sábado, noviembre 29, 2025

EL IMPARABLE ASCENSO DEL TUTEO

Antes de hablar de las formas de tratamiento, siento necesidad de comentar con Zalabardo algo que quizá algunos ignoren. El Diccionario de Autoridades, primero que publicó la RAE y compuesto entre 1726 y 1739, recibe ese nombre porque para ilustrar cada significado de las palabras que contiene, aporta uno o más ejemplos que documentan su uso, pues ese es uno de los significados de autoridad, texto o expresión que se cita en apoyo de lo que se dice.

            Un académico recientemente fallecido, Javier Marías, defensor de la libertad de la lengua como extensión de la libertad del pensamiento y muy crítico con el mal uso que de ella hacen no pocos periodistas, escritores y personajes de relevancia, de los que afirmaba que parecen mostrar «una total ausencia de instalación en su propio idioma» decía, sin embargo, que cualquier forma de imposición en el lenguaje es «una intromisión intolerable en nuestra habla y en nuestro pensamiento».

            Otro académico, Arturo Pérez-Reverte, saliendo al paso de una propuesta para suprimir cualquier metáfora bélica cuando se habla del cáncer ―batalla, lucha, ganar/perder…―, escribió: «Por una vez (sin que sirva de precedente y me disculpo de antemano por ello) permítanme ser grosero: Me va a regular el uso de las palabras su puta madre.»

            Y un tercer académico y novelista también, Javier Cercas, afirmaba la otra noche que «la gramática debería ocuparse de la forma en que se habla y no de la forma en que habría que hablar»

            Por fin, le recuerdo a mi amigo que si Juan de Valdés decía en el siglo XVI «escribo como hablo», hoy podríamos aceptar su frase como norma que valida la naturalidad en el idioma y la libertad consciente en su empleo. Porque ni todo el mundo habla ni escribe de igual manera, razón que explica que la lengua cambie y se vaya modificando con el paso de los años.

            La Nueva gramática de la lengua española define las formas de tratamiento como las variantes pronominales que se eligen para dirigirse a alguien en función de la relación social que existe entre el emisor y el receptor (, usted, vos…) o los grupos nominales que se usan para referirse a algún destinatario de forma cortés o respetuosa o en función de su rango, dignidad o posición jerárquica (don, Majestad, Ilustrísima, Señoría…). Pero la NGLE, que es una obra descriptiva y no prescriptiva, es decir, que explica los usos sin imponer ninguno, comienza por reconocer la variedad de factores que intervienen, según épocas y contextos, en la elección de estas formas.

           Y así, comienza a hacer diferentes matizaciones. Señala como primer factor la distinción entre el trato de confianza o familiaridad y el trato de respeto. Utilizamos para dirigirnos a quienes consideramos iguales y a quienes nos sentimos unidos por lazos de confianza. Pero tratamos de usted a quien desconocemos, a los mayores de edad o a quienes consideramos superiores en rango. Aparte de eso, debemos distinguir lo que es un tratamiento simétrico de otro asimétrico. En el primero hablamos de comunicación entre iguales que utilizan la misma forma (ya sea o usted). El tratamiento es asimétrico si los interlocutores no se consideran miembros de la misma jerarquía y uno de ellos emplea usted, mientras el otro emplea . Además, la Gramática habla de un tratamiento estable o permanente, si en cualquier situación se emplea la misma forma; y de un tratamiento circunstancial, si abandonamos la forma de respeto cuando nos dirigimos a quien pensamos que ha cometido un acto reprobable. Por ejemplo, si vemos cometer una imprudencia conduciendo a una persona a la que tratamos normalmente con respeto y le gritamos «¿Pero qué haces

            Si eso ―le apunto a Zalabardo― es la teoría, al revisar la historia se ve el cambio que va experimentando la lengua, sin necesidad de que nadie imponga nada. Porque la lengua es un organismo autónomo en el que no hay que aplicar ningún criterio artificial, provenga de donde provenga. La política, algunas organizaciones, el comercio, las religiones… quieren adaptar la lengua a su capricho. Craso error que solo conduce a ese instalarse fuera del propio idioma que denuncian las palabras de Marías y Pérez-Reverte y que rompen la naturalidad que defendía Valdés.

            En latín, no existía más forma de tratamiento que . En la Edad Media, en cambio, comenzó a utilizarse vos entre iguales y se reservaba para los de inferior categoría. En el español clásico, siglos XVI y XVII, el tuteo era muy poco frecuente. Podemos decir que predominaba la forma usted como forma de respeto y se reservaba para los inferiores. En el XIX era el grado de confianza el que decidía todo. Emplear usted era lo usual entre toda clase de personas, salvo que se llegara a un alto grado de confianza o familiaridad. Pero el factor respeto tenía mucha fuerza y eso explica que incluso en el seno familiar los hijos tratasen de usted a sus progenitores. Será a principios del siglo XX cuando, con la aparición de movimientos políticos defensores del igualitarismo, comience a generalizarse el empleo de , que ya en la segunda mitad del siglo XX va adquiriendo una creciente hegemonía. Y, en la actualidad, se va generalizando con fuerza , salvo en situaciones formales.

            No obstante ―le digo a Zalabardo― mi criterio me indica que, sea cual sea la situación, debiéramos ajustarnos al principio de respeto/confianza. No tengo dificultad para aceptar, porque ayuda a crear una situación de confianza, que se utilice entre profesores y alumnos ―o situaciones similares―, siempre guardando el respeto mutuo debido. Pero, sin ser enemigo del tuteo, tengo la costumbre de dirigirme con usted a cualquier persona que no conozco. Por eso veo carente de delicadeza que en un restaurante, en un supermercado, en un servicio de atención telefónica, etc., se utilice el tuteo indiscriminado frente a desconocidos―aunque no haya intención de faltar al respeto―.       

