros, los quirúrgicos se valían de la manipulación de los cuerpos y el uso de sus manos para curar; y un tercer grupo, los farmacéuticos, confiaban en la administración de remedios con propiedades para sanar.

            Ya llegamos al final. Todos aquellos productos que servían para elaborar remedios se conservaban en tarros, los albarelos, depositados en las estanterías de almacenes que, a la vez servían como tiendas para su venta. Estas son las boticas, palabra de origen griego, apotheke, que significa ‘almacén, tienda’. La botica no era más que un lugar de venta o almacenamiento de algo. Tengamos en cuenta que de esa palabra proceden también bodega y boutique.



            En tiempos en que la actividad farmacéutica no estaba reconocida, el médico prescribía un tratamiento que tenía que ser elaborado y vendido en las boticas. Dice Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española que farmacopola era ‘el que vende drogas o medicinas. Vulgarmente le llamamos boticario’. Cuando ya en los inicios del siglo XIX se regularizaron de modo oficial las enseñanzas de Farmacia, la palabra designaba tanto la ciencia como la actividad de venta; farmacia y botica coexistieron como la misma cosa. Las boticas se especializaron en venta de medicamentos y en la elaboración de las fórmulas magistrales; para venta de otro tipo de productos, aparecieron las droguerías.

            En mi novela La última travesía del Goede Hoop, ambientada en 1823, un personaje, don Miguel Torres, boticario en Marbella, prepara para uno de los contertulios de su rebotica un antitusígeno: cocimiento de cebada entera, azofaifas, higos pingües, pasas, culantrillo de agua y regaliz. Y en la misma novela, un farmacéutico de la calle Espartería, de Málaga, prepara contra la fiebre y la inflamación intestinal una pomada hecha con cuatro onzas de manteca fresca sin sal y una onza de alcanfor con la que se friccionará espalda, pecho y vientre. Estas fórmulas magistrales no las inventé; las saqué de una Farmacopea española, de 1833.

            Zalabardo se ríe porque dice que aprovecho para hacer propaganda de mi novela y le respondo que no hay más remedio, que, tal como están las cosas, de alguna forma tengo que difundir su existencia y buscar posibles lectores. Le pregunto si a él le ha gustado y me responde afirmativamente. Pero lo que me interesa, le aclaro, es que sepa también las farmacias conocen cierto declive, pues apenas encontramos alguna en que elaboren fórmulas magistrales; los fármacos vienen perfectamente envasados desde modernos y asépticos laboratorios. Así, vivimos la paradoja de que las farmacias funcionan como lo que eran las boticas a las que despojaron de su nombre, pues vuelven a ser tiendas de medicamentos.

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