sábado, febrero 22, 2025

ANTÓN PIRULERO

 

Así, Pirulero, es la forma que siempre he conocido del nombre de este personaje de una canción infantil con que se acompañaba un juego de prendas. Puestos en corro, a cada participante se le asignaba un oficio. Uno del grupo, colocado en el centro, iba señalando a los jugadores mientras todos cantaban: «Antón, Antón Pirulero, / cada cual, cada cual / que atienda a su juego / y el que no lo atienda / pagará una prenda». Al acabar la canción, aquel a quien se señalaba tenía que, mediante mímica, mostrar cuál era su oficio. Si no estaba atento y no reaccionaba a tiempo, tenía que pagar una prenda que recuperaría al final tras cumplir un castigo impuesto.

            Buscando quién pudiese ser este Antón ―le digo a Zalabardo―, me encuentro con dos sorpresas. Una ―menor― que en la mayor parte de los lugares se habla de Perulero, adjetivo que, según Covarrubias, se aplicaba a quienes regresaban del Perú, enriquecidos. Lo veo en Gabriel Celaya, que en su libro La voz de los niños habla de un viejo refrán ―«Antón Perulero, un cacharro, un día entero»― con el que se señala al distraído y perezoso y que ―nos dice― surge de la cancioncilla citada. La verdad es que no encuentro por ningún lado muestras de ese refrán, pero me queda la convicción de que la forma correcta debe ser Perulero y no mi Pirulero recordado. Además, me topo con la curiosidad de que, en 1861, se publicaba en Cuba una revista satírica dirigida por Manuel Hiráldez llamada Antón Perulero. Y que, en Buenos Aires, en 1875 se publicaba otra revista satírica del mismo título, esta dirigida por Juan Martínez Villergas, escritor satírico vallisoletano que emigró a América.

            A la pregunta que Zalabardo me hace sobre si este Perulero fue personaje real o producto de la leyenda, le contesto a mi amigo que esa ha sido la segunda sorpresa con que me he topado. Leo en varios sitios ―aunque en ninguno se acompaña el relato de prueba argumental sólida― que hubo en Granada un Antón Perulero que, en 1860, mató a su mujer, troceó su cuerpo y llevó sus restos a un molino para hacerlos desaparecer. Ese suceso sería origen de una canción que se hizo popular: «Antón Perulero / mató a su mujer, / la metió en un saco / y la mandó moler». En verdad es una historia espeluznante. No obstante, encuentro un trabajo de una escritora aragonesa, Marian Tarazona, que, en 2015 escribe cómo esta historia y canción ―con múltiples variantes― se encuentra en Sudamérica, donde la leyenda habla de un carnicero gachupín ―español que emigra y se queda a vivir en tierras americanas― que mató a su mujer de forma semejante a lo ya contado. A favor de esta tesis está la cantidad de versiones de la canción en diferentes países, aunque en cada sitio llaman al protagonista de manera diferente. Antonio Retoño en la región andina, Chico Perico en Nicaragua, Bicho Colorado en Argentina, Pancho Carancho en Cuba…

            Cómo llegó esta historia truculenta a convertirse en canción infantil para acompañar un juego es para mí un misterio. Tampoco es que me importe mucho solucionarlo. Le digo a mi amigo que traerla hoy aquí no ha sido por interés en descubrir la verdad de la historia y de la canción, sino para debatir con él un tema que debería preocuparnos más, el juego de los niños.

 


           De pequeños ―Zalabardo también los sabe― pasábamos bastantes horas en la calle. En mi pueblo ―y él en el suyo― se jugaba en las plazas, en las calles, en cualquier sitio, hasta caer agotados. Algunos juegos incluso tenían su tiempo, como los frutos y las estaciones: el trompo, las canicas ―en mi pueblo no usábamos esa palabra, sino bolas―, el tejo… Había juegos de grupos ―pídola, el salto del moro, policías y ladrones, el fútbol―. Las niñas tenían sus juegos ―la comba, el corro, la rayuela…― y había juegos mixtos ―el pañuelo, las prendas, el anillo…―.

