«¿Por qué habiendo realidades tan desagradables en la vida nos detenemos más en las palabras que en erradicar lo que con ellas decimos?» ―me pregunta Zalabardo, que continúa― «¿Por qué, incluso, frivolizamos y nos dejamos arrastrar por modas foráneas como si con eso pudiésemos cambiar u ocultar la realidad a que nos referimos?»
Le
pido que me aclare cuál es su queja, pues creo percibir alguna en sus palabras.
Y entonces me dice que algo en su interior se le remueve cuando oye hablar de bullying,
y me pregunta si no creo que acoso o matonismo son
más claras y duras que el anglicismo. Me aclara que cuando oye decir bullying
no puede evitar pensar en bulla, que remite al alboroto y
confusión propios de un ambiente festivo. Le doy la razón, porque acoso
y matonismo son palabras que ya en sí mismas asustan. Aunque
―añado― no deberían atemorizarnos las palabras, sino la realidad que
representan.
Ha salido el tema en nuestra conversación tras
leer que el último ganador del premio Planeta, Juan del Val,
ha declarado que las críticas desfavorables que se han hecho a su novela son
ejemplos claros de bullying. Coincidimos en juzgar que es una
banalidad que afirme tal cosa alguien cuya actividad principal parece ser la de
crear polémicas y criticar a cuantos le parece bien. Y solo porque un amplio
sector de la crítica literaria haya dicho que no les gusta su novela y la ven
falta de calidad. En este asunto ―le digo a Zalabardo― del Val no
debería molestarse porque Planeta haya convertido lo que en tiempos fue
un galardón prestigioso en una innegable operación de márquetin.
El acoso, el matonismo, es algo mucho más serio, y más grave, que criticar una novela. La queja de Juan del Val supone desconocer la realidad. Por eso deberíamos comenzar por desterrar el término bullying y su compañero mobbing, que viene a ser lo mismo, aunque se aplique más en otro terreno. El bullying se aplica más comúnmente en el ámbito escolar y significa, según el diccionario de Oxford, ‘usar la fuerza o influencia para intimidar a alguien especialmente para obligarlo a algo’. El mobbing se emplea más en el entorno laboral y, según el mismo diccionario, es la ‘acción en la que un grupo asedia a alguien’. Vemos, por tanto, la estrecha relación que une a los dos términos.
El
acoso escolar, que es el término que debiéramos usar, puede
derivar en daños irreparables, como hemos visto en dos recientes trágicos
sucesos, uno en Canarias y otro en Sevilla. El acoso ha sido la causa
de esas tragedias. Frente a ellas, la crítica a la novela de Juan del Val
una nadería. Por eso le insisto a Zalabardo sobre la importancia de emplear
convenientemente las palabras y, en este caso concreto, estudiar los motivos
por lo que se producen los acosos para hallar los medios con que
evitarlos.
Zalabardo
y yo nos ponemos a repasar nuestro pasado y recordamos que en la escuela
siempre ha habido matones y siempre ha habido acosos.
Gafitas, cabezón, gordo, eran
palabras que usábamos con ánimo de insultar. Me cuenta Zalabardo que tenía un
compañero del que se decía: «¿Qué es el viento? Las orejas de … en movimiento».
Le hago saber que yo mismo era motivo de risa entre mis compañeros porque, en
clase de Educación Física, nunca conseguí saltar aquel maldito ―para mí―
aparato llamado caballo. Pero, según creo, la maldad que pudiera considerarse
lógica en todos los niños ―en los mayores siempre será censurable― y que llevaba
a reírse de otros, nunca llegaba al grado que alcanza hoy día. O eso me parece cuando
rememoro aquellos años del colegio. Se daban en un pequeño grupo y siempre
alcanzaba un límite.
«¿Por
qué, entonces, el problema se mira hoy con esa preocupación y se considera tan grave?»,
me pregunta. Le contesto que no sé si me equivocaré, pero que encuentro al
menos dos razones para ello. Una es la violencia no solo física, sino verbal que
domina en la sociedad en que vivimos. Vemos esa violencia en ciertos programas
de televisión donde supuestos periodistas de investigación sacan
las tripas a cuantos se les pongan por delante. Escandaliza ver violencia,
malos modos y crispación en el propio Congreso de los Diputados y en el Senado.
Vemos violencia en el seno familiar. ¿Qué vamos a esperar de unos niños y unos
adolescentes que están en vías de formar aún su carácter y personalidad? Ellos hacen
lo que ven, imitan lo que hacen los mayores. ¿A quién culpamos si esto es así?
La otra razón que veo es la facilidad con que ponemos en las manos de los niños dispositivos con acceso a internet ―móviles, tabletas…― que no solo posibilitan el acceso a muchas formas de violencia, sino que conceden la opción de reproducirla sin tener consciencia de la difusión que puede alcanzar. Y todo esto sin prepararlos previamente para un uso responsable de esos dispositivos. Hubo un tiempo en el que el enfado de un niño con otro solía quedar en la intimidad de los implicados. En cambio, si hoy alguien cuelga un mensaje ofensivo o una imagen vejatoria en cualquiera de las redes sociales, desconocemos hasta dónde se difunden ese mensaje y esa imagen de carácter vejatorios, igual que desconocemos el muy grave el daño que pueden causar.
Habrá quien diga que todo es cosa de educación. Por supuesto que sí, pero pensemos que la educación, ‘guiar y extraer las posibilidades internas de un individuo’, no es competencia solo de la escuela. Es labor que comienza en la propia vivienda familiar, en el ambiente social y en las instituciones superiores. Es necesario dar el ejemplo que un niño y un adolescente puedan seguir como orientación para ser un ciudadano normal. Cualquier otra cosa es empeorar la situación o poner parches que solo disimulan la herida.



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