            Lo que de verdad me revienta ―le digo a Zalabardo― es que se valgan de señoría mjuchos maleducados diputados o senadores que no toman la palabra más que para insultar. O que haya que llamar señorías a jueces que cometen la aberración de emitir un fallo de culpabilidad sin tener la delicadeza de exponer ―como exige una sentencia coherente― las razones por las que se ha llegado al mismo.

sábado, noviembre 22, 2025

¡MUERA EL PERIODISMO!

En la frontera entre el jueves y el viernes ―momento en que el silencio nocturno me ayuda a escribir los apuntes de esta Agenda―, procedía a consultar la Nueva gramática de la lengua española porque era mi intención hablar de la evolución de las formas de tratamiento en nuestra lengua

            Pero se me acerca Zalabardo y me pregunta extrañado si me parece lógico escribir sobre y usted en lugar de sobre el acontecimiento del día. Le respondo que sé perfectamente que es 20 de noviembre, pero que me parece excesivo seguir hablando de la muerte de Franco si hace ya cincuenta años que murió. Pienso que llega un momento en que a un muerto, por muy dictador que se haya sido, hay que dejarlo tranquilo, lo que no significa que tengamos que olvidar lo que hizo.


            Mi amigo me aclara que no se refiere a eso, sino a si no me he enterado de que el Tribunal Supremo ha sacado a la luz el fallo condenatorio sobre el Fiscal General del Estado, aunque la sentencia al completo, por lo que parece, aún no se ha redactado. Le contesto que sí me he enterado. Me levanto y busco una carpeta de la que saco un trozo de papel. Es un recorte que conservo de una hoja del diario El País correspondiente al 15 de abril de 2010. Grupos ultraderechistas y el mismo Partido Popular practicaban aquellos días una cacería feroz contra el juez Baltasar Garzón por sus investigaciones sobre los crímenes del franquismo y sobre la trama Gürtel. El final fue que Garzón sería expulsado de la judicatura. El papel que enseño a Zalabardo recoge un comentario que envié a El País y me fue publicado: Habrá que seguir confiando en la justicia, aunque será difícil confiar en los jueces.

            «Vale ―me dice mi amigo tras leerlo― pero esto de hoy…» «Esto de hoy ―le confieso con ánimo abatido― me parece muestra de que nuestra democracia tiene aún muchos enemigos, algunos de los cuales se parapetan tras su toga de jueces.» Zalabardo me pregunta si creo que es suficiente quedarse en eso. Entonces, recordando el tema sobre el que pensaba escribir y ha quedado interrumpido, le señalo lo que don Quijote gritó al comisario de la cuadrilla que trasladaba a un grupo de galeotes: ¡Vos sois el gato y el rato y el bellaco!, frase en la que, ahora, no me interesa el valor del pronombre vos, sino el de los adjetivos gato, ‘ladrón’, rato, ‘cobarde’ y bellaco, ‘ruin’, que podrían aplicarse a algunos protagonistas de este caso.


           Zalabardo insiste en le amplíe mi opinión acerca de este asunto y, como no tengo ningún inconveniente en hacerlo, le aclaro que, al no ser yo ni abogado ni juez, no puedo decantarme sobre la inocencia o culpabilidad de García Ortiz sin conocer todos los detalles del proceso ni la totalidad de la sentencia. Pero que, aun así, tengo tremendas dudas por las muchas anomalías e irregularidades que, desde su inicio, se han ido sucediendo.

            Llama la atención que sea precisamente un confeso defraudador quien denuncie al Fiscal General apoyándose en una mentira urdida y divulgada por un seudoperiodista, jefe de Gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, novia del defraudador. Que, tras esta denuncia, se inicie una instrucción sumamente sospechosa en la que el juez instructor rechaza arbitrariamente interrogar a periodistas que podían aportar datos valiosos «porque supone lo que le van a decir». Y que acabe con un kafkiano juicio tras el que emite el fallo antes de que sea redactada la sentencia. ¿Desconocen los integrantes del tribunal o una parte importante de ellos ―pues no se ha alcanzado unanimidad― lo que ordena la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 248.4: Las sentencias se formularán expresando, tras un encabezamiento, en párrafos separados y numerados, los antecedentes de hecho, hechos probados, en su caso, los fundamentos de derecho y, por último, el fallo?

            Aquí, el Tribunal Supremo ha condenado antes de proceder a redactar su encabezamiento, antes de exponer los hechos por los que se juzga, antes de enumerar los hechos probados ―si los hay―, antes de argumentar los fundamentos de derecho que justificarán el fallo. O sea, que no se sabe por qué se condena al Fiscal General, a lo que se añade la incoherencia de que el mismo Tribunal Supremo que lo condena por revelación de secreto consideró antes de comenzar el juicio que tal secreto no lo era. O sea, que nos queda la impresión de que se condena a alguien porque ―desde el inicio― estaba previsto que había que condenarlo, aunque no existiera ninguna prueba de cargo.

            Todo esto hace que cualquier persona normal que no entienda los trapicheos de la política y de los tribunales se pregunte qué pasará ahora con Miguel Ángel Rodríguez, seudoperiodista lacayo de las más altas instancias de una Comunidad, que durante el juicio ha reconocido con chulería que todo aquello que constituye la raíz de este proceso fue uno más de los bulos que suele levantar y que no tiene la menor prueba de que sea verdad lo que hizo publicar. ¿Será juzgado por los daños morales causados?