            ¿Qué ha sido de todos aquellos juegos? Los tiempos han cambiado. Zalabardo y yo lo entendemos como entendemos que no se puede ser inmovilista, pues todo en la vida está sujeto a mudanza. Pero, aun siendo así, cuesta entender que hoy se juegue menos ―o se juegue de otra manera―. No es ya que se disponga de menos tiempo de ocio, pues las largas jornadas escolares tienen su prolongación en las numerosas actividades extraescolares. Más grave que eso nos parece que se pierdan los lugares donde desarrollar ese ocio. Las calles, con tanto coche rodando por ellas, se han vuelto peligrosas. Además, cuenta la alarma social; las familias tienen miedo y son remisas a dejar que sus hijos jueguen fuera de casa si no van acompañados.

 


           Pero todavía hay algo peor, porque se entiende menos. En aquellas calles en las que no hay tráfico, en muchas plazas y en muchos parques, no dejamos que los niños jueguen. Molesta que jueguen a la pelota, que vayan en bicicleta, o en patines. Tengo la prueba en mi calle, que es peatonal. Una suerte. Pues bien, los vecinos se quejan de que los niños molestan ―¿en qué cabeza cabe afirmar que molesta que los niños jueguen?― y el ayuntamiento, a petición de la asociación de vecinos, ha colocado una placa que prohíbe textualmente «jugar a la pelota y molestar a los vecinos».

            Lo más paradójico del caso es que luego se oyen quejas de que los niños son cada día más cerrados en sí mismos y menos imaginativos, que viven absortos ante una pantalla que refuerza la tendencia a jugar en soledad y que los hacen olvidar el sentido de la solidaridad. Resulta difícil ver jugar al trompo, a las bolas, a la comba, al corro, al salto del moro, al pañuelo, porque se han promocionado y fomentado juegos diferentes. Eso sí ―pensamos Zalabardo y yo―, los nuevos juegos tienen lugar en ambientes cerrados, claustrofóbicos, y no al aire libre, donde los niños puedan dar rienda suelta a todas sus energías.

sábado, febrero 15, 2025

HONOR, HONRA Y FRASES HISTÓRICAS

Suele leerse en algunos libros de Historia que el rey francés Francisco I, tras su derrota en la batalla de Pavía, 1525, y haber caído prisionero de las tropas germano-españolas de Carlos I, escribió una carta a su madre en la que le decía: «Todo se ha perdido, menos el honor». Y años más tarde, en 1865, también nos cuentan muchos libros de Historia que, derrotada la flota española por la inglesa y la estadounidense en la Guerra Hispano-Sudamericana, el almirante al mando, Casto Méndez Núñez, pronunció aquello de «Más vale honra sin barcos que barcos sin honra».

            Nos encontramos en una situación peculiar: el enfrentamiento de dos palabras, honor y honra, que muchas veces confundimos y que nos hacen dudar sobre su uso. La cuestión es confusa, sobre todo si pensamos que ambas palabras tienen un mismo origen, el vocablo latino honor, oris, que puede traducirse como honor, honra, respeto, consideración o testimonio de estima hacia alguien. Un estudio de 2017 realizado por un equipo de la Universidad de Málaga explica cómo en nuestra sociedad sigue teniendo arraigo la llamada cultura del honor, que considera que el hombre es el encargado de cuidar a la familia, especialmente a las mujeres, contra cualquier conducta deshonrosa, normalmente relacionada con conductas sexuales. El Diccionario Etimológico Castellano En Líneaetimologias.dechile.net― sale en nuestra ayuda al llamarnos la atención sobre este doblete exclusivo de nuestra lengua e indicarnos que todo lo que se debata en torno a dichas palabras ―en especial si se asocia honra con sexo― procede del empleo que de ellas se hiciera en la mayor parte del teatro de los Siglos de Oro. Le pido a Zalabardo que recuerde aquello de «Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor…», de la comedia calderoniana El alcalde de Zalamea, o las comedias El médico de su honra, también de Calderón, o El villano en su rincón, de Lope. Existe un estudio de Claude Chauchadis, profesor de la Universidad de Burdeos, titulado Honor y honra o cómo se comete un error lexicológico, en que trata de explicar como una y otra palabra se han utilizado siempre indistintamente y no se puede señalar diferencia de significado entre ellas. Sin embargo, el tiempo ha ido consolidando ―sin que se deshaga la confusión― la creencia de que la honradez afecta de cintura para arriba y la honestidad, de cintura para abajo.

