Así, Pirulero, es la forma que siempre he conocido del nombre de este personaje de una canción infantil con que se acompañaba un juego de prendas. Puestos en corro, a cada participante se le asignaba un oficio. Uno del grupo, colocado en el centro, iba señalando a los jugadores mientras todos cantaban: «Antón, Antón Pirulero, / cada cual, cada cual / que atienda a su juego / y el que no lo atienda / pagará una prenda». Al acabar la canción, aquel a quien se señalaba tenía que, mediante mímica, mostrar cuál era su oficio. Si no estaba atento y no reaccionaba a tiempo, tenía que pagar una prenda que recuperaría al final tras cumplir un castigo impuesto.
Buscando quién pudiese ser este Antón
―le digo a Zalabardo―, me encuentro con dos sorpresas. Una ―menor― que en la
mayor parte de los lugares se habla de Perulero, adjetivo que,
según Covarrubias, se aplicaba a quienes regresaban del Perú, enriquecidos.
Lo veo en Gabriel Celaya, que en su libro La voz de los niños
habla de un viejo refrán ―«Antón Perulero, un cacharro, un día
entero»― con el que se señala al distraído y perezoso y que ―nos dice― surge de
la cancioncilla citada. La verdad es que no encuentro por ningún lado muestras
de ese refrán, pero me queda la convicción de que la forma correcta debe ser Perulero
y no mi Pirulero recordado. Además, me topo con la curiosidad de
que, en 1861, se publicaba en Cuba una revista satírica dirigida por Manuel
Hiráldez llamada Antón Perulero. Y que, en Buenos Aires, en
1875 se publicaba otra revista satírica del mismo título, esta dirigida por Juan
Martínez Villergas, escritor satírico vallisoletano que emigró a América.
A la pregunta que Zalabardo me hace
sobre si este Perulero fue personaje real o producto de la leyenda, le contesto
a mi amigo que esa ha sido la segunda sorpresa con que me he topado. Leo en
varios sitios ―aunque en ninguno se acompaña el relato de prueba argumental
sólida― que hubo en Granada un Antón Perulero que, en 1860, mató
a su mujer, troceó su cuerpo y llevó sus restos a un molino para hacerlos
desaparecer. Ese suceso sería origen de una canción que se hizo popular: «Antón
Perulero / mató a su mujer, / la metió en un saco / y la mandó moler».
En verdad es una historia espeluznante. No obstante, encuentro un trabajo de
una escritora aragonesa, Marian Tarazona, que, en 2015 escribe cómo esta
historia y canción ―con múltiples variantes― se encuentra en Sudamérica, donde
la leyenda habla de un carnicero gachupín ―español que emigra y se queda a
vivir en tierras americanas― que mató a su mujer de forma semejante a lo ya
contado. A favor de esta tesis está la cantidad de versiones de la canción en
diferentes países, aunque en cada sitio llaman al protagonista de manera
diferente. Antonio Retoño en la región andina, Chico Perico
en Nicaragua, Bicho Colorado en Argentina, Pancho Carancho
en Cuba…
Cómo llegó esta historia truculenta
a convertirse en canción infantil para acompañar un juego es para mí un
misterio. Tampoco es que me importe mucho solucionarlo. Le digo a mi amigo que
traerla hoy aquí no ha sido por interés en descubrir la verdad de la historia y
de la canción, sino para debatir con él un tema que debería preocuparnos más,
el juego de los niños.
De pequeños ―Zalabardo también los sabe― pasábamos bastantes horas en la calle. En mi pueblo ―y él en el suyo― se jugaba en las plazas, en las calles, en cualquier sitio, hasta caer agotados. Algunos juegos incluso tenían su tiempo, como los frutos y las estaciones: el trompo, las canicas ―en mi pueblo no usábamos esa palabra, sino bolas―, el tejo… Había juegos de grupos ―pídola, el salto del moro, policías y ladrones, el fútbol―. Las niñas tenían sus juegos ―la comba, el corro, la rayuela…― y había juegos mixtos ―el pañuelo, las prendas, el anillo…―.
¿Qué ha sido de todos aquellos
juegos? Los tiempos han cambiado. Zalabardo y yo lo entendemos como entendemos
que no se puede ser inmovilista, pues todo en la vida está sujeto a mudanza. Pero,
aun siendo así, cuesta entender que hoy se juegue menos ―o se juegue de otra
manera―. No es ya que se disponga de menos tiempo de ocio, pues las largas
jornadas escolares tienen su prolongación en las numerosas actividades
extraescolares. Más grave que eso nos parece que se pierdan los lugares donde
desarrollar ese ocio. Las calles, con tanto coche rodando por ellas, se han
vuelto peligrosas. Además, cuenta la alarma social; las familias tienen miedo y
son remisas a dejar que sus hijos jueguen fuera de casa si no van acompañados.
Pero todavía hay algo peor, porque se entiende menos. En aquellas calles en las que no hay tráfico, en muchas plazas y en muchos parques, no dejamos que los niños jueguen. Molesta que jueguen a la pelota, que vayan en bicicleta, o en patines. Tengo la prueba en mi calle, que es peatonal. Una suerte. Pues bien, los vecinos se quejan de que los niños molestan ―¿en qué cabeza cabe afirmar que molesta que los niños jueguen?― y el ayuntamiento, a petición de la asociación de vecinos, ha colocado una placa que prohíbe textualmente «jugar a la pelota y molestar a los vecinos».
Lo más paradójico del caso es que
luego se oyen quejas de que los niños son cada día más cerrados en sí mismos y
menos imaginativos, que viven absortos ante una pantalla que refuerza la
tendencia a jugar en soledad y que los hacen olvidar el sentido de la
solidaridad. Resulta difícil ver jugar al trompo, a las bolas, a la comba, al
corro, al salto del moro, al pañuelo, porque se han promocionado y fomentado
juegos diferentes. Eso sí ―pensamos Zalabardo y yo―, los nuevos juegos tienen
lugar en ambientes cerrados, claustrofóbicos, y no al aire libre, donde los
niños puedan dar rienda suelta a todas sus energías.
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