            Del mismo modo, todos nos preguntaremos qué pasará con los periodistas honestos, estos sí, que en el juicio declararon que conocían todos los detalles del asunto que se juzga y que ninguno de ellos tuvo como fuente al Fiscal, aunque no podían desvelar cuál fuera la fuente de cada uno porque eso sería conculcar el secreto profesional, derecho amparado por la Constitución. Si lo que han dicho no vale como prueba exculpatoria es porque el Tribunal considera que han mentido. ¿Serán juzgados por perjurio?

            Le digo a Zalabardo que este proceso ha asestado una puñalada trapera a los periodistas que han declarado bajo juramento saber de buena tinta que la filtración por la que se condena al acusado procedía de otro lado. Recordando el choque entre Millán Astray y Unamuno en Salamanca, parece que el Tribunal Supremo ha gritado: ¡Muera el periodismo! ¡Viva el bulo! Porque si es innegable que García Ortiz ha salido muy dañado de este caso, no menos dañado ha resultado el periodismo honorable, daño que será difícil de reparar. ¿Y la justicia? Si vemos cómo hay jueces que denigran su profesión sin que nadie le pare los pies, ¿puede una sociedad seguir confiando en la justicia?

sábado, noviembre 15, 2025

¿BULLYING O ACOSO?

«¿Por qué habiendo realidades tan desagradables en la vida nos detenemos más en las palabras que en erradicar lo que con ellas decimos?» ―me pregunta Zalabardo, que continúa― «¿Por qué, incluso, frivolizamos y nos dejamos arrastrar por modas foráneas como si con eso pudiésemos cambiar u ocultar la realidad a que nos referimos?»

            Le pido que me aclare cuál es su queja, pues creo percibir alguna en sus palabras. Y entonces me dice que algo en su interior se le remueve cuando oye hablar de bullying, y me pregunta si no creo que acoso o matonismo son más claras y duras que el anglicismo. Me aclara que cuando oye decir bullying no puede evitar pensar en bulla, que remite al alboroto y confusión propios de un ambiente festivo. Le doy la razón, porque acoso y matonismo son palabras que ya en sí mismas asustan. Aunque ―añado― no deberían atemorizarnos las palabras, sino la realidad que representan.

             Ha salido el tema en nuestra conversación tras leer que el último ganador del premio Planeta, Juan del Val, ha declarado que las críticas desfavorables que se han hecho a su novela son ejemplos claros de bullying. Coincidimos en juzgar que es una banalidad que afirme tal cosa alguien cuya actividad principal parece ser la de crear polémicas y criticar a cuantos le parece bien. Y solo porque un amplio sector de la crítica literaria haya dicho que no les gusta su novela y la ven falta de calidad. En este asunto ―le digo a Zalabardo― del Val no debería molestarse porque Planeta haya convertido lo que en tiempos fue un galardón prestigioso en una innegable operación de márquetin.

 

           El acoso, el matonismo, es algo mucho más serio, y más grave, que criticar una novela. La queja de Juan del Val supone desconocer la realidad. Por eso deberíamos comenzar por desterrar el término bullying y su compañero mobbing, que viene a ser lo mismo, aunque se aplique más en otro terreno. El bullying se aplica más comúnmente en el ámbito escolar y significa, según el diccionario de Oxford, ‘usar la fuerza o influencia para intimidar a alguien especialmente para obligarlo a algo’. El mobbing se emplea más en el entorno laboral y, según el mismo diccionario, es la ‘acción en la que un grupo asedia a alguien’. Vemos, por tanto, la estrecha relación que une a los dos términos.

            El acoso escolar, que es el término que debiéramos usar, puede derivar en daños irreparables, como hemos visto en dos recientes trágicos sucesos, uno en Canarias y otro en Sevilla. El acoso ha sido la causa de esas tragedias. Frente a ellas, la crítica a la novela de Juan del Val una nadería. Por eso le insisto a Zalabardo sobre la importancia de emplear convenientemente las palabras y, en este caso concreto, estudiar los motivos por lo que se producen los acosos para hallar los medios con que evitarlos.

            Zalabardo y yo nos ponemos a repasar nuestro pasado y recordamos que en la escuela siempre ha habido matones y siempre ha habido acosos. Gafitas, cabezón, gordo, eran palabras que usábamos con ánimo de insultar. Me cuenta Zalabardo que tenía un compañero del que se decía: «¿Qué es el viento? Las orejas de … en movimiento». Le hago saber que yo mismo era motivo de risa entre mis compañeros porque, en clase de Educación Física, nunca conseguí saltar aquel maldito ―para mí― aparato llamado caballo. Pero, según creo, la maldad que pudiera considerarse lógica en todos los niños ―en los mayores siempre será censurable― y que llevaba a reírse de otros, nunca llegaba al grado que alcanza hoy día. O eso me parece cuando rememoro aquellos años del colegio. Se daban en un pequeño grupo y siempre alcanzaba un límite.

            «¿Por qué, entonces, el problema se mira hoy con esa preocupación y se considera tan grave?», me pregunta. Le contesto que no sé si me equivocaré, pero que encuentro al menos dos razones para ello. Una es la violencia no solo física, sino verbal que domina en la sociedad en que vivimos. Vemos esa violencia en ciertos programas de televisión donde supuestos periodistas de investigación sacan las tripas a cuantos se les pongan por delante. Escandaliza ver violencia, malos modos y crispación en el propio Congreso de los Diputados y en el Senado. Vemos violencia en el seno familiar. ¿Qué vamos a esperar de unos niños y unos adolescentes que están en vías de formar aún su carácter y personalidad? Ellos hacen lo que ven, imitan lo que hacen los mayores. ¿A quién culpamos si esto es así?