 


           Por eso le pido a Zalabardo que se fije en que honra y honor se usan de manera indiscriminada. O en que el Diccionario chileno citado nos advierte que reparemos en que la palabra latina honor no significa esas cualidades personales que con frecuencia les adjudicamos, sino que se refiere al premio público que se otorga a la persona que consideramos que obra con rectitud, decencia o dignidad. Sobre ella formó el español la dualidad honor/honra, así como honradez/honestidad. Le digo a mi amigo que, puestos a considerar el diferente sentido que tendemos a darles, el diccionario en el que encuentro una más certera definición es el de José Joaquín de Mora titulado Colección de Sinónimos de la Lengua Castellana, publicado en 1855. Allí leemos que «El honor consiste en el sentimiento de que el hombre se halla animado, en la conducta que se traza o en los principios que le sirven de norma en sus operaciones».  Y que «La honra depende de la opinión de las otras personas».

            Por tanto, el honor es algo intrínseco que depende solamente de nosotros y de nuestra manera de proceder según unas pautas morales. No es algo que se nos pueda quitar. La honra, en cambio, al depender de la opinión que los demás tienen de nosotros, sí es algo de lo que nos podemos sentir despojados en algún momento. Por eso damos como garantía de algo nuestra palabra de honor y por eso, como consecuencia de un determinado comportamiento, podemos perder la honra.

            Me pregunta, entonces, Zalabardo, por qué en el caso del rey francés se habla de honor y en el del marino español se habla de honra si ambos parecen referirse a lo mismo. Le respondo que precisamente por esos límites difusos que menciono. Traigo los ejemplos porque en ellos, las frases no parecen ajustarse a lo que en realidad dijeron sus sujetos, sino versiones extraídas por autores a los que les pareció que eran más interesantes que la realidad. También la Historia parece valerse en ocasiones de estos recursos.

 


           En el caso del rey Francisco I, esa carta en la que supuestamente había escrito a su madre tal cosa no se conservaba. Se hablaba, pues, de memoria, de lo que alguien creía recordar que allí se había escrito. Años más tarde, lo que se encontró fue una copia, que no la original. Esa copia comienza: «Señora: Para comunicaros cómo me ha tratado la mala fortuna, despojándome de todo, menos del honor y de la vida, que se han salvado […] he solicitado permiso para escribiros». Posiblemente, un historiador al que le pareció poco heroico eso de alegrarse de conservar la vida tras una humillante derrota, concentró la frase es ese «Todo se ha perdido, menos el honor», que suena mejor.

                En cuanto a la frase de Méndez Núñez, parece que tampoco fue esa. Y tampoco hay datos del todo fiables, porque unos dicen que la dirigía al Ministro de Estado, mientras otros sostienen que fue su contestación al jefe de la escuadra enemiga que solicitaba su rendición. En cualquier caso, parece que lo que dijo fue algo así como «Más vale sucumbir con gloria en mares enemigos que volver a España sin honra ni vergüenza».

sábado, febrero 08, 2025

PONERSE LAS BOTAS

Juan Pablo Martín, profesor de la Universidad Federal de Pernambuco, es autor de un breve e interesante trabajo titulado Frases hechas, modismos y refranes en el que intenta deslindar lo que diferencia a unas construcciones de otras. Su artículo es interesante para todo aficionado a la paremiología, la ciencia lingüística que estudia los refranes, proverbios, adagios, frases hechas modismos, locuciones y demás, porque en ella hallamos una especie de totum revolutum, pues vemos mezcladas cosas que no deberían estarlo. En mi pueblo dirían que es un batiburrillo, y en otros ambientes ― de la música ha pasado a la informática y a la gastronomía―, un mix, palabra no recogida por el diccionario académico, pero sí por el de Manuel Seco.

            Sostiene este autor que conocer el mundo supone un conocimiento factual acerca del país en que se habla un idioma y que ese idioma lo que nos permite acceder a su Cultura ―con mayúsculas―, reconocible la literatura, el arte, el pensamiento…, y también a su cultura ―con minúscula―, observable en la vida diaria, las relaciones personales, los valores o las creencias. En este segundo tipo de cultura podemos incluir los refranes, las frases hechas, las locuciones y toda esa gama léxica a la que se refiere la paremiología.

