Discutíamos Zalabardo y yo acerca de la conveniencia de escribir o no este apunte. La idea de esta Agenda ha sido, desde su inicio, plantear cuestiones relacionadas con el lenguaje y dejar que otros asuntos sean debatidos en su ambiente correspondiente, porque es posible que superen nuestros conocimientos. Sin embargo, a veces no resulta fácil. Zalabardo me ha salido por donde yo no esperaba: «Necesito que me aclares algo. Si el lenguaje es la facultad de los humanos para comunicarnos con los demás y, a la vez ―aunque en ese caso sería más adecuado hablar de lengua―, se usa también para referirse al sistema de signos que empleamos para esa comunicación, ¿qué pasa cuando lo usamos, como dicen ahora muchos, torticeramente?»
No
teniendo una respuesta inmediata, breve y mejor, se me ocurre contestarle con
un ejemplo: ¿Qué es democracia? Un sistema que reconoce que la
soberanía corresponde al pueblo, formado por individuos libres e iguales que
delegan su poder en unos representantes legítimamente elegidos para que tomen
las decisiones que han de regir el buen funcionamiento de las instituciones, las
relaciones entre los individuos y el objetivo de alcanzar el máximo bienestar
social. Esas decisiones se plasman en las leyes, normas o
preceptos que regulan la pacífica convivencia entre los miembros de la
comunidad. Para que sean efectivas, esas leyes habrán de ser no
solo justas y orientadas a ese bien buscado, sino, además, de obligado
cumplimiento para todos. Cada ley reconoce unos derechos
y unas obligaciones que los miembros de la comunidad aceptan en
aras del bien común. Por eso, su quebrantamiento conlleva una sanción para el
infractor. Digamos que nadie puede ―caprichosamente― dejar de pagar impuestos ni
saltarse una señal de tráfico porque tenga prisa. En cambio, sí puede exigir
una educación y una sanidad públicas que sean de calidad.
«Sí, pero a veces…», responde mi amigo. A veces, le digo, una ley puede parecernos rigurosa, rígida, severa, incluso injusta, aunque se dicte buscando un bien colectivo o el reconocimiento y defensa de un derecho. Aun así, esa ley debe ser cumplida. A eso se refiere el aforismo dura lex, sed lex, que procede del Derecho romano, base de la mayor parte del Derecho mundial actual. Es decir, la ley es dura, pero es la ley, y ese es uno de los principios generales del Derecho. Con él se quiere decir que, aunque la ley nos parezca severa, debemos cumplirla obligatoriamente si queremos que el orden social se mantenga y la seguridad jurídica de que disfrutamos no se venga abajo. Y en caso de que la ley no cumpla su objetivo, habrá que cambiarla o cambiar a los representantes que la han impuesto.
«Entonces
―me dice Zalabardo―, ¿qué pasa con este jaleo del aborto y la negativa de
algunos a elaborar las listas de sanitarios objetores a intervenir en ellos?» Pienso
antes de contestar ―el asunto es complejo― y acabo respondiéndole que ―a mi
parecer― estamos ante un caso claro del mal empleo de palabras y concepto que
me planteaba al principio. Le digo que ―intencionadamente o no― en esta
situación se confunde la naturaleza de un derecho y la de un deber
al tomar posición ante unas leyes. El derecho es la
facultad que asiste a una persona para exigir lo que jurídicamente le reconoce
una ley internacional, nacional o autonómica. El deber,
por su parte, es el compromiso u obligación, por parte de las instituciones, de
otorgar a los individuos lo que las leyes les reconocen.
La
confusión de que hablo a mi amigo afecta también al concepto de derecho
y deber. Porque un derecho nunca supone
obligatoriedad para la persona; pero el deber siempre es
ineludible. Puedo renunciar ―es un ejemplo― a mi derecho a que
mis hijos reciban la educación que proporciona el Estado y llevarlos a un
centro privado. Pago el centro privado y sanseacabó. En esto del aborto ―como
podría decirse de otros muchos derechos― la ley establece
que una mujer tiene derecho a la IVE y a que se la atienda
debidamente en tal circunstancia. Pero abortar no es una obligación,
sino una decisión personal. En cambio, para la sanidad pública es un deber
irrenunciable atender a la mujer que solicite una IVE. El personal sanitario,
por su ideología o creencias religiosas, ¿puede negarse a practicar una IVE? También
este caso está previsto, puesto que hay otra ley que contempla el
derecho a que sean respetadas las creencias religiosas y la
ideología de los ciudadanos. El sanitario que se manifiesta objetor de
conciencia puede declararlo de manera personal y manifestarlo por escrito. Lo
que la ley no admite es la objeción de una institución, de un
colectivo, de un centro ni de una unidad sanitaria específica.
Las
leyes han de procurar contemplar ―aunque no siempre lo consigan― todos
los supuestos para que no quede ningún derecho sin atender ni
ningún deber por cumplir. Esa es la razón por la que los centros
sanitarios deben poseer un listado de personal objetor a la
práctica de IVE. Listado que es confidencial y no público, pues nadie está
obligado a declarar sobre sus creencias. ¿Para qué, entonces, este listado? Para
que la dirección del centro pueda disponer que siempre haya sanitarios que
cumplan con el deber de atender el derecho de la
mujer.
Esto
es lo que dice la ley. Y ya sabemos, dura lex, sed lex.
Un médico, a título personal, puede manifestar su objeción, porque es algo que
le afecta solo a él. Una institución no, porque conculca el derecho
de muchas personas que tienen otras creencias tan respetables como las suyas. «Me
parece claro ―dice Zalabardo―. ¿Cómo entender, entonces, la actitud de la
señora Ayuso, Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, que se
niega a elaborar la lista de objetores que la ley le pide? Lisa y
llanamente, le respondo, está infringiendo esa ley. En tal caso,
solo hay dos vías: una es que dimita por cuestiones de conciencia; la otra es
que asuma la sanción legal que corresponda, pues nadie está por encima de la ley.
Lo que este caso me demuestra ―le digo finalmente a mi amigo, volviendo a lo que me preguntaba― es que la señora Ayuso da muestras de despreciar o de desconocer la democracia, porque utiliza palabra y concepto de manera errónea. Y también demuestra que desprecia o desconoce qué es una ley, cuyo cumplimiento es obligatorio. La señora Ayuso está en su derecho, por sus creencias religiosas, de no ver bien la IVE. Pero, como responsable principal de una institución, no puede impedir el cumplimiento de una ley. Ante ese conflicto de conciencia, solo tiene dos opciones: dimitir del cargo que ocupa o cumplir la ley. Lo que de ninguna manera vale es obstaculizar su cumplimiento. Eso no cabe en una democracia, pues sería romper el principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.