            La otra razón que veo es la facilidad con que ponemos en las manos de los niños dispositivos con acceso a internet ―móviles, tabletas…― que no solo posibilitan el acceso a muchas formas de violencia, sino que conceden la opción de reproducirla sin tener consciencia de la difusión que puede alcanzar. Y todo esto sin prepararlos previamente para un uso responsable de esos dispositivos. Hubo un tiempo en el que el enfado de un niño con otro solía quedar en la intimidad de los implicados. En cambio, si hoy alguien cuelga un mensaje ofensivo o una imagen vejatoria en cualquiera de las redes sociales, desconocemos hasta dónde se difunden ese mensaje y esa imagen de carácter vejatorios, igual que desconocemos el muy grave el daño que pueden causar.

            Habrá quien diga que todo es cosa de educación. Por supuesto que sí, pero pensemos que la educación, ‘guiar y extraer las posibilidades internas de un individuo’, no es competencia solo de la escuela. Es labor que comienza en la propia vivienda familiar, en el ambiente social y en las instituciones superiores. Es necesario dar el ejemplo que un niño y un adolescente puedan seguir como orientación para ser un ciudadano normal. Cualquier otra cosa es empeorar la situación o poner parches que solo disimulan la herida. 

sábado, noviembre 08, 2025

FONDO DE REPTILES

 

Mientras paseamos, parece que el insoportable calor nos da una tregua y hace hoy un soleado día de otoño que invita a pasear, aprovecho para recordarle a Zalabardo unas citas. No me las sé de memoria ―la mía no da para tanto― pero las llevo escritas en el móvil porque los acontecimientos de estos días me hicieron pensar en ellas. Una es de Valle-Inclán, de la escena octava de Luces de Bohemia. El protagonista, Max Estrella, le dice a un ministro del que fue amigo en su juventud: «Conste que he venido a pedir un desagravio para mi dignidad y un castigo para unos canallas. Conste que no alcanzo ninguna de las dos cosas, y que me das dinero, y que lo acepto porque soy un canalla. No me estaba permitido irme del mundo sin haber tocado alguna vez el fondo de los Reptiles». Las otras dos son de Javier Marías y aparecen al comienzo del primer volumen de Tu rostro mañana. Leemos: «Había que adiestrar la memoria a distinguir lo cierto de lo figurado, lo acaecido de lo supuesto, lo dicho de lo entendido». Y muy poco después: «Yo no puedo disponer libremente de lo que no he averiguado por casualidad ni por mis medios».

            Le leo estas citas a mi amigo por un motivo, aunque pudieran ser dos. Primero le cuento que cuando yo ejercía aún como profesor ―hace casi veinte años que me jubilé― impartí durante un tiempo una materia llamada Ciencias de la Comunicación. Ignoro si aún se sigue manteniendo en algún centro de secundaria, pero sería muy útil para que nuestros adolescentes entendieran un poco mejor este mundo presidido ―y a veces amenazado― por tanta información. No porque la información sea mala ―siempre es bueno estar informado―, sino por la forma tan grosera que muchas veces se utiliza.

            En aquellas clases hablábamos de ética que debe presidir la profesión periodística: necesidad de ser veraces y contrastar las fuentes; no publicar suposiciones ni impresiones subjetivas como si fuesen verdades; no recurrir nunca a la publicidad engañosa… Hablábamos de cómo prensa, radio y televisión trabajan e influyen en los receptores de manera diferente, por lo que hay que saber interpretar cada medio Y hablábamos de cómo las nacientes redes sociales ―las más comunes aparecieron entre 2000 y 2012― permitían el inmediato contacto entre los usuarios y una vertiginosa rapidez a la hora de difundir un mensaje, lo que, por otra parte, suponía el riesgo de relajarse a la hora de contrastar la veracidad de lo transmitido y la posibilidad de que un casi imparable sistema de envíos y reenvíos dificultase conocer dónde, cómo y quién estaba en el origen de cada mensaje. No se sospechaba entonces ―al menos no lo sospechaba yo― que llegaría un día en que este riesgo se convertiría en epidemia.

            La aparición de los medios digitales ―la prensa en papel ha retrocedido y podemos acceder a ellos, a la radio y a la televisión desde cualquier dispositivo― prueban lo que digo. Le digo a mi amigo que, caso de estar en activo, aconsejaría a mis alumnos ver determinados programas de televisión y hacer un seguimiento de la realidad del país para que viesen hasta qué punto es cierto este peligro y cómo, al convertirse estos medios en armas políticas, ha cobrado un auge inimaginable el fondo de reptiles.


         El fondo de reptiles no es otra cosa que lo que hoy conocemos como fondos reservados, un dinero del que los gobiernos pueden disponer a discreción sin tener que dar cuenta de en qué se emplea (esa llamada fontanería del poder), aunque se confía en que siempre obedezca su uso a razones de seguridad del propio Estado. En su origen, sin embargo, estos fondos sirvieron para comprar opiniones favorables o para pagar trabajos sucios que podían ser espionaje o sobornos a funcionarios ―policías, diplomáticos, políticos, jueces…―, si no actos aún más censurables.

