Zalabardo, de quien ya dije que es persona prudente, me transmitía hace unos días su preocupación ante la etapa que nos ha tocado vivir. «No hay rincón del mundo al que miremos», me decía, «que no sea escenario de conflicto». Y proseguía: «Incluso nuestra más cercana sociedad es nido de conflictos. Quizá ya no baste andar con pies de plomo; tal vez la sensatez nos aconseje no sacar los pies del plato». Coincido con lo primero, pues nunca está de más ser cauteloso, precavido y no tener demasiadas prisas al actuar o al hablar; ser como el buzo que trabaja en las profundidades marinas y utiliza ese calzado que da origen a la expresión. Pero yo, que no soy tan prudente, no tengo tan claro lo segundo.
Durante nuestra
conversación le he recordado la abundancia en nuestra lengua de expresiones formadas
en torno a los pies: buscar los tres pies al gato, poner
pies en polvorosa, tener pies de barro, hacer algo
a pies juntillas, no dar pie con bola, echar a los
pies de los caballos, al pie de la letra, dar el
pie, nacer de pie, tener fríos los pies y caliente
la cabeza, entrar con pie derecho, dar el pie y
coger la mano, saber de qué pie cojea alguien, darse
un tiro en el pie…; esa lista ni siquiera muestra la mitad.
Responde mi amigo que las
conoce, como la mayoría de la gente. Pero no acaba de entender por qué razón
dudo de la validez de no sacar los pies del plato, expresión
que nos aconseja ‘no ir más allá de lo lícito y razonable’. ¿Y por qué no?, digo a mi vez, y me veo
precisado a aclararle mi posición; todos las conocemos, sí, aunque a veces se
nos escape el desvío que el tiempo ha ido dando a sus sentidos originales.
Sacar los pies del
plato fue, en tiempos, una
expresión nacida entre quienes se dedicaban a la cría de aves. Para asegurar
que todos los pollitos recibiesen la alimentación adecuada, se los metía en un
tiesto o plato de barro con bordes suficientemente altos para que el animal no
pudiese escapar, ya que hacerlo suponía verse privado del alimento y morir. Por
ello, alguien debía cuidar que el pollito que saltaba estos bordes, que sacaba
sus pies del tiesto o plato, fuese devuelto a su lugar.
Hasta ahí, bien. Pero resulta que, en la actualidad, le damos otro significado, ‘excederse, ir más allá de lo lícito o razonable’. Podría ser una norma válida, le digo a mi amigo, salvo si se mete por medio la corrección política, que para mí es la más incorrecta de las políticas. ¿Por qué? La corrección política, en sus inicios bien intencionada, pretendía evitar cualquier palabra o comportamiento ofensivos para otros. Eso siempre es recomendable. Lo malo viene cuando se desvirtúa su sentido y se rebasan unos límites que son peligrosos. La denominada corrección política ha desembocado en una situación en la que no hay persona, grupo o asociación que no vea ofensa en cualquier cosa que no se ajuste a sus propias ideas. Consecuencia: surge la tentación de obligar a que nos pleguemos a una norma que nace del mero capricho de ese grupo. Se comienza rechazando una palabra y se acaba prohibiendo una representación teatral o la edición de un libro. Es muy fácil denunciar lo que no gusta e implantar una política censora y prohibitiva.
Por supuesto que eso
no es nuevo. Tampoco es algo que inventara Alfonso Guerra cuando soltó
aquello de «Aquí, quien se mueva no sale en la foto». Con anterioridad se
dieron incluso amenazas peores. Basta repasar un poco la historia: Hipatia,
Galileo, Giordano Bruno, Miguel Servet, Edward Jenner,
Dian Fossey… fueron rechazados por defender ideas diferentes a las imperantes,
es decir, por sacar los pies del plato. La corrección política
mal entendida, hoy y siempre, aspira a la uniformidad, al pensamiento único. Esa
es la razón por la que le digo a mi amigo que nunca hay que tener miedo a
disentir del pensamiento general. Si no hubiese sido por tantos como, a lo
largo de los años, han sacado los pies del plato, fueron rebeldes
frente a la norma impuesta, hoy nos veríamos privados de los avances que les
debemos.
Metidos en faena,
decido contarle a Zalabardo el origen curioso de algunas de esas expresiones. Empecemos
por la de entrar con el pie derecho, que es ‘iniciar algo del
modo correcto para alcanzar el resultado apetecido’. Catalogada hoy como superstición
de orígenes muy remotos, que su uso se afianzó gracias a una rúbrica recogida
por el Misal católico. Las rúbricas, aclaro, son normas de obligado
cumplimiento en la práctica de los ritos litúrgicos. En Ordinarios,
Oficios, Ceremoniales y Cantorales, miro un ejemplar de 1805, en el
capítulo Rúbricas o cánones generales, aparece esta: «Llegado al
altar en que ha de decir Misa […] se hará inclinación de cabeza a la cruz bajo
la ínfima grada […] Luego, moviendo primero el pie derecho […]
sube al altar…» ¿Por qué comenzar la misa accediendo al altar con el pie derecho?
Se afirma que Cristo está sentado a la derecha del Padre;
y en la iconografía de la crucifixión, a Dimas, el buen ladrón,
se lo sitúa siempre a la derecha. Ergo, al cielo se entra con
el pie derecho.
No menos curioso es el
origen de la expresión hacer o decir algo al pie de la
letra. Hoy aceptamos que es ‘repetir algo sin variación, de modo
escrupuloso, para que sea entendido en la plenitud del sentido aquello a lo que
nos referimos’. No obstante, en la Edad Media era diferente. Los textos,
escritos en su mayoría en latín, eran de difícil comprensión. Se hacía preciso
traducirlos. Una de las primeras técnicas fue la llamada ad pedem
litterae, que consistía en ir escribiendo bajo cada una de las palabras,
bajo su pie, el significado equivalente.
En otros casos, la
expresión ha ido sufriendo a través del tiempo cambios tanto en su forma como
en su sentido. Por ejemplo, buscar tres pies al gato. Su forma
más antigua, le indico a Zalabardo, era buscarle cinco pies al gato;
así la recoge Covarrubias, quien afirma que significa ‘hacerle entender
a alguien mediante embustes algo imposible’. Sin embargo, en el Quijote,
nos la encontramos ya como buscar tres pies al gato, que, aunque
mi paisano Rodríguez Marín dice que es ‘buscar ocasión de pesadumbre y
enojo’ habría que entender mejor tal como hoy se emplea y señala el diccionario
de Seco, ‘meterse en complicaciones inútiles o peligrosas’.
Y dejo para el final, seguir resultaría demasiado prolijo, poner pies en polvorosa, es decir, ‘salir huyendo de forma precipitada’. Son dos las interpretaciones en liza. Una, pretendiendo su historicidad, dice que el rey leonés Alfonso el Magno atacó cerca la localidad palentina Polvorosa a las tropas musulmanas, entre las que un eclipse de luna provocó tal pánico que las hizo huir. Vuelvo a mi paisano Rodríguez Marín, quien, comentando la expresión, que aparece en el capítulo XXI de la primera parte del Quijote, afirma: «En el habla de germanía, polvorosa significa calle y senda». Y no es el único en mantener esta interpretación, que es hoy la que parece más acertada y lógica.
2 comentarios:
Tu excelente artículo me da pie a reiterar de la calidad de tus conversaciones con Zalabardo. Enhorabuena.
Interesante disquisición. No hay que olvidar que buena parte de nuestro bienestar radica en nuestros pie, tan injustamente tratados y tan necesarios. Cuando los homínidos se bajaron del árbol y empezaron a caminar todo cambió en este planeta. Cuando el niño deja de gatear y se pone en pie, ya forma parte de nuestro club de exploradores. Sin embargo, apenas vamos al podólogo y hasta hacemos bromas de mal gusto sobre esta parte de nuestro organismo. Honremos, pues, nuestros pies.
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