            Ramón J. Sender publicó hace ya años, en 1962 ―hace ya más de sesenta años―, La tesis de Nancy, novela que ayuda a conocer esta peculiar parcela de un idioma ―en este caso el nuestro― y cuya lectura solía recomendarse a escolares de secundaria. La protagonista es una joven estadounidense ―me parece poco procedente decir americana, término del que se ha adueñado Trump, un ricachón palurdo que parece ignorar que América va desde el Promontorio de Murchison, en Canadá, hasta el cabo Froward, o Morro de Santa Águeda, en Chile―. Nancy es estudiante de antropología que viene a Sevilla para estudiar el folclore de nuestra tierra. Las cartas que escribe a su prima Betsy son desternillantes, sobre todo cuando cuenta sus problemas con nuestro idioma. Los ejemplos son numerosísimos, pero escojo uno: a Nancy le cuentan una reyerta entre dos personas cuyo resultado ha sido que una de ella ha dado mulé a la otra; como la joven no entiende, pide explicación y le contestan que lo han despachao; aun así no entiende y le van respondiendo que la ha palmao, que ha estirao la pata, que lo han hecho hincar el pico o que lo han dejao seco en el sitio. Solo cuando, tras mucho insistir, le aclaran que uno de los litigantes ―para vengar a un pariente― ha dado muerte al otro, la pobre Nancy comprende la realidad. Según el estudio del profesor de Pernambuco, estirar la pata o dejar seco, por citar estos dos giros, son modismos.


            He recordado esto porque Zalabardo ha tenido parte en un conflicto en que lo han acusado de que siempre coge el rábano por las hojas, a lo que mi amigo ha respondido a la otra persona diciéndole que ella siempre se va por las ramas. La pobrecita Nancy de la novela tendría dificultades para entender lo que mi amigo y la otra persona se dicen. Porque tanto tomar el rábano por las hojas ―es preferible usar tomar mejor que coger― como irse por las ramas son locuciones o modismos muy abundantes en el habla coloquial.

            ¿Es igual una locución que un refrán? La respuesta es rotunda: no. Aunque puedan ser parientes. Juan Pablo Martín, en su artículo citado, prefiere llamar a las primeras frases hechas o modismos y dicen que son «metáforas lexicalizadas semánticamente opacas», definición que entenderemos si atendemos a las diferencias que va señalando: los modismos, aunque, como los refranes, suelen tener un origen popular y tradicional, no tienen un significado que se corresponda literalmente con el de las palabras que los integran, por lo que resultan difíciles de traducir a otro idioma; los modismos no suelen contener ninguna clase de sentencia o consejo; y los modismos tienen la apariencia de proceder de expresiones más amplias que solemos desconocer. Le pongo a mi amigo un ejemplo. Ponerse las botas ―que es un modismo― significa ‘enriquecerse, sacar provecho de algo o hartarse de algo placentero’. ¿Cómo hacer que entendiera esto la joven Nancy? Tendríamos que contarle que, en otros tiempos, calzar botas era signo de poder económico. La gente humilde, por lo común, iba descalza o a lo más que podía aspirar era a llevar zapatos. Ponerse unas botas, pues, era ascender en la escala social. En cambio, A quien buen árbol se arrima buena sombra lo cobija es un refrán que fácilmente se entiende y puede ser traducido sin problema a cualquier idioma. Su sentido, literal y figurado es claro: conviene acercarse a quien puede suponernos algún provecho. Lo de las botas necesita una explicación; lo del árbol, no.

            Por lo dicho, queda claro que son modismos Por todo lo alto, Sin ton ni son, Llevarse el gato al agua, No tener vela en un entierro… Y que son refranes, en cambio, A quien madruga, Dios le ayuda, Haz rico a un asno y pasará por sabio, Más vale pájaro en mano que ciento volando… Creo que es fácil ver la diferencia.



            A mi amigo lo acusan de tomar el rábano por las hojas, es decir, de interpretar torcidamente lo que se le dice confundiendo lo accesorio con lo principal, como quien, ante esta planta crucífera, pretende aprovechar las hojas ásperas despreciando la carnosa raíz que es en realidad lo valioso. Y mi amigo se ha defendido acusando a su oponente de irse por las ramas, es decir, de obviar el elemento principal que es el tronco ―hace muchos siglos, un socarrón fraile riojano dijo Dejemos la corteza, en el meollo entremos― para prestar atención únicamente a lo que son ramas que tienen un valor secundario e incluso pueden sobrar.