            Se atribuye la expresión a Otto von Bismarck que, en 1866, tras confiscar los bienes del vencido Jorge V de Hannover y decidir que solo podrían disponer de ellos Guillermo I de Alemania y él mismo, dijo: «Utilizaré este dinero para perseguir a estos reptiles», en referencia a los enemigos de Alemania. Sin embargo, José Luis García Remiro, en Estar al loro, cuenta que el origen del fondo de reptiles hay que situarlo realmente en 1748 cuando el Marqués de la Ensenada, tras la firma de la paz de Aquisgrán, decidió crear unas partidas reservadas para organizar un servicio de contraespionaje con que protegerse de Francia e Inglaterra. El catedrático de la Universidad de La Rioja José Luis Gómez Urdáñez mostró en 1999 una carta en la que alguien llamado Miguel de Casparroso daba cuenta al marqués de haber cumplido con éxito las órdenes de comprar a un periodista de La Gaceta de Berna, «dado lo importante que es tener a este hombre a nuestro favor en estos parajes».


            La actualidad de nuestros días muestra de modo palpable que el fondo de reptiles sigue lamentablemente funcionando, no solo en el terreno de la política, también en el mundo mercantil y empresarial. Podemos apreciar la existencia de una prensa que no se sonroja al airear bulos y mentiras con el objetivo de hacer un bien a «sus amos» y provocar un daño para el contrario. O ver cómo alguien que dice haber «trabajado en el periodismo» no se avergüenza de reconocer que ha mentido y defiende cínicamente que el periodismo no ha de ser notario de la realidad y por eso puede valerse de suposiciones y airearlas sin reparar en si se vulnera o no la verdad. O procesos, todos seguimos el caso más mediático de nuestros días, en los que, a falta de pruebas de culpabilidad, se dirime de dónde nació la filtración de un correo electrónico que desmonta una mentira, pero que se pretende endosar al acusado pese a que su contenido era previamente conocido por cientos de personas.        

            En medio de ese sórdido ámbito, es un soplo de aire fresco la declaración de José Precedo, periodista ―este sí lo es― que, convocado como testigo, habla del dilema ético que se le plantea cuando declara «Yo sé que es inocente [el acusado] porque conozco la fuente [de la filtración], pero no puedo decirla por secreto profesional». Estas palabras ―le digo a Zalabardo― me recuerdan las de Jaime Deza, protagonista del libro de Marías, que dice: «Teniendo conocimiento de lo que sabía por ella, me estaba vedado volverlo en su contra o divulgarlo sin su consentimiento, ni aun en la creencia de obrar así en favor del amigo». Eso es integridad en la labor periodística o en el tratamiento de lo que me confían con la esperanza de que no sea lenguaraz o reptil de covachuelas.

        Le digo finalmente a Zalabardo que, si yo siguiera en activo y si aún existiera esa asignatura ―Medios de Comunicación― pediría a mis alumnos que reflexionasen seriamente sobre el papel de las redes sociales y que meditasen sobre el repugnante fondo de reptiles, porque ese principio de que «todo vale» habría que desterrarlo del periodismo, de la política, de la justicia y, en fin, de nuestras vidas.

sábado, noviembre 01, 2025

HISTORIA DE PALABRAS: SOBRE FOEL Y ADEFESIO

 

Me sugiere Zalabardo que, dado que llevamos algunos apuntes en los que más que centrados en comentar aspectos curiosos o interesantes referidos a la lengua parecemos comentaristas de estos que tanto proliferan en la tele debatiendo ―a veces desbarrando― sobre cuestiones políticas, no estaría mal que regresásemos al campo puramente filológico, que es el eje central de estos apuntes. Le digo que tiene razón en sus palabras, pero que repare en que no se puede vivir de espaldas a la realidad y en que, a fin de cuentas, cualquier acto de nuestra vida como ciudadanos ―incluso el tan básico de comunicarnos con los demás― es un acto político. No obstante, me pliego a su recomendación, porque intuyo que tiene una pregunta que hacerme.

            Y, en efecto, me la hace: «Alguna vez ―me dice― te he oído decir de algo que es un foel. Y por mucho que busco, en ninguna parte encuentro qué es un foel y de dónde viene tal palabra». Acierta en todo mi amigo. Tarea difícil hallar esa palabra. Cuando llegué a Málaga hace ya bastantes años, alguien que me acompañaba dijo mientras señalaba a otra persona: «¿No ves qué foel lleva esa?» Como desconocía la palabra, pregunté qué quería decir: «Pues que parece que va vestida con harapos; vamos, que va hecha un adefesio». Desde aquel momento ―le digo a Zalabardo― no he oído esa palabra, foel, más que en el reducido ámbito de personas al que pertenecía quien lo dijo al principio, una familia que procede de Jaén.

            Tiempo después, decidí buscar y encontré que Alcalá Venceslada, en su Vocabulario andaluz, recoge el término con el sentido de ‘cosa de poco valor’, aunque no da información sobre su zona de uso. No quedaba yo contento del todo, pues en la expresión que yo había oído, foel no se señalaba solo la calidad de la prenda, sino su inconveniencia, su apariencia extravagante, rara. Por eso la unía a adefesio.


            Seguí la búsqueda y di con que en el Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana, publicado en París en 1895 y cuyo autor es Elías Zerolo, aparecía la dichosa palabra con este significado: ‘guiñapo, jarambel, género de desecho’, apoyado en la opinión de Leopoldo de Eguilaz. Dado que jarambel, o arambel, es ‘jirón de tela que cuelga de una vestimenta’, tenía que dar por buena la información de Alcalá Venceslada. Así que me informo sobre quién es Eguilaz y me entero de que fue una persona de amplios conocimientos. Catedrático de la Universidad de Granada, historiador, abogado, arqueólogo y filólogo, especializado en lenguas orientales y, en especial, el árabe. Nacido en un pueblo de Murcia, vivió muchos años en Granada y escribió, entre otras obras, un Glosario etimológico de las palabras españolas (castellanas, catalanas, gallegas, mallorquinas, valencianas y vascongadas) de origen oriental (1886). Lo primero que me llama la atención ―le digo a Zalabardo― es que este hombre no necesitó de una Constitución para reconocer que España es un país multilingüe. Le bastaba mirar a su alrededor para saber que en España hay varias lenguas. Muchos deberían aprender de él. Pero, para lo que nos interesa ahora, en su Glosario aparece foel, palabra a la que otorga un origen árabe, hoféla, que significa ‘todo lo que hay de más bajo, vil, o malo, así en las cosas como en las personas’.

            Me sigue intrigando cómo esa palabra pudo pasar a designar lo que yo había oído tras mi llegada a Málaga, lo extravagante o estrafalario, lo que convierte a alguien o algo en adefesio. Es la misma duda que asaltó a Miguel de Unamuno al oír decir de alguien que estaba hecho un adefesio. Porque, ¿qué es un adefesio? En un artículo de 1912 titulado Ad Ephesios. Digresión lingüística, nos dice el rector salmantino que ha leído en «el limpiafijada-esplendórico» Diccionario de 1899 de la RAE esta definición ‘(De ad Ephesios, con alusión a la epístola de san Pablo a los efesios). Despropósito, disparate, extravagancia. || Traje, prenda de vestir ridícula y extravagante’.


            Lo segundo me sirve para enlazar adefesio con foel. Aunque siga sin saber qué pero los hace sinónimos. Lo primero es lo que causa extrañeza a Unamuno, porque don Miguel, que no conocía la palabra foel, propia de una zona entre Murcia, Jaén y Granada, no se ocupó de este aspecto. ¿Cómo la epístola de san Pablo que contiene los consejos que, en las bodas, se dan a los contrayentes, pasa a ser un despropósito, una extravagancia? La respuesta la encontró en el Viaje en Turquía, de 1557, atribuido a Cristóbal de Villalón. En uno de los diálogos que componen el libro, tras unas palabras de uno de los personajes que conversan, otro responde: «Eso es hablar adefeseos, que ni se ha de hacer nada deso, ni habéis de ser oídos…».

            Unamuno piensa en lo que dice esa epístola: Las casadas estén sujetas a sus maridos […] El hombre es cabeza de la mujer […] Las mujeres han de estar sujetas a sus maridos en todo […] Maridos, amad a vuestras mujeres […] cada uno, pues, de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer tema y respete a su marido […]. Y concluye en que el pueblo, que es quien hace la lengua, piensa ―como el personaje de Villalón― que todos esos consejos, que apenas nadie cumple, son disparates, extravagancias, adefesios. Como vestir prendas ridículas, foeles, es también ser un adefesio. Los caminos por los que circula la lengua ―le digo finalmente a Zalabardo― son a veces ―como los del Señor― inescrutables.

sábado, octubre 25, 2025

MATAR AL MENSAJERO

 

En el siglo II a. C., Mitrídates, rey del Ponto, y el armenio rey Tigranes estaban enfrentados, pero el primero solicitó al armenio ayuda para luchar justos contra los romanos. Envió como mensajero a un amigo común, Metrodomo, joven de lúcido criterio. Tigranes preguntó al mensajero qué le aconsejaba y este le contestó: «Como mensajero, que aceptes la petición; como consejero, que la rechaces». A Tigranes no debieron gustarle estas palabras. Solicitó al joven que llevara a Mitrídates cartas con su respuesta. Lo que Metrodomo no sabía es que, en una de ellas, Tigranes pedía que se le diera muerte. Eso lo cuenta Plutarco suele decirse que ese episodio explica el origen de la expresión matar al mensajero, que es descargar las culpas de una noticia que no gusta sobre quien actúa de intermediario.

            Pero a lo largo de los siglos, no siempre se ha culpado al mensajero. En nuestra literatura medieval se observan tres actitudes diferentes. Una la vemos en el romance de la pérdida de Alhama: … cartas le fueron venidas / cómo Alhama era ganada. / Las cartas echó en el fuego / y al mensajero matara. Otra distinta, en uno de los romances de Bernardo del Carpio en que se le anuncia una traición: … las cartas echó en el suelo / y al mensajero habló: / ―Mensajero eres, amigo, / no mereces culpa, no. Y la tercera, la que vemos en un villancico que recoge el Cancionero de Upsala, del siglo XVI: Dadme albricias, hijos de Eva. / Di. ¿De qué dártelas han? / Que es nacido el nuevo Adán… Esto último llegó a hacerse frecuente: al mensajero portador de buenas noticias se lo premiaba. Esta gratificación recibía el nombre de albricias, palabra árabe que significaba buena nueva). Con el tiempo terminó siendo expresión de júbilo.

            Me pregunta Zalabardo qué pretendo con todo cuanto le he dicho. Se lo aclaro. Hubo un tiempo en que la transmisión de cualquier noticia, buena o mala, informe o comunicado de cualquier clase exigía necesariamente la existencia de un mensajero. Con buena lógica, el derecho de gentes proclamó la inviolabilidad del mandadero. La ley del mensajero reconocía que el portador de una nueva no podía ser responsable de su contenido. En La Celestina, por ejemplo, la alcahueta dice a Melibea: … no redunde en mi daño, pues no tengo otra culpa sino ser mensajera del culpado. Y en Fuenteovejuna, de Lope de Vega, dice un soldado: Yo, señor, soy mensajero, / y enojarte no es mi intento.

