Madrid no es ciudad que albergue muchas leyendas o, al menos, las que tiene no son de gran antigüedad. Eso es debido, naturalmente, a su relativa modernidad. Sin embargo, aquellas que podemos situar en su suelo no dejan de tener interés, aunque a veces parecen sacadas del repertorio de un ciego romancista o de los pliegos de sucesos de los folletines del siglo XIX.
En la calle de la Cabeza, empotrada en la fachada de una casa, todavía se puede ver una cabeza de cordero tallada en piedra. La mayoría de la gente desconoce cuál sea la razón de ese aditamento de la pared, pero si preguntáis en alguno de los bares típicos o en las tiendecitas tradicionales que aún quedan por allí, os podrán contar la historia.
En el siglo XVI, siendo rey de España Nuestro Señor Don Felipe II, la zona de Atocha aún formaba parte de los arrabales de Madrid. En esa área, cerca de lo que hoy es la plaza de Tirso de Molina, discurre la calle que aún se llama de la Cabeza, aunque se desconoce con qué nombre se conocía antes del episodio que narramos.
En dicha calle habitaba un caballero dotado de una gran fortuna no solo en dinero, sino también en joyas y alhajas de todo tipo que había ido heredando de su familia. En el tiempo de que hablamos carecía de cualquier pariente conocido y él era ya mayor y se encontraba soltero, pues no había encontrado ninguna mujer que le apeteciese como esposa. Con él vivía en la casa un único sirviente que lo atendía en todo cuanto pudiese necesitar.
El criado abrigaba la secreta esperanza de que más tarde o más pronto parte de la riqueza de su señor pasaría a ser de su propiedad. Y es que, pensaba, por mucho que pudiese legar para fines de beneficencia, no cabía duda de que su fidelidad y servicio continuado habría de tener su recompensa. Y como la avaricia hace perder a los hombres el sentido, la simple idea de lo que confiaba recibir como premio se convirtió pronto en impaciencia y poco después en vivos deseos de que su señor muriese lo antes posible.
Hasta que un día, siendo ya poca su paciencia y mucha su codicia, determinó que lo mejor sería darle muerte por su propia mano aprovechando que los dos estaban solos en la casa y que el lugar estaba apartado y era adecuado para sus fines. Ni corto ni perezoso, una noche, mientras su señor dormía, el avaricioso criado, con un certero hachazo, lo degolló. Cogió cuanto dinero, alhajas y utensilios de oro y plata pudo cargar y desapareció de Madrid.
Adónde fue nadie lo supo, pero la cosa es que vivió de manera desahogada en un lugar donde nadie lo conocía. Algún tiempo después, tuvo necesidad de regresar a Madrid para resolver algunos asuntos de su interés, pero iba confiado porque pensaba que ya nadie lo reconocería y lo más seguro era que se hubiesen olvidado de aquel señor solitario, ya que no había persona que reclamase la resolución del misterio de su muerte.
Al pasar por una carnicería de la Plaza Mayor, se le ocurrió comprar una cabeza de cordero. El carnicero se la envolvió lo mejor que pudo, pero el malvado criado no se dio cuenta de que, pese a todo, la sangre que aún manaba de la cabeza había empapado el paquete y él iba dejando tras de sí un reguero de sangre por toda la calle. Dio la casualidad de que un alguacil reparó en lo que ocurría y se le acercó para preguntarle qué llevaba en aquel paquete. El criado respondió que una cabeza de carnero. El alguacil, desconfiado y curioso, le pidió que se la mostrara.
Cuando el infiel criado abrió el paquete, se llevó la desagradable y extraña sorpresa de que lo que apareció en el envoltorio era la cabeza ensangrentada de su señor. Estuvo el criado a punto de perder el sentido y no tardó mucho en confesar su fechoría. Fue juzgado y condenado a muerte y se le ajustició en la Plaza mayor. Los jueces decidieron, además, que se esculpiera en piedra una cabeza de carnero y se colocara en la fachada de la casa donde habitó el caballero asesinado. Desde entonces, a esa calle se le llama calle de la Cabeza.
1 comentario:
Esta historia me ha gustado mucho y le voy a corresponder con esta otra.
Hace algunos años, mientras disfrutaba de unos días de vacaciones en Salamanca, me tropecé por la calle a un viejo compañero de mili. Era Edmundo, aunque a decir verdad fue él quien tropezó conmigo y, al pedirme disculpas, nos miramos y nos reconocimos al instante, ¡después de veinte años! Aquel encuentro casual fue una alegría tan grande para los dos, que no dudamos en fundirnos en un fuerte abrazo en plena acera, ante la atónita mirada de los transeúntes.
En el transcurso de la conversación, al enterarse Edmundo (Edmundo Dantés, como a mi me gustaba decirle como si se tratase del mismísimo conde de Montecristo) que estaba pasando unos días en su ciudad, inmediatamente me propuso que me fuera a vivir con él, que tenía sitio suficiente en una casita adosada situada en el casco nuevo de la ciudad. Como no quería ocasionