sábado, abril 12, 2025

TIRAR DE LA MANTA Y DESCUBRIRSE EL PASTEL

 

Pudiera pensar alguien que en estos apuntes cito reiteradamente a mi paisano Francisco Rodríguez Marín, pero es que, en lo que se refiere a los temas que con frecuencia trato, es una autoridad no solo nacional, sino internacional. Otra figura de gran talla, Antonio Machado Álvarez, Demófilo, padre los poetas, dice en una introducción a la monumental Cantos populares españoles (1883), que es «la [obra] de más importancia nacional que actualmente se publica en la península». Pues bien, entre esos cantos aparece uno que dice: «Tú me estás dando lugar / de que eche la capa al toro / y que tire de la manta / y que se descubra todo», cantar que más tarde volvía a citar Melchor de Paláu en su libro Cantares populares y literarios, publicado en Barcelona en 1900. Traigo aquí ese cantar porque Rodríguez Marín le añade una nota en la que dice que tirar de la manta significa ‘descubrir, revelar lo que está oculto’, añadiendo como prueba estos versos de otro cantarcillo: «Tiró el diablo de la manta / y se descubrió el pastel». Se unen ahí dos locuciones aparentemente diferentes, pero que significan lo mismo: ‘poner al descubierto algo que antes no se sabía’, aunque el diccionario académico dice de la primera que lo que se hace público ‘es algo escandaloso’.

            Como Zalabardo me hace notar que muy poca gente habrá que no sepa el significado de dichas locuciones, me veo obligado a responderle que, siendo verdad lo que me dice, traigo aquí el asunto por la sencilla razón de que extraña que Rodríguez Marín considere preciso utilizar esa nota aclaratoria. Hacerlo ―le digo a mi amigo― tal vez responda a que consideraba que la locución, aun siendo antigua, podía haber adquirido un sentido nuevo respecto al original. La explicación a todo ello, supongo, podría estar en que ya para esa época ―finales del siglo XIX y principios del siglo XX― los hablantes tuvieran dudas acerca de la manta de que se tira o del pastel que se descubre. Porque para el común de los hablantes la manta es la ‘pieza de lana, algodón u otro material, de forma rectangular, que sirve de abrigo en la cama’ y el pastel es ‘cualquier tarta, bizcocho o dulce’.

            Pero no siempre fue así. El andaluz Nebrija, en diccionario de 1495, traduce el término latino aulaeum como manta de pared, que se corresponde con lo que hoy llamaríamos tapiz. Y en el Diccionario de autoridades, de 1737, entre los significados de manta encontramos el siguiente: ‘cubierta que para el abrigo se pone en la pared, como los paños de corte u otros’. ¿Tiene esto algo que ver con tirar de la manta? Pues sí y, además, con la situación de los judíos en España desde que los Reyes Católicos decretaron la expulsión de quienes no se convirtieran al cristianismo. Muchos judíos emigraron hacia tierras del norte, donde existía mayor tolerancia.



            Pasado un tiempo, esta tolerancia fue decayendo y los judíos se vieron forzados a convertirse. Aquí surgen entonces dos teorías en torno a qué hay que pensar que sea la manta. Una dice que, para preservar la pureza de sangre de los cristianos viejos, se ordenó hacer un censo de judíos conversos, con el fin de evitar los matrimonios mixtos. Estas nóminas que daban cuenta de quiénes tenían una ascendencia judía quedaba reflejada en mantas ―las que Nebrija llamó de pared― que se colgaban en lugares visibles de los templos. Se cita como una de las más conocidas la llamada Manta de Tudela, colocada en una pared de la Capilla del Perdón de su Catedral.

            La otra teoría ―que implica también a los judíos― se asocia con el sambenito o manta que la Inquisición imponía a los condenados por judaísmo, en la que quedaba reflejado su «delito». Cuando se consideraba que había cumplido su castigo, el antiguo judaizante entregaba su manta o sambenito a una iglesia, que iba componiendo un tapiz con estos lienzos. Se dice que llegó un tiempo en que se consideró procedente tapar estas mantas o sambenitos con una manta (de pared) mayor. Esto hacía que, si alguien quería conocer quiénes pertenecían al linaje de un condenado por la Inquisición, tuviese que destapar o tirar de la manta para conocer lo que la vergüenza ocultaba.

            Aunque nada tenga que ver con esta historia, le digo a Zalabardo que, en algunos países de América del Sur sigue usándose la palabra manta como ‘tela larga y rectangular en la que se pintan eslóganes y mensajes comerciales.

            «¿Y qué relación tiene esto con descubrirse el pastel?», me pregunta Zalabardo. Le cuento a mi amigo la curiosa historia que ha llevado a esta locución a significar ‘hacer público y manifiesto algo que se procuraba ocultar o disimular’. Y es que pastel, en un principio era una ‘composición de masa de harina, manteca y carne picada que se hace formando una caja de dicha masa y poniendo en ella la carne, se cubre con otra masa más delicada, que llaman hojaldre’. Aquellos pasteles se correspondían más con lo que hoy llamamos empanadas, pues, para los actuales, la palabra común era confite, de donde procede confitería.



            La literatura del siglo XVII está llena de alusiones a estos pasteles. Concretamente sobre los llamados pasteles de a cuatro, Fernando Cabo Aseguinolaza, en nota a una edición de La vida del Buscón, de Quevedo, comenta la mala fama que arrastraban por admitir en sus rellenos, aparte de carne de ínfima calidad, moscas, cabellos o cualquier otra materia inmunda. Incluso en tono burlesco se los acusaba de que en ellos se utilizase carne humana. En el capítulo cuarto del libro segundo de esta novela, asistimos a una escena entre cómica y macabra: «…después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su réquiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes». Alonso Ramplón, verdugo de Segovia y tío de Pablos, le dice después de haber abierto un pastel y descubrir la calidad de su relleno, que aquella carne pudo pertenecer a su padre, recién ajusticiado.

            Esta anécdota aclara que solo levantando la tapa de hojaldre del pastel era posible cerciorarse de su calidad, o sea, que había que descubrir el pastel para conocer lo que ocultaba en su interior, del mismo modo que solo levantando la manta ―o tirando de ella― se podía tener seguridad del linaje de alguien. Todo lo anterior explica que hoy, si queremos hacer pública la vergonzosa conducta de alguien lo amenacemos con tirar de la manta; o que, si algo que se pretende mantener oculto sale a la luz, digamos que se ha descubierto el pastel.

sábado, abril 05, 2025

EL ESPETO Y LA PAELLA

 

Hablo con Zalabardo sobre las maneras de que se vale la lengua para crear nuevas palabras o significados. Existe en la retórica un recurso o figura llamado tropo que consiste simplemente en un desvío ―así lo califica el Diccionario de Lingüística, de Jean Dubois― del sentido de una palabra. Es decir, tenemos un tropo cuando se produce un desplazamiento significativo y utilizamos una palabra con un sentido que, inicialmente no le corresponde. Lo que ocurre es que ―por múltiples razones― a veces un tropo se fosiliza y deja de ser un simple recurso ―más o menos decorativo― para incorporarse a la lengua como nuevo elemento.

            Quizá el tropo por excelencia sea la metáfora, que identifica dos términos que, aun siendo distintos, aceptamos utilizar el uno por el otro para reforzar lo que deseamos decir. Por eso, cuando empleamos estrellas en lugar de ojos o llamamos asno a una persona, entramos en el juego de elogiar esa parte de la anatomía o de hacer patente la torpeza de una persona.

            Otro tropo notable es la metonimia, que aparece cuando entre las cosas significadas por las palabras intercambiadas se da una relación bastante directa. Si hablamos de tomar una copa, sabemos que usamos continente por contenido; si de comprar una bella porcelana, sabemos que la palabra que designa una materia la usamos para significar el objeto que con ella se crea. Y así sucesivamente.

            Pero ―como le he dicho a Zalabardo―, hay tropos, en este caso metonimias, que se fosilizan y sobrepasan lo que sean puros efectos lingüísticos para adquirir una dimensión diferente. Eso es lo que ocurre con espeto y con paella. Hablar de la costa malagueña y parte de la occidental granadina es casi imposible si no sale a relucir el espeto. Y, para muchos extranjeros, hablar de Valencia ―y por extensión del resto de España― no es posible si no aparece la paella.

            Sin embargo, ni el espeto ni la paella son lo que en sus orígenes se entendía por tales términos. Si acudimos al más clásico de nuestros diccionarios, el Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias, leemos que el espeto no es otra cosa que el hierro con que se ensarta o atraviesa la carne para asarla en el fuego. Por su función y tamaño, al espeto se le llamó también espada; se hablaba de espetar al hecho de atravesar la carne con el asador y de espetera para referirse al vasar donde se cuelgan los espetos cuando no se usan.



            Y si vamos a paella, nos llevamos la sorpresa de que no es palabra castellana. Covarrubias habla de padilla, palabra derivada de la latina patella, ‘plato pequeño’, que en Castilla pasó a designar una sartén pequeña, baja y con asas. Pero esa palabra latina, en valenciano dio paella, que es el actual recipiente, sartén no ya necesariamente pequeña, de poco fondo y con asas.

            La situación actual es que la paella ha pasado a designar la modalidad de preparar el arroz en ella porque lo que en principio se cocinaba, según se observa en libros de cocina era arroz en paella. Y esa receta tenía su manera estricta de ser preparada, los ingredientes, el tiempo y el modo preciso de preparación. Hoy, en cambio, cualquier modalidad imaginable de esa receta ―y hay algunas horribles― recibe el nombre de paella y el recipiente en que se prepara ha pasado a ser la paellera, palabra de nuevo cuño que sustituye a la original.

            Algo semejante ―le digo a Zalabardo― ocurre con el espeto que, al menos en esta zona mediterránea del mar de Alborán, ha pasado a ser ‘conjunto de sardinas atravesadas con una caña y alineadas convenientemente para ser asadas’. Los cambios no son banales, no se reducen a una simple metonimia, sino que hay mucho más. Por lo pronto, al primitivo pincho para ensartar la carne, en el caso de asar sardinas ya nadie llamará espeto, sino caña, porque es inconcebible que se use cualquier material que no sea este, una caña de las que tanto abundan en las riberas.

            La caña exige su preparación. En realidad, lo que se emplea es media caña, de entre 30-50 centímetros de longitud, que se talla a modo de lanceta y se le desbastan los bordes. La razón de que se emplee caña en lugar de metal se debe al modo de resistencia de este material al calor y, además, a que, teniendo esta caña forma semicilíndrica, su curvatura crea un efecto chimenea que ayuda a asar mejor el interior de la sardina.



            En el caso que le comento a Zalabardo llama la atención el amplio campo semántico aparecido. Por un lado, tenemos que para ese conjunto de sardinas asada existen dos términos, espeto y espetón, aunque el primero sea más común. Y para la operación de asar el espeto existe el nombre de moraga que, a su vez, sirve también para designar la reunión festiva nocturna que tiene lugar en la playa y cuyo fin principal es comer espetos. Por fin, hay otros dos términos: espetero y amoragador, que, aunque en ocasiones se confundan, designan funciones diferentes. El espetero es la persona que prepara el espeto, que ensarta las sardinas y las deja dispuestas para asar; en cambio, el amoragador es la persona que tiene como función asar esos espetos ya preparados.

sábado, marzo 29, 2025

FANATISMO EN LAS REDES

Me gustaría que se entendiese ―así se lo digo a Zalabardo― que este apunte no es ni defensa ni condena de la novela El odio por la sencilla razón de que no la he leído. Y, aunque hubiese querido hacerlo, su lectura me es absolutamente imposible porque dicha novela no ha sido publicada y, por el momento, no se publicará. Pero no me resisto a hacer algunas reflexiones.

            Yuval Noah Harari, en un libro que he citado aquí con anterioridad, Nexus (2024) explica cómo en las redes sociales rigen unos algoritmos que incentivan los contenidos más virulentos, malignos y tóxicos haciendo que se viralicen, mientras que los contenidos más moderados se penalizan con una redistribución menor. Que esto sea así obedece a criterios difíciles de entender y, en casos, poco éticos. Han surgido voces autorizadas que piden que las redes modifiquen sus algoritmos para evitar esta masiva difusión de contenidos tóxicos, a lo que las plataformas se han opuesto siempre con el argumento de que hacer tal cosa sería interferir en la libertad de expresión de los usuarios. En un documento de Amnistía Internacional sobre este asunto, Social Atrocity, se hacía la recomendación de que, si las redes no pueden eliminar todo el contenido dañino presente en una plataforma utilizada por millones de personas, al menos deberían «dejar de amplificar el contenido dañino mediante una distribución forzada».

            El modo en que las redes sociales actúan buscando un provecho no siempre legítimo lo tenemos en el papel del más que muchimillonario Elon Musk que, gracias a su red X se ha convertido en una especie de presidente paralelo de los Estados Unidos. Y vivimos siendo víctimas de la gran paradoja que supone que, teniendo acceso a uno de los más grandes avances de nuestro tiempo, internet, no acertamos a ver el modo de evitar que su empleo sirva para tantos objetivos negativos. Harari hace una comparación muy clara: si un cuchillo puede servir para curar a los humanos en cirugía, o para alimentarlos ayudando a cortar y pelar alimentos, ¿por qué utilizarlo para quitar la vida?

            En España, en estos últimos días, estamos asistiendo a un caso más de mala utilización de las redes y los medios. Una editorial, Anagrama ―según leo― decide suspender de manera indefinida la publicación de una novela de Luigé Martín titulada El odio. Comento con Zalabardo el asunto, que me parece más complejo de lo que muchos creen ¿Qué ha ocurrido para que se dé tal suspensión? Que se ha montado una campaña en contra de la novela y de su autor porque, se dice, da voz a un asesino y amplía el dolor de sus víctimas. Ha alcanzado tal nivel la campaña que la editorial, prudentemente, ha decidido dar un paso atrás y no sacar la novela, al menos, por el momento.

            ¿Pero ―le digo a mi amigo― qué argumentos avalan la validez de la campaña? Porque, yendo a la raíz del asunto, lo único cierto es que la novela no se ha publicado y, por tanto, nadie la ha leído salvo un reducidísimo grupo de personas a las que la editorial hizo llegar una prepublicación con vistas a su comercialización. La mera existencia de unas reseñas ha valido para que se monte este tinglado.


           Confieso a mi amigo que no tenía la menor noticia de que existiera este escritor Luisgé Martín que ―por lo que he indagado― compagina periodismo y literatura e incluso ha recibido varios premios, lo que me hace pensar que no es ningún zoquete. ¿Leería yo su novela si se publicase? En condiciones normales, tal vez no me hubiese interesado. Pero en las actuales circunstancias, garantizo que no, porque la leería cargado con muchísimos prejuicios, y me alejaría de la búsqueda de cualquier mérito literario que tenga para internarme en el morbo de la polémica. Una polémica ―ya digo― creada en las redes sociales y mantenida por personas que no tienen ningún conocimiento de la novela. Como no lo tengo yo.

            ¿Tengo derecho a condenar un libro que no he leído? Por supuesto que no. Pero que nadie se equivoque. Por idéntica razón, tampoco razones para defenderlo. Podría achacarse al autor falta de tacto por no haber contado a la hora de redactarla con víctimas de la tragedia que aborda y que aún viven. Pero Luisgé Martín está actuando como novelista y no como periodista. Escribe una obra de ficción, aunque basada en hechos reales. ¿Es eso raro en nuestros días? Sobre tragedias y sobre crímenes reales ―el llamado true crime es un género en alza― hay muchos libros y películas de televisión. El último ejemplo lo tenemos en la serie británica Adolescencia, pero también Monstruos o Dahmer. Y sobre sucesos acaecidos en España, recordemos El caso Asunta, El caso Alcàsser, Las niñas o ¿Dónde está Marta?


            Me pregunta Zalabardo si lo que ocurre es que nos estamos convirtiendo en defensores de la censura, en nuevos inquisidores que, en nombre de cualquier ideología o principio, por negar negamos hasta la libertad de expresión. Le respondo que a lo mejor nos vamos haciendo fundamentalistas y pretendemos negar la existencia a cuanto no nos gusta. Bien mirado, España es un país muy dado a la censura. Las imágenes con que acompaño este apunte son ejemplos. La primera imagen es de una curiosa edición facsimilar de La celestina, de 1575, que estaba en el Convento de Santa Caterina de Barcelona. Se puede ver la saña con que se tachó todo lo que se consideraba improcedente. En otra imagen, de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, subrayo en rojo un ejemplo de lo que la censura no consintió que apareciera en la edición de 1961 y no se repuso hasta la edición definitiva de 1984. Y la otra imagen es una página del manuscrito de La colmena presentado por Cela a la censura, con las tachaduras que se le impusieron. La novela tuvo que publicarse en Buenos Aires en 1951, antes de que autorizase su publicación en España

            ¿Hemos de volver a aquellos tiempos? ¿Nos convertiremos en imitadores de grupos como Hazte oír o Abogados cristianos que pretenden la desaparición de lo que no es afín a lo que ellos piensan? ¿Exigiremos que se reimplante la censura previa? Sería una atrocidad y una puñalada trapera a cualquier creador y a las libertades que creíamos haber obtenido.

            Si El odio provoca un daño culpable a la persona que sea, en sus manos está querellarse y que los jueces dictaminen si el contenido de la novela constituye o no delito de intromisión en la privacidad inviolable de la persona querellante. Los demás, si por cualquier razón nos sentimos dolidos o afectados, tenemos en nuestras manos un recurso del que nadie nos puede privar: negarnos a comprarla o a leerla. 

sábado, marzo 22, 2025

NO HAY NADA MAL DICHO SI NO ES MAL TOMADO

 

Hay refranes que por su misma antigüedad apenas si se entiende lo que con ellos se quiere decir. Me pasa eso con dos de los muchos que leemos en el Quijote: Castígame mi madre y yo trómpogelas es uno de ellos y el otro ¡Jo, que te estrego, burra de mi suegro! Y otros hay que debiéramos olvidar, aunque solo sea por el tufo machista que dejan tras de sí: el ya cursi Manos blancas no ofenden o el rayano en chabacanería A la mujer y al papel, hasta el culo le has de ver.

            Comento con Zalabardo que he tenido muchas dudas entre titular este apunte con el refrán que finalmente he empleado o inclinarme por otro más breve como Andar en dares y tomares, pues los dos, aunque de bastante antigüedad, parecen creados para el tiempo presente y para el ambiente de crispación que nos envuelve. Un ambiente que aconseja retraerse a la hora de hablar o actuar porque ―se diga lo que se diga y se haga lo que se haga― difícil es que no aparezca quien se lo tome a mal ―aunque no exista malicia― o sea motivo de que se organicen más grescas de las aconsejables.

            Dice José María Iribarren en El porqué de los dichos que con el primero ―el del título― se recrimina a quien se siente ofendido por algo que ha sido dicho o hecho sin que exista mala intención en ello. Y le señala como origen una historieta en que un marido, al ser saludado por otra persona con un «¡Adiós, amigo mío!», se queda pensando: «Mío se le dice al gato; el gato come ratones; los ratones comen queso; el queso se hace de la leche; la leche sale de las cabras; el macho de las cabras es el… ¡Pues no me ha llamado cabrón el muy canalla!».

            La historieta puede resultar divertida, pero le digo a mi amigo que el refrán ya lo utilizó el Arcipreste de Hita en el Libro de buen amor. En el episodio en que disputan griegos y romanos porque estos piden a los primeros que les enseñen las leyes, se lee: «No ha mala palabra si non es mal tenida». Gonzalo de Correas, en su Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627) lo recoge como No habría palabra mal dicha, si no fuese retraída, que explica diciendo que «muchas palabras podrían pasar por bien dichas si no fueran mal tomadas».


            Lo de Andar en dares y tomares hace mención a estar dos o más personas implicadas en debates, altercados y réplicas sin justificación suficiente. También este refrán es viejo. En el Quijote aparece más de una vez. En el capítulo lxxiv de la segunda parte, cuando el caballero hace testamento, dispone «que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares», no se le pidan cuentas a Sancho de unos dineros suyos que el escudero tiene en su poder.

            Sobre andar en dares y tomares he pensado al ver cómo en cualquier sesión de nuestro Parlamento o en no pocos programas televisivos ―ya sean de debate o de mero entretenimiento― los participantes se enzarzan en discusiones no regidas por la razón, sino por el fanatismo e intolerancia. Se acepta o se rechaza un argumento no por su contenido, sino por quien lo exponga. Y, claro es, si esto lo vemos día tras día, aunque lo debatido sea asunto nimio, no me extraña que el pueblo llano, la gente normal y corriente que vive atenta a sus ocupaciones y a sus preocupaciones diarias ―que no es poca cosa― se contagie de la misma incontinencia verbal y de la crispación que se nos ofrece de forma tan continuada.

            Lo de tomar a mal algo que en principio parece hecho o dicho sin maldad lo venimos viendo muy claramente en la beligerante actitud de ese grupo llamado Abogados cristianos, cuya conducta, sometida a un mínimo análisis, muestra que tienen poco de abogados ―pues conocen poco el espíritu de las leyes― y posiblemente menos de cristianos ―ya que desconocen u olvidan las palabras que, según el Evangelio de Mateo, dijo Cristo: «No juzguéis a los demás, si queréis no ser juzgados […] ¿Con qué cara te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?». El chusco episodio de la estampita que una actriz cómica, Lala Chus, mostró el día de fin de año da prueba de ello.



            Pero como este grupo, al parecer, no decae en su monomanía de sentirse ofendido por todo, se han querellado ahora contra Pablo Echenique porque, dicen en su denuncia, «comete delito de provocación a la discriminación por odio» cuando ha escrito en las redes: «Estadísticamente, es mucho más probable que un sacerdote cometa delito de agresión sexual contra menores de edad que delinca uno de estos menores migrantes». En lo que Abogados cristianos no repara es en que Echenique se limita a responder a unas palabras del obispo de Oviedo: «Con los menores acogidos se nos pueden colar gente que son indeseados». Se diría que las palabras del prelado no incitan ni al odio ni a la discriminación. Como tampoco atentan contra la libertad religiosa las palabras de Santiago Abascal en el Congreso esta misma semana cuando califica de peligro para España que en nuestro país se vean cada día más mujeres que visten ropas religiosas. Por supuesto, musulmanas, no de otras confesiones.

            La impresión que saco de todo ello es que hay muchas pieles sensibles, muchos espíritus timoratos y muchas actitudes intolerantes; demasiadas personas que se sienten ofendidas por el menor dicho o hecho, sin pensar hasta dónde pueden ofender sus propios dichos y hechos. Me indica Zalabardo que no hace demasiado que ya hablé de esta forma de entender el respeto y de que no debe pensarse que solo es merecedora de respeto la parcela social a la que uno pertenece. Se lo reconozco, pero le digo que llega un momento en que provoca hartazgo escuchar tantas palabras mal dichas y cansa andar tan de continuo en dares y tomares.

sábado, marzo 15, 2025

CURIOSIDADES TOPONÍMICAS

 

La toponimia, como bien sabemos, es la parte de la lingüística que se ocupa del estudio de los nombres de lugar, así como de sus orígenes. A raíz de la reciente catástrofe de Valencia, un lugar ―su nombre, su topónimo― se ha hecho tristemente conocido, el Barranco del Poyo, conocido también como Rambla del Poyo, de Chiva o de Catarroja. Le digo a Zalabardo que este nombre, Poyo, tiene una historia curiosa. Nuestra lengua lo tomó del latín podium, que a su vez lo había tomado del griego πόδιον, ‘pequeño pie’. Sin embargo, el latín tomó para ‘pie’ otra forma derivada igualmente de la raíz indoeuropea ped-, pes, pedis ―de donde, también, peatón, pedal, pedestal, etc.―. Podium ―de donde apoyar o puja, entre otros― adquirió dos significados diferentes: por un lado, era un banco de piedra adosado a la pared, nuestro poyo y poyete. Pero, también, en los anfiteatros, el podium era una plataforma elevada, una gradería amplia en la que se encontraban las localidades preferentes. De ahí que la palabra se entendiera también como ‘estrado’ o ‘lugar eminente’, que acabó ―le digo a Zalabardo―, por servir al mismo tiempo para designar lo que entendemos hoy como ‘cerro’ o ‘lugar de no mucha altura’.

            Así que, en España, tenemos que el término latino vale por poyo o poyete ―construcción―, como término deportivo, podio, ‘tarima sobre la que se suben los vencedores de una competición, como topónimos de lugares, ―poyo y puig en catalán, ‘otero, colina’― o de poblaciones ―Pueyo en Aragón, Poyo del Cid en Castilla, Poio en Galicia o Puigcerdà en Cataluña, por citar solo algunas poblaciones―.

            La toponimia sirve en muchas ocasiones para comprender los movimientos de poblaciones y la extensión por un territorio de unas culturas. Por ejemplo, castro- nos sirve para saber en qué lugares los romanos construyeron ciudades fortificadas. Castrojeríz, en Burgos, Castro Urdiales, en Cantabria, Castrillo Tejeriego, en Valladolid o Castrillo de Oviedo, en Palencia nos dan prueba de ello. El prefijo guad- nos informa de construcciones o denominaciones de ríos en zonas pobladas por musulmanes: Guarromán, Guadalupe, Guadalevín, Guadalquivir y muchas más.

 


          
Pero también hay casos en que los topónimos nos envuelven en dudas. Si Cádiz, una de las ciudades más antiguas de Europa, tiene claro su origen fenicio y su nombre Gadir, ‘recinto fortificado’, Málaga ―también fenicia― no tiene tan claro el suyo, puesto que son dos las teorías enfrentadas: que Malaka significa ‘factoría’ ―que parece lo más probable― o que señala la existencia de un templo del dios Melkart. Y más extraña podría resultar la razón del nombre de mi pueblo, Osuna. Se viene diciendo ―y en su escudo así se refleja― que el nombre procede del latín Ursus, ‘oso’. Sin embargo, Juan Collado Cañas viene defendiendo desde hace años que, cuando los romanos llegaron a esa zona, ya existía la población llamada Ursau ―de origen ibérico, como Urgao, Arjona, o Bursau, Borja― que significa ‘tierra de lagunas’ y que los romanos latinizaron como Urso.

            Por otra parte, la toponimia también nos encara con nombres que resultan realmente curiosos y que incluso mueven a risa. Por ejemplo, el lucense pueblo Vilapene no tiene nada que ver con lo que primero se nos viene a la cabeza, sino que está formado por el latín villa, ‘granja’ y el sobrenombre latino Pennus, por lo que su nombre significa ‘granja de Penno’. El toledano Pepino, pese a las leyendas que en el propio pueblo se defienden, probablemente deba su nombre a otro personaje romano, Papinius, nombre que era frecuente. O el granadino municipio Valderrubio, que adoptó en 1943 este nombre porque sus habitantes estaban avergonzados del nombre tradicional, Asquerosa, que, sin embargo, podía proceder del latín Aqua rosae, ‘agua de rosas’ o del árabe al-quaría, ‘alquería’.



            Le digo a mi amigo que dejo para el final de este repaso un topónimo realmente divertido y que Camilo José Cela estudia muy detenidamente en el primer volumen de su Diccionario secreto. El aeropuerto de Santiago de Compostela se encuentra en Labacolla ―o Lavacolla― población y río cercanos. Cela explica cómo el origen de ese nombre está en el latín coleo, ‘escroto’, y vulgarmente ‘cojón, testículo’. No se inventa nada, pues saca el dato del Codex Callixtinus, del francés Aymeric Picaud, que es la primera guía de viaje que se conoce en el mundo, pues describe pormenorizadamente todo el Camino de Santiago, con toda clase de detalles. Al mencionar los ríos que hay en el Camino, habla de un: «fluvius quídam qui distat ab urbe Sancti Iacobi duabus miliaris en nemoroso loco, qui Lavamentula dicitur, idcirco quia in eo gen Gallica peregrina ad Sanctum Iacobum tendens, non solum mentulas suas, verum etiam totus corporis sui sordes, apostoli amore lavari solet, vestimentis suis expoliata…» En resumidas cuentas, dice: «un río que dista unas dos millas de Santiago, en un lugar arbolado, al que llaman Lavamentula, porque los peregrinos franceses lavan allí no solo sus vergüenzas, sino también, desnudos, toda su ropa, antes de entrar en Santiago». Picaud usa el cultismo latino mentula, ‘miembro viril’, desaparecido en el español actual, aunque la gente común prefería usar colla, es decir, ‘testículos’, por lo que este topónimo significa, literalmente, Lavacojones.

sábado, marzo 08, 2025

LA ANTIPATÍA DE LA GRAMÁTICA

Decía un personaje de Valle-Inclándon Estrafalario, en el esperpento Los cuernos de don Friolera― que nuestro teatro clásico, a falta de la capacidad de transmitir la violencia estética que se encuentra, por ejemplo, en la Ilíada, «tiene toda la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática».

            Zalabardo sabe bien los años que he ejercido como profesor y las clases de gramática que he impartido. ¿Podría decir que los alumnos se divertían durante esas clases? Sinceramente, he de reconocer que no, que la gramática no es una disciplina que resulte atractiva para el alumnado; sabido es que todo cuanto sean reglas y normas estrictas repele al espíritu juvenil, ansioso de libertad. Las clases más amenas eran aquellas en que se dejaban a un lado las tediosas cuestiones de sintaxis o de morfología y mirábamos hacia otros aspectos de la lengua, como pudiera ser el de su función comunicativa. A mí me gustaba trufar las clases con chistes y adivinanzas ―«Dónde lleva aceituna la h? En el hueso»―. Confieso que alcancé fama de ser un malísimo contador de chistes.

            ¿Quiero decir con esto que la gramática debe ser desterrada de las clases? Por supuesto que no. Creo muy necesarias obras como la Nueva Gramática de la Academia o la Gramática descriptiva, de Ignacio Bosque, como también la Gramática descomplicada, de Álex Grijelmo. Pero no hay que abusar de ellas ante los alumnos. Por eso también me preguntaba muchas veces ―y me sigo haciendo la pregunta―: ¿Buscamos convertir a nuestros alumnos en eminentes y eruditos filólogos o conseguir que se comuniquen lo más correctamente posible en la lengua que adquirieron ya en su nacimiento?

            Pienso que lo segundo. A esta idea fui llegando al comparar mis clases con las de enseñanza de lenguas extranjeras. El Centro Virtual Cervantes, en 1998, publicó un interesante estudio de Irene Doval Reixa, de la Universidad de Santiago, y Mar Soliño Pasó, de la Universidad de Salamanca, Gramática y comunicación: ¿conceptos antitéticos?, en el que hablan de cómo en la enseñanza de lenguas extranjeras se produjo un proceso de desgramaticalización porque el aprendizaje de la gramática es incompatible con una enseñanza cuyo objetivo último sea la capacidad comunicativa.

 


           La experiencia enseña ―no sé cuántos profesores de lengua estarán de acuerdo conmigo― que la acumulación de reglas gramaticales no hace que nuestros alumnos se expresen mejor en público, acierten a exponer su pensamiento por escrito en el modo debido, redacten un CV cuando aspiren a un puesto de trabajo, entiendan mejor lo que han leído en un libro o en un periódico, u oído en la radio.

            ¿Qué hacer, entonces? En otro artículo, ¿Es necesario estudiar gramática para aprender un idioma? ―no recuerdo ahora la fecha― su autor, Álvaro Heras se pregunta cuál es la influencia real del estudio de la gramática en el dominio de un idioma. Llega a la conclusión de que lo mejor es aprender de forma subconsciente, sin necesidad de un estudio consciente de las reglas. Y pone un ejemplo muy simple. Un niño pequeño dirá en sus primeros años ―puesto que la lengua tiende a la regularidad―  yo no cabo o esto se ha rompido. Pero, a fuerza de escuchar en el contexto en que se mueve la manera de hablar de otros en quienes confía ―sus padres, sus maestros, los libros― acaba por decir quepo y roto sin necesidad de conocer las reglas sobre verbos irregulares españoles.

            Lo que le quiero decir a Zalabardo es que, sin abandonar la enseñanza de la gramática ―siempre será necesario el conocimiento de las reglas por las que se rige nuestro código― habría que prestar más atención a la mejora de la competencia comunicativa, que es el principal objetivo que pretendemos. Hacer que los alumnos lean, hablen en público, escriban… Y, sobre sus propias creaciones, ir explicando las reglas; pero no al revés. Que esto no se cumple del modo debido es la causa de que numerosos profesionales de la comunicación cometan errores que no deberían cometer, provocando que quienes los siguen incurran también en ellos. Hace unos días, en un periódico de prestigio leía: «El equipo de Ancelotti se adelanta en la eliminatoria de octavos ante un rival sólido impulsado por una genialidad de Brahim». ¿Es Brahim un genio de ese rival sólido o es integrante del equipo de Ancelotti? El texto hubiese quedado totalmente claro si se hubiera redactado, por ejemplo, «Una genialidad de Brahim adelanta al equipo de Ancelotti ante un rival sólido».

            Pocos días después, en el mismo medio, leo: «Aquel que se ofende cuando una mujer reclama igualdad debería pensar en porqué lo hace». Aquí, la redacción adecuada tendría que haber sido «pensar por qué lo hace» o «pensar en el porqué de lo que hace». Si un profesional no es capaz de usar correctamente porque, porqué, por que y por qué, ¿cómo pretenderemos que un hablante medio lo haga?



            Antes, cuando yo era pequeño, se nos enseñaban reglas muy simples de manera también simple. Por ejemplo, en un dictado se incluían frases de tipo «Ahí hay un hombre que dice ay», o «Cuando vaya al campo, saltaré la valla para coger bayas» y cosas de ese tipo. Sobre los propios textos del alumno se irían explicando las reglas. Así sabrían que, en una información sobre un suceso no debe decirse «Hubo un incendio, resultando heridas tres personas», sino «…un incendio, en el que resultaron heridas…». Se aprendería de manera natural ―subconsciente, dice Hervás― que el gerundio expresa anterioridad o simultaneidad, pero nunca posterioridad.

            El filólogo tiene obligación de conocer todo el conjunto de las reglas, como el ingeniero aeronáutico cuanto hay que saber de su materia; pero al hablante normal ―sin necesidad de saber qué sea pleonasmo, metátesis, solecismo y todas esas cosas― hay que dirigirlo a que conozca de manera intuitiva que es una barbaridad redactar un cartel que ponga «Prohibido el paso a todos los animales, excepto al burro del alcalde», que decir «Detrás de mí» es más correcto que «Detrás mía», que, aunque Arguiñano diga almóndiga, las que están «ricas, ricas y tienen fundamento» son las albóndigas, o que, en fin, si decimos que «estamos helados» o que «lo hemos visto», sobran los añadidos de frío o con mis propios ojos.

sábado, marzo 01, 2025

ANDALUCÍA

 


Puesto que cuando escribo este apunte es viernes, 28 de febrero, Día de Andalucía, le sugiero a Zalabardo que revisemos algunos textos que se le han dedicado a nuestra tierra. No es mi intención que hablemos de nuestro dialecto ―me parece innecesario insistir en su riqueza o en la obligación que tenemos de cuidarlo, o en la circunstancia de que fuese precisamente un andaluz, Antonio de Nebrija, quien escribiese la primera gramática del español―. Le pido que lo hagamos solo por dejar constancia documental ―frente a quienes aún sienten complejo por ser andaluces― del peso de nuestra historia y de nuestra influencia cultural en lo que llamamos España.

            Le propongo a mi amigo comenzar con palabras de Alfonso Grosso, que, en Andalucía, un mundo colonial, habla del espíritu integrador de esta parte de España: «No imaginaremos [en Andalucía] una postura nacionalista […] ni siquiera de regionalismo. […] En último término, se trata de todo lo contrario: de su deseo de incorporación en igualdad de condiciones al cuerpo nacional y la única verdad evidente es que […] cuando Andalucía despierta […] es capaz de cualquier cosa, como ponerle, por ejemplo, luminarias a todas las calles de Córdoba en pleno siglo X […] o levantar, como Sevilla, la torre más alta del mundo ―la Giralda― a finales del siglo XII». Y poco más adelante, señala: «Cuando buena parte de Europa no era más que un glaciar, y ni Roma era Roma, ni Grecia era siquiera Grecia aún, Andalucía era ya Andalucía. La Biblia hace referencia a ella cuando habla de los reyes de Tharsis, los primeros reyes andaluces».

            En efecto, en el primer libro de los Reyes (10,22), se lee hablando de Salomón: «La flota del rey se hacía a la vela, e iba la flota de Hiram una vez cada tres años a Tharsis a traer de allí oro y plata, y colmillos de elefantes y pavos reales». Y aunque sean muchas las discusiones de los especialistas, todo parece indicar que Tharsis no era sino el reino de Tartessos, en el sur peninsular, de cuyas minas de plata y oro habla Plinio en su Historia Natural.

            Tharsis, Al-Andalus, Andalucía. ¿De dónde nos proviene el nombre? Es difícil saberlo. Si las teorías circulan de norte a sur mantienen una idea, «tierra de los vándalos», uno de los pueblos germanos que vinieron a la Península. Si circulan de sur a norte, la idea es otra. No entremos en la discusión, pues no tenemos argumentos para inclinarnos hacia un lado o hacia el otro. Pero desde el sur, los propios judíos andalusíes ―al hablar de la tierra de Sefarad a la que se vieron expatriados― sostienen ―lo hace Moshe ben Ezra en su Libro de la Disertación y el Recuerdo― que el nombre Al-Ándalus que los musulmanes dieron a Sefarad procedía del gentilicio correspondiente a Andalisán, personaje que vivió en época del rey Ispán, relacionado a su vez con Aspamia, denominación utilizada en las tradiciones de la diáspora judía para esta tierra, de donde procederá también el Hispania latino. Dejamos ahí la cosa y, quien quiera puede añadir, quitar o buscar por donde le parezca mejor.

            José Manuel Cabra de Luna, presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, de Málaga, pronunció un Día de Andalucía de 2016 un discurso ―Elogio de Andalucía. Hacia un nuevo humanismo― en el que afirmaba: «Quiero recuperar a los andaluces que con su vida y con su obra nos han constituido, nos han hecho ser lo que somos y como somos». E iniciaba un repaso elogioso de la aportación en diferentes disciplinas de la cultura española por parte de esos andaluces. En esa relación aparecen los nombres de Ibn Gabirol, Maimónides, Avicena, San Isidoro, Averroes, Trajano, Adriano, Séneca, Turina, Falla, Bernardo de Gálvez, Nebrija, Velázquez, Picasso, Góngora, María Zambrano, Lorca, Machado, María Teresa León, Aleixandre, Cernuda… Y culmina: «Por lo que nos aportaron, los que vivimos en esta tierra tenemos la obligación de hacer de la cultura un territorio común».

 

           Le sugiero a Zalabardo que cerremos el breve apunte de hoy con palabras de Blas Infante en su Ideal andaluz: «Andalucía existe: no es preciso crearla. […] Se ha dicho que el pueblo andaluz no tiene historia […] La historia no es la narración de las bélicas manifestaciones de una continuada actividad guerrera. Esta será la historia de la barbarie humana. Según su verdadera concepción, la historia de un pueblo es la de su genio, pugnando siempre, a través de los obstáculos históricos, por explayar e imponer sus alientos civilizadores. Y esa historia la tiene Andalucía».

        Dejemos, pues, que otros se enzarcen en disputas defensoras de un nacionalismo trasnochado. Que a nosotros nos baste, simplemente, sentirnos orgullosos de ser andaluces.

sábado, febrero 22, 2025

ANTÓN PIRULERO

 

Así, Pirulero, es la forma que siempre he conocido del nombre de este personaje de una canción infantil con que se acompañaba un juego de prendas. Puestos en corro, a cada participante se le asignaba un oficio. Uno del grupo, colocado en el centro, iba señalando a los jugadores mientras todos cantaban: «Antón, Antón Pirulero, / cada cual, cada cual / que atienda a su juego / y el que no lo atienda / pagará una prenda». Al acabar la canción, aquel a quien se señalaba tenía que, mediante mímica, mostrar cuál era su oficio. Si no estaba atento y no reaccionaba a tiempo, tenía que pagar una prenda que recuperaría al final tras cumplir un castigo impuesto.

            Buscando quién pudiese ser este Antón ―le digo a Zalabardo―, me encuentro con dos sorpresas. Una ―menor― que en la mayor parte de los lugares se habla de Perulero, adjetivo que, según Covarrubias, se aplicaba a quienes regresaban del Perú, enriquecidos. Lo veo en Gabriel Celaya, que en su libro La voz de los niños habla de un viejo refrán ―«Antón Perulero, un cacharro, un día entero»― con el que se señala al distraído y perezoso y que ―nos dice― surge de la cancioncilla citada. La verdad es que no encuentro por ningún lado muestras de ese refrán, pero me queda la convicción de que la forma correcta debe ser Perulero y no mi Pirulero recordado. Además, me topo con la curiosidad de que, en 1861, se publicaba en Cuba una revista satírica dirigida por Manuel Hiráldez llamada Antón Perulero. Y que, en Buenos Aires, en 1875 se publicaba otra revista satírica del mismo título, esta dirigida por Juan Martínez Villergas, escritor satírico vallisoletano que emigró a América.

            A la pregunta que Zalabardo me hace sobre si este Perulero fue personaje real o producto de la leyenda, le contesto a mi amigo que esa ha sido la segunda sorpresa con que me he topado. Leo en varios sitios ―aunque en ninguno se acompaña el relato de prueba argumental sólida― que hubo en Granada un Antón Perulero que, en 1860, mató a su mujer, troceó su cuerpo y llevó sus restos a un molino para hacerlos desaparecer. Ese suceso sería origen de una canción que se hizo popular: «Antón Perulero / mató a su mujer, / la metió en un saco / y la mandó moler». En verdad es una historia espeluznante. No obstante, encuentro un trabajo de una escritora aragonesa, Marian Tarazona, que, en 2015 escribe cómo esta historia y canción ―con múltiples variantes― se encuentra en Sudamérica, donde la leyenda habla de un carnicero gachupín ―español que emigra y se queda a vivir en tierras americanas― que mató a su mujer de forma semejante a lo ya contado. A favor de esta tesis está la cantidad de versiones de la canción en diferentes países, aunque en cada sitio llaman al protagonista de manera diferente. Antonio Retoño en la región andina, Chico Perico en Nicaragua, Bicho Colorado en Argentina, Pancho Carancho en Cuba…

            Cómo llegó esta historia truculenta a convertirse en canción infantil para acompañar un juego es para mí un misterio. Tampoco es que me importe mucho solucionarlo. Le digo a mi amigo que traerla hoy aquí no ha sido por interés en descubrir la verdad de la historia y de la canción, sino para debatir con él un tema que debería preocuparnos más, el juego de los niños.

 


           De pequeños ―Zalabardo también los sabe― pasábamos bastantes horas en la calle. En mi pueblo ―y él en el suyo― se jugaba en las plazas, en las calles, en cualquier sitio, hasta caer agotados. Algunos juegos incluso tenían su tiempo, como los frutos y las estaciones: el trompo, las canicas ―en mi pueblo no usábamos esa palabra, sino bolas―, el tejo… Había juegos de grupos ―pídola, el salto del moro, policías y ladrones, el fútbol―. Las niñas tenían sus juegos ―la comba, el corro, la rayuela…― y había juegos mixtos ―el pañuelo, las prendas, el anillo…―.

            ¿Qué ha sido de todos aquellos juegos? Los tiempos han cambiado. Zalabardo y yo lo entendemos como entendemos que no se puede ser inmovilista, pues todo en la vida está sujeto a mudanza. Pero, aun siendo así, cuesta entender que hoy se juegue menos ―o se juegue de otra manera―. No es ya que se disponga de menos tiempo de ocio, pues las largas jornadas escolares tienen su prolongación en las numerosas actividades extraescolares. Más grave que eso nos parece que se pierdan los lugares donde desarrollar ese ocio. Las calles, con tanto coche rodando por ellas, se han vuelto peligrosas. Además, cuenta la alarma social; las familias tienen miedo y son remisas a dejar que sus hijos jueguen fuera de casa si no van acompañados.

 


           Pero todavía hay algo peor, porque se entiende menos. En aquellas calles en las que no hay tráfico, en muchas plazas y en muchos parques, no dejamos que los niños jueguen. Molesta que jueguen a la pelota, que vayan en bicicleta, o en patines. Tengo la prueba en mi calle, que es peatonal. Una suerte. Pues bien, los vecinos se quejan de que los niños molestan ―¿en qué cabeza cabe afirmar que molesta que los niños jueguen?― y el ayuntamiento, a petición de la asociación de vecinos, ha colocado una placa que prohíbe textualmente «jugar a la pelota y molestar a los vecinos».

            Lo más paradójico del caso es que luego se oyen quejas de que los niños son cada día más cerrados en sí mismos y menos imaginativos, que viven absortos ante una pantalla que refuerza la tendencia a jugar en soledad y que los hacen olvidar el sentido de la solidaridad. Resulta difícil ver jugar al trompo, a las bolas, a la comba, al corro, al salto del moro, al pañuelo, porque se han promocionado y fomentado juegos diferentes. Eso sí ―pensamos Zalabardo y yo―, los nuevos juegos tienen lugar en ambientes cerrados, claustrofóbicos, y no al aire libre, donde los niños puedan dar rienda suelta a todas sus energías.

sábado, febrero 15, 2025

HONOR, HONRA Y FRASES HISTÓRICAS

Suele leerse en algunos libros de Historia que el rey francés Francisco I, tras su derrota en la batalla de Pavía, 1525, y haber caído prisionero de las tropas germano-españolas de Carlos I, escribió una carta a su madre en la que le decía: «Todo se ha perdido, menos el honor». Y años más tarde, en 1865, también nos cuentan muchos libros de Historia que, derrotada la flota española por la inglesa y la estadounidense en la Guerra Hispano-Sudamericana, el almirante al mando, Casto Méndez Núñez, pronunció aquello de «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra».

            Nos encontramos en una situación peculiar: el enfrentamiento de dos palabras, honor y honra, que muchas veces confundimos y que nos hacen dudar sobre su uso. La cuestión es confusa, sobre todo si pensamos que ambas palabras tienen un mismo origen, el vocablo latino honor, oris, que puede traducirse como honor, honra, respeto, consideración o testimonio de estima hacia alguien. Un estudio de 2017 realizado por un equipo de la Universidad de Málaga explica cómo en nuestra sociedad sigue teniendo arraigo la llamada cultura del honor, que considera que el hombre es el encargado de cuidar a la familia, especialmente a las mujeres, contra cualquier conducta deshonrosa, normalmente relacionada con conductas sexuales. El Diccionario Etimológico Castellano En Líneaetimologias.dechile.net― sale en nuestra ayuda al llamarnos la atención sobre este doblete exclusivo de nuestra lengua e indicarnos que todo lo que se debata en torno a dichas palabras ―en especial si se asocia honra con sexo― procede del empleo que de ellas se hiciera en la mayor parte del teatro de los Siglos de Oro. Le pido a Zalabardo que recuerde aquello de «Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor…», de la comedia calderoniana El alcalde de Zalamea, o las comedias El médico de su honra, también de Calderón, o El villano en su rincón, de Lope. Existe un estudio de Claude Chauchadis, profesor de la Universidad de Burdeos, titulado Honor y honra o cómo se comete un error lexicológico, en que trata de explicar como una y otra palabra se han utilizado siempre indistintamente y no se puede señalar diferencia de significado entre ellas. Sin embargo, el tiempo ha ido consolidando ―sin que se deshaga la confusión― la creencia de que la honradez afecta de cintura para arriba y la honestidad, de cintura para abajo.

 


           Por eso le pido a Zalabardo que se fije en que honra y honor se usan de manera indiscriminada. O en que el Diccionario chileno citado nos advierte que reparemos en que la palabra latina honor no significa esas cualidades personales que con frecuencia les adjudicamos, sino que se refiere al premio público que se otorga a la persona que consideramos que obra con rectitud, decencia o dignidad. Sobre ella formó el español la dualidad honor/honra, así como honradez/honestidad. Le digo a mi amigo que, puestos a considerar el diferente sentido que tendemos a darles, el diccionario en el que encuentro una más certera definición es el de José Joaquín de Mora titulado Colección de Sinónimos de la Lengua Castellana, publicado en 1855. Allí leemos que «El honor consiste en el sentimiento de que el hombre se halla animado, en la conducta que se traza o en los principios que le sirven de norma en sus operaciones».  Y que «La honra depende de la opinión de las otras personas».

            Por tanto, el honor es algo intrínseco que depende solamente de nosotros y de nuestra manera de proceder según unas pautas morales. No es algo que se nos pueda quitar. La honra, en cambio, al depender de la opinión que los demás tienen de nosotros, sí es algo de lo que nos podemos sentir despojados en algún momento. Por eso damos como garantía de algo nuestra palabra de honor y por eso, como consecuencia de un determinado comportamiento, podemos perder la honra.

            Me pregunta, entonces, Zalabardo, por qué en el caso del rey francés se habla de honor y en el del marino español se habla de honra si ambos parecen referirse a lo mismo. Le respondo que precisamente por esos límites difusos que menciono. Traigo los ejemplos porque en ellos, las frases no parecen ajustarse a lo que en realidad dijeron sus sujetos, sino versiones extraídas por autores a los que les pareció que eran más interesantes que la realidad. También la Historia parece valerse en ocasiones de estos recursos.

 


           En el caso del rey Francisco I, esa carta en la que supuestamente había escrito a su madre tal cosa no se conservaba. Se hablaba, pues, de memoria, de lo que alguien creía recordar que allí se había escrito. Años más tarde, lo que se encontró fue una copia, que no la original. Esa copia comienza: «Señora: Para comunicaros cómo me ha tratado la mala fortuna, despojándome de todo, menos del honor y de la vida, que se han salvado […] he solicitado permiso para escribiros». Posiblemente, un historiador al que le pareció poco heroico eso de alegrarse de conservar la vida tras una humillante derrota, concentró la frase es ese «Todo se ha perdido, menos el honor», que suena mejor.

                En cuanto a la frase de Méndez Núñez, parece que tampoco fue esa. Y tampoco hay datos del todo fiables, porque unos dicen que la dirigía al Ministro de Estado, mientras otros sostienen que fue su contestación al jefe de la escuadra enemiga que solicitaba su rendición. En cualquier caso, parece que lo que dijo fue algo así como «Más vale sucumbir con gloria en mares enemigos que volver a España sin honra ni vergüenza».