            Los mensajeros de hoy, los portadores de noticias ―digo a mi amigo― son los periodistas. Los medios de comunicación permiten la difusión inmediata y universal de cualquier contenido. Si un equipo de fútbol juega mal no culparemos a quien escribe la crónica del partido; si se destapa un caso de corrupción en un partido político o un caso de mala gestión por parte de un Gobierno, no cargaremos contra quien denuncia los hechos. Es un error matar al mensajero.

            «Pero tengo entendido ―me interrumpe Zalabardo― que una información, una noticia, ha de aunar veracidad, novedad, actualidad, objetividad, neutralidad, contraste de las fuentes para confirmar que son dignas de crédito…» Y lo interrumpo diciéndole que eso y algunas cosas más. «¿Y crees ―continúa él― que se cumplen esos requisitos en los medios actuales?» No tengo más remedio que decirle que no siempre. Que, desgraciadamente, en nuestros días no todos los medios actúan con la ética necesaria y el respeto que el receptor merece cuando difunden informaciones tendenciosas o, lo que es aún peor, absolutamente falsas. Y no solo carecen de ética algunos medios. También empresas, partidos políticos, grupos de presión o simples asociaciones que propalan bulos.

            Nada de esto es de hoy ni de hace un año. Goebbels, mano derecha de Hitler, mantenía que hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y conseguir que nuestros simpatizantes lo repitan a cada momento. ¿No hay en la España actual quienes utilizan las mismas tácticas? En los tiempos actuales, esta forma de proceder se extendió de manera grave desde que, en torno a 2015, Donald Trump arremetió contra los medios que no le eran afines y comenzó a difundir él noticias falsas, bulos que favorecían su causa. Lo suyo, se excusaba, no eran fake news, mentiras; las llamaba posverdades o verdades alternativas. Los bulos, las medias verdades, las mentiras falaces que circulan por algunos de nuestros medios ―escritos, radiofónicos o televisivos―, obedecen al principio que afirma: Calumnia, que algo queda. Aunque algún día florezca la verdad, ya la duda ha quedado sembrada en muchas cabezas. Los juicios paralelos están a la orden del día sin que nadie ponga coto. Esto es lo que lleva, por desgracia ―le digo a Zalabardo―, a que todavía siga vigente el prejuicio de matar al mensajero, porque, admitámoslo, hay demasiados mensajeros que con su conducta alimentan esa desconfianza.

            Ejemplos reprobables cercanos. El «caso del Fiscal General del Estado». Miguel Ángel Rodríguez, MAR, ejerció un tiempo el periodismo y en los medios en que trabajó lo conocían como «el bachiller», por no tener más título que ese. Luego entró en política y llegó a ser Secretario de Estado de Comunicación con el PP. Ahora es Jefe de Gabinete de Díaz Ayuso. Él es el muñidor de que todo este asunto nacía en la Presidencia del Gobierno de España. Citado ahora a declarar como testigo, contestó, mostrando su cinismo y ausencia de ética, que sus pruebas son sus canas, su experiencia, sus suposiciones. O sea, que creó y difundió desvergonzadamente un bulo.

            Otro ejemplo más reciente aún. Un empresario acusado de corrupción ―caso de los hidrocarburos― e ingresado en prisión, Víctor Aldama, consiguió la libertad a cambio de colaborar con la Justicia. Sacó a relucir el «caso Koldo, Ábalos y Cerdán» y acusó al PSOE de financiarse irregularmente con el conocimiento del expresidente Zapatero y Pedro Sánchez. El pasado día 20, Telemadrid anunció una entrevista con Aldama en la que el empresario desvelaría las pruebas de esa financiación irregular. Lo que dijo en la entrevista fue: «Pruebas no tengo; lo que pasa es que intuyo que las cosas fueron así».

            Tipos como estos son los que dejan en mal lugar a los mensajeros honestos ―que los hay―, los que hacen que no creamos que existió un Filípides que corrió de Maratón a Atenas para comunicar una victoria y murió tras el esfuerzo; que dudemos de aquellos jinetes del Poney Express que llevaban el correo de una costa a otra de los Estados Unidos cuando aún no existía el telégrafo, ni el teléfono, ni menos aún internet. Los que hacen que se queden sin albricias muchos mensajeros que respetan la ética. Concluyo diciéndole a mi amigo que, antes de matar al mensajero, lo que hace falta es señalar a los sinvergüenzas.

sábado, octubre 18, 2025

DURA LEX (SOBRE DERECHO Y DEBER)

 

Discutíamos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de escribir o no este apunte. La idea de esta Agenda ha sido, desde su inicio, plantear cuestiones relacionadas con el lenguaje y dejar que otros asuntos sean debatidos en su ambiente correspondiente, porque es posible que superen nuestros conocimientos. Sin embargo, a veces no resulta fácil. Zalabardo me ha salido por donde yo no esperaba: «Necesito que me aclares algo. Si el lenguaje es la facultad de los humanos para comunicarnos con los demás y, a la vez ―aunque en ese caso sería más adecuado hablar de lengua―, se usa también para referirse al sistema de signos que empleamos para esa comunicación, ¿qué pasa cuando lo usamos, como dicen ahora muchos, torticeramente?»