            Cuando Zalabardo pide mi parecer acerca de quién tiene la razón, le contesto que quizá nada sea verdad ni mentira, pues las cosas varían según el cristal con que se miran. Eso no es modismo, sino que se acerca más al refrán, y nos indica que todo depende del punto de vista que se adopte y de qué considere cada uno qué es rábano y qué es hoja o qué es tronco y qué rama en el asunto que origina la discusión. Y le pongo un ejemplo sencillo. El Estado tiene la obligación de ofrecer a todos los ciudadanos una educación universal y gratuita en las escuelas públicas. El ciudadano tiene libertad para renunciar a este derecho y optar por una enseñanza más elitista en un centro privado. La cuestión no estriba en si es mejor el centro público o el privado ―en los dos lados hay buenos y malos―, sino que, si ese ciudadano elige para sus hijos un centro que, con independencia de su calidad, ha sido montado como negocio, tendrá que pagar lo que esa empresa le pida. El Estado paga una enseñanza idéntica para todos. Si yo quiero una diferente, el Estado no tiene obligación de costeármela. En el debate que sobre la cuestión se plantee solo necesitamos saber de qué lado estamos. Los rábanos y las ramas importan un pimiento, que también es un modismo.


sábado, febrero 01, 2025

LAS MUJERES TONTAS Y EL FRUTERO DESAPRENSIVO

 

Zalabardo conoce ―como también la mayoría de mis amigos y allegados― que no me gusta enviar ni recibir determinado tipo de mensajes. Y, sin embargo, abundan quienes, por despiste (quiero usar una palabra suave), me siguen haciendo envíos de una naturaleza tal que, si yo les correspondiese de la misma manera, se ofenderían. El quid de la cuestión estriba no ya en que a una persona así se la pueda acusar de falta de prudencia; es que ―eso es más grave― peca de debilidad de criterio por no saber analizar el contenido de lo que envía ni saber por qué lo hace. Es un error que todos podemos cometer ―hay más personas que actúan de este modo― y que pudiera achacarse al modo en que sobre nosotros actúan las redes o quienes ―en la sombra― las manejan.

            Esa es la razón de mi desencanto ante lo que ―pudiendo ser positivo en esencia― termina por crearnos más conflictos que beneficios―. El misterioso algoritmo que rige las redes, que nos fuerza a comportarnos de una forma irreflexiva y crea en nosotros una dependencia no deseada es la causa de que, de manera pausada ―pues pienso que nada hay que hacer llevados por la urgencia de un calentón― me vaya separando de grupos de wasap, de listas de difusión y de redes varias. Sabe mi amigo que nunca he usado más que Facebook, donde me limito a comentar con mis amigos lo que publico, la experiencia de mis viajes, la impresión que me ha dejado un libro o una película y poco más. Bueno sí, también para ver las fotos de José Ramón San José y de Paco Martín Cobos, los maravillosos dibujos de Carlos Rodríguez, el diario saludo poético de Pepe Infante, las divulgaciones botánicas de José Luis Rodríguez y pocas cosas más. Es decir, las redes son un elemento que nos acerca.

            Debería quedar claro con lo dicho que no soy enemigo de las redes. Todo lo que suponga un avance es positivo y cualquier tiempo pasado, aparte de ser más antiguo, no tiene por qué ser mejor. Le pido a Zalabardo que recuerde cuando ―hacia 1980― se extendió el sistema operativo MS-DOS. Fue el compañero y amigo Carlos Rodríguez quien, en el instituto, nos impartió un cursillo sobre su funcionamiento. Creyendo en las posibilidades que aquello proporcionaba, comencé a utilizar el editor de textos que traía incorporado. Cuando no mucho después apareció Windows, asistí a un curso en el Centro de Profesores, porque aquel sistema de ventanas era una auténtica revolución. Poco antes del 2000 apareció Blogger y, en 2006 me integré entre los blogueros y, como sentía cierto reparo hacia la palabra blog, llamé a este en el que ahora escribo La Agenda de Zalabardo. Por fin, sobre 2005 apareció también Facebook y, en el 2015, me abrí mi cuenta, muro o como se le quiera llamar.


            No soy, pues, enemigo de las nuevas tecnologías y ―aunque por la edad siempre vaya atrasado― me honro de haber estado al lado de quienes comenzaron a utilizarlas en las aulas. Me serví de ellas cuando impartía una asignatura optativa llamada Medios de Comunicación. Y me esforzaba en inculcar en mis alumnos un sentido crítico frente a la comunicación, porque intuía cómo podían afectar aquellas técnicas a la información. Les pedía que pusiesen cuidado para diferenciar qué hay de verdad en cuanto nos llega por los diferentes medios y qué hay que desechar. Entonces no se hablaba todavía de fakes, pero ya existían. Quizá donde más ―en aquellos años― en la guerra comercial entre empresas para ganar clientes o privar de ellos a otras. Les repetía ―los alumnos me llamaban pesado por mi insistencia― que nunca tener más cantidad de información supone saber más.

