sábado, diciembre 16, 2023

EL FUEGO Y LA MEMORIA

 

Cuentan los más antiguos relatos de la mitología griega que el titán Prometeo, hijo de Jápeto y Clímene, creó a los primeros hombres, modelándolos con arcilla humedecida con su propia saliva. Pero eran grandes las calamidades que sufrían y muchos los problemas para subsistir. Carecían de útiles y herramientas, sus cultivos les rendían poco e incluso comían la carne cruda. Prometeo, compadecido, les enseñó el fuego y la manera de dominarlo, con lo que se ganó la enemistad de Zeus, que no solo lo castigó a él, sino que envió un gran diluvio sobre los hombres.

            Hablamos Zalabardo y yo de la presencia e importancia del fuego en los primeros mitos de todas las culturas y la ingente cantidad de celebraciones relacionadas con su culto. Se diría, me dice mi amigo, que el efecto purificador del fuego y la memoria de lo que en cada sociedad ha significado se extiende hasta nuestros días. El estudio de las antiguas culturas muestra que el culto al fuego estuvo asociado casi desde un principio, al culto al sol. Tal vez eso explique que tanto el solsticio de verano como el de invierno estén tan ligados a celebraciones en que el fuego es protagonista.

            El solsticio de invierno coincide con la noche más larga del año. Finaliza un ciclo agrícola, se inicia el tiempo de los fríos y la espera de un renacer de la naturaleza. En ese ambiente, las hogueras significan un deseo de ayudar al sol a reponerse y a recuperar su poder.

También en todas las sociedades se observa cómo el poder se ejerce y se mantiene por la fuerza de las armas y la influencia de la religión. Las religiones, para en su afán proselitista, no dudan en adoptar las antiguas ideas y tradiciones transformándolas a las necesidades del credo propio. Si hablamos del fuego, la evangelización del pueblo celta convirtió a Brigit, diosa del fuego, en santa Brígida a la que se hizo patrona de Irlanda hasta que fue suplantada por san Patricio. Del mismo modo, más hacia el sur, el cristianismo adelantó la celebración del solsticio del solsticio invernal a la noche del 12 de diciembre, víspera de la festividad de santa Lucía (‘la que porta la luz’).


            Pero, le digo a Zalabardo, aunque se alteren viejas tradiciones, aunque se implanten nuevas creencias, en la memoria de los pueblos permanece siempre algo difícil de desterrar y que, de un modo u otro, acaba aflorando. Esto lo pude comprobar el pasado 12 de diciembre en Casarabonela, bello pueblo de la Sierra de las Nieves, donde asistí a la curiosa Fiesta de los Rondeles. ¿Pero por qué en este pueblo se festeja a la Divina Pastora y no a santa Lucía? Una leyenda del siglo XVIII cuenta que un fraile capuchino encargó tallar la imagen que había contemplado en un sueño. La Virgen, narró al tallista, se le apareció bajo la sombra de un árbol, sentada sobre una roca y rodeada de ovejas que portaban en sus bocas rosas simbólicas.

            Pero, pese a todos los cambios que el tiempo haya ido imponiendo, la Fiesta de los Rondeles, le digo a Zalabardo, sigue siendo reflejo, aunque sea de manera inconsciente, de los antiquísimos cultos al fuego y al sol, retenidos en la memoria de los habitantes de este pueblo. Las formas, claro está, son otras y, tal como ahora se celebra, sigue un rito que se remonta a un periodo comprendido entre los siglos XVI al XVIII, cuando, terminada la molienda, se quemaban los capachos pringados de restos de aceite como agradecimiento a la Divina Pastora por la buena cosecha.

        La fiesta, no obstante, ha conocido vicisitudes que dan cuenta de que la idea de lo que primitivamente fue no se había perdido. Por ejemplo, el cambio de fecha del solsticio a la víspera de santa Lucía. En 1703, el cambio de advocación; la santa que recordaba a la diosa portadora de la luz fue sustituida por la Divina Pastora. Durante la guerra civil y, más tarde, entre 1960 a 1974, estuvo prohibida; entre otras cosas, porque se consideraba indecoroso que participaran mujeres en ella. Y ya hacia 1980, un grupo de habitantes decidió recuperar la costumbre y crear la Asociación que hoy se ocupa de ella.

            En esencia, la Fiesta es así: estando cercana la navidad, grupos de pastorales recorren el pueblo cantando villancicos hasta llegar a la ermita en que se encuentra la imagen de la Divina Pastora, en cuya puerta arde una gran hoguera. A la salida de la imagen del templo, se bendice en fuego en el que treinta miembros de la Asociación encenderán un rondel (‘capacho enrollado e impregnado de aceite’) que llevan sujeto en una larga pica. Se apagan las luces del pueblo y con la sola luz de estos rondeles (memoria del fuego ancestral), y el acompañamiento de las pastorales, la Pastora es procesionada hasta la parroquia.


            Si el fuego es protagonista de ese día, o esa noche, en Casarabonela, la memoria juega también su papel en el intento de conservar imágenes de otros tiempos. En estos días se ha abierto al público un antiguo complejo molinero ―Molino de Albaiva― dedicado a la molienda de harina y aceite y que ha sido restaurado gracias a una subvención oficial. El interés de este molino no radica solo en la posibilidad de recordar a los visitantes ―otra vez la memoria― la vieja maquinaria, arrinconada hoy por las modernas técnicas, sino el no menos interesante recuerdo de palabras que han ido cayendo en desuso o que, incluso, se han perdido.

            Si, por ejemplo, visitando este Museo Molino de Albaiva, muchos pueden recordar y ver qué son los trojes, qué es el cárcavo, el rodezno, el cubo o la tolva, también pueden conocerse otras palabras que no aparecen en diccionarios usuales. Por ejemplo, el empiedro, que es el lugar donde giran las muelas del molino, los rayones, que son las palas del rodezno, ‘noria’, que harán moverse esas muelas, o la tarara, máquina para limpiar de impurezas el trigo antes de ser molido. Además, como en su origen fue un molino hidráulico, puede verse el cubo y canal por donde entraba del agua que lo alimentaba, el arroyo Comparate, hoy inexistente y que fluía bajo las construcciones del pueblo actual.

Fuego y memoria, le digo a Zalabardo. El fuego inextinguible que nos acompaña desde el principio de los tiempos y la memoria de lo que fuimos y de cómo se llamaba aquello que nos permitía sobrevivir. El otro día comentábamos las palabras que van ocupando su lugar en el diccionario. Hoy hemos visto algunas que ya se van perdiendo. Que al menos la memoria impida su desaparición total.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Maravilloso artículo. El sincretismo religioso es una constante en todas las civilizaciones. Forma parte de la consolidación del nuevo poder establecido. Y las palabras nacen, florecen, brillan como un cálido sol de invierno y mueren. A no ser que el esfuerzo de tu amigo Zalabardo y el tuyo mismo consiga levantar una antorcha ante el olvido. Y es que la tarea del escritor tiene algo de prometeico. Gracias. Anastasio.