            No teniendo una respuesta inmediata, breve y mejor, se me ocurre contestarle con un ejemplo: ¿Qué es democracia? Un sistema que reconoce que la soberanía corresponde al pueblo, formado por individuos libres e iguales que delegan su poder en unos representantes legítimamente elegidos para que tomen las decisiones que han de regir el buen funcionamiento de las instituciones, las relaciones entre los individuos y el objetivo de alcanzar el máximo bienestar social. Esas decisiones se plasman en las leyes, normas o preceptos que regulan la pacífica convivencia entre los miembros de la comunidad. Para que sean efectivas, esas leyes habrán de ser no solo justas y orientadas a ese bien buscado, sino, además, de obligado cumplimiento para todos. Cada ley reconoce unos derechos y unas obligaciones que los miembros de la comunidad aceptan en aras del bien común. Por eso, su quebrantamiento conlleva una sanción para el infractor. Digamos que nadie puede ―caprichosamente― dejar de pagar impuestos ni saltarse una señal de tráfico porque tenga prisa. En cambio, sí puede exigir una educación y una sanidad públicas que sean de calidad.


            «Sí, pero a veces…», responde mi amigo. A veces, le digo, una ley puede parecernos rigurosa, rígida, severa, incluso injusta, aunque se dicte buscando un bien colectivo o el reconocimiento y defensa de un derecho. Aun así, esa ley debe ser cumplida. A eso se refiere el aforismo dura lex, sed lex, que procede del Derecho romano, base de la mayor parte del Derecho mundial actual. Es decir, la ley es dura, pero es la ley, y ese es uno de los principios generales del Derecho. Con él se quiere decir que, aunque la ley nos parezca severa, debemos cumplirla obligatoriamente si queremos que el orden social se mantenga y la seguridad jurídica de que disfrutamos no se venga abajo. Y en caso de que la ley no cumpla su objetivo, habrá que cambiarla o cambiar a los representantes que la han impuesto.

            «Entonces ―me dice Zalabardo―, ¿qué pasa con este jaleo del aborto y la negativa de algunos a elaborar las listas de sanitarios objetores a intervenir en ellos?» Pienso antes de contestar ―el asunto es complejo― y acabo respondiéndole que ―a mi parecer― estamos ante un caso claro del mal empleo de palabras y concepto que me planteaba al principio. Le digo que ―intencionadamente o no― en esta situación se confunde la naturaleza de un derecho y la de un deber al tomar posición ante unas leyes. El derecho es la facultad que asiste a una persona para exigir lo que jurídicamente le reconoce una ley internacional, nacional o autonómica. El deber, por su parte, es el compromiso u obligación, por parte de las instituciones, de otorgar a los individuos lo que las leyes les reconocen.

            La confusión de que hablo a mi amigo afecta también al concepto de derecho y deber. Porque un derecho nunca supone obligatoriedad para la persona; pero el deber siempre es ineludible. Puedo renunciar ―es un ejemplo― a mi derecho a que mis hijos reciban la educación que proporciona el Estado y llevarlos a un centro privado. Pago el centro privado y sanseacabó. En esto del aborto ―como podría decirse de otros muchos derechos― la ley establece que una mujer tiene derecho a la IVE y a que se la atienda debidamente en tal circunstancia. Pero abortar no es una obligación, sino una decisión personal. En cambio, para la sanidad pública es un deber irrenunciable atender a la mujer que solicite una IVE. El personal sanitario, por su ideología o creencias religiosas, ¿puede negarse a practicar una IVE? También este caso está previsto, puesto que hay otra ley que contempla el derecho a que sean respetadas las creencias religiosas y la ideología de los ciudadanos. El sanitario que se manifiesta objetor de conciencia puede declararlo de manera personal y manifestarlo por escrito. Lo que la ley no admite es la objeción de una institución, de un colectivo, de un centro ni de una unidad sanitaria específica.

            Las leyes han de procurar contemplar ―aunque no siempre lo consigan― todos los supuestos para que no quede ningún derecho sin atender ni ningún deber por cumplir. Esa es la razón por la que los centros sanitarios deben poseer un listado de personal objetor a la práctica de IVE. Listado que es confidencial y no público, pues nadie está obligado a declarar sobre sus creencias. ¿Para qué, entonces, este listado? Para que la dirección del centro pueda disponer que siempre haya sanitarios que cumplan con el deber de atender el derecho de la mujer.

            Esto es lo que dice la ley. Y ya sabemos, dura lex, sed lex. Un médico, a título personal, puede manifestar su objeción, porque es algo que le afecta solo a él. Una institución no, porque conculca el derecho de muchas personas que tienen otras creencias tan respetables como las suyas. «Me parece claro ―dice Zalabardo―. ¿Cómo entender, entonces, la actitud de la señora Ayuso, Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, que se niega a elaborar la lista de objetores que la ley le pide? Lisa y llanamente, le respondo, está infringiendo esa ley. En tal caso, solo hay dos vías: una es que dimita por cuestiones de conciencia; la otra es que asuma la sanción legal que corresponda, pues nadie está por encima de la ley.


            Lo que este caso me demuestra ―le digo finalmente a mi amigo, volviendo a lo que me preguntaba― es que la señora Ayuso da muestras de despreciar o de desconocer la democracia, porque utiliza palabra y concepto de manera errónea. Y también demuestra que desprecia o desconoce qué es una ley, cuyo cumplimiento es obligatorio. La señora Ayuso está en su derecho, por sus creencias religiosas, de no ver bien la IVE. Pero, como responsable principal de una institución, no puede impedir el cumplimiento de una ley. Ante ese conflicto de conciencia, solo tiene dos opciones: dimitir del cargo que ocupa o cumplir la ley. Lo que de ninguna manera vale es obstaculizar su cumplimiento. Eso no cabe en una democracia, pues sería romper el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.