            De aquellos tiempos a hoy las cosas han cambiado una barbaridad. Y no siempre para bien. Las nuevas técnicas avanzan con mayor rapidez que la formación de los usuarios para moverse entre ellas con garantías. Los medios nos apabullan. Estamos bastante indefensos frente a ellos. No digamos nada si tenemos en cuenta la IA. Aconsejo leer el último libro, Nexus, de Yuval Noah Harari que, con abundante y fiable documentación, nos muestra que, en nuestra época, quien domina la comunicación es dueño del poder. ¿Hace falta hablar de Zuckerberg o de Musk y cómo consiguen que el mundo se mueva a su capricho? Por lo pronto, las compañías de ambos se niegan a establecer filtros de control que impidan la circulación de informaciones falsas o tendenciosas. Y ambos lo hacen con un argumento que, en este caso, vale poco, el de la libertad de expresión, porque con sus redes, lo que en verdad hacen es desposeer a los usuarios de su capacidad de análisis y proporcionarles una información adictiva y malévola a la vez. Ahí tenemos el ejemplo de las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos.



            Zalabardo me llama la atención en el sentido de que yo parecía haber comenzado hablando de un caso concreto y me he elevado hasta consideraciones más universales. Le pido paciencia ―la edad a veces me hace entrar en digresiones que podrían sobrar― y voy a lo que me pide, que es lo que le interesa. Hace unos días, una persona ―conocida y querida por mí― me envió un vídeo que, en mi opinión, aguanta poco ante un análisis serio. Para atacar al presidente del país ―Zalabardo sabe que, aunque me declaro progresista, el presidente Sánchez no goza de todas mis simpatías― un joven ―algo madurito ya y con vestimenta al más puro estilo cayetano― explica la razón del no al reciente decreto que le han tumbado al Gobierno. El mensaje que más o menos subliminalmente transmite este joven es que su madre, como la mayor parte de las madres y los jubilados, no entienden qué es eso del Congreso y de las leyes. Él es listo y su madre, como el resto de las mujeres, algo lenta de entendederas y necesita que se le den las cosas bien masticadas. Los jubilados ya son torpes por el simple hecho de ser mayores. Para él, su madre ―y el resto de las mujeres― necesitan parábolas cercanas a lo que sí entienden, ir al mercado, por ejemplo. Cuando su madre va a comprar naranjas, el frutero ―de quien sobra decir que es un sinvergüenza timador― le da primero dos o tres naranjas buenas para meterle después, «de extranjis» y con la cháchara, varias naranjas «chuchurrías» ―según calificación del cayetano― que ella jamás aceptaría. Significado de la parábola: el frutero timador es el presidente del Gobierno y su madre, el resto de las mujeres y los jubilados pobres desamparados que están en Babia y no se enteran de nada. Afortunadamente, este cayetano y los suyos están para acudir en su auxilio.

            «¿Qué conclusión sacas tú?», me pregunta Zalabardo. Pues que este bien intencionado joven madurito ―o quien esté detrás― tiene muy poca confianza en la capacidad intelectual de su madre y, por ende, del conjunto de las mujeres; como tampoco la tiene en los jubilados, que mejor harían en morirse cuanto antes. Pero es que, aparte de las mentiras que dice, pues sus «argumentos» podrían rebatirse fácilmente, convierte a los fruteros, y por ende a cualquier vendedor, en un sinvergüenza dispuesto a engañar al primero que se le ponga por delante. Por eso no queda más solución que cargarse al presidente del Gobierno.

            Le digo a Zalabardo que todo tiene un límite. Y que he comenzado a borrarme de ciertos grupos, a visitar menos redes y a bloquear ciertos contactos que ―por su actitud, que no ideología, que siempre respetaré aunque no comparta― parecen más dispuestos a la gresca que al intercambio civilizado de pareceres. No es posible ni recomendable que todos pensemos lo mismo, pero cualquier debate debe plantearse desde la racionalidad, no desde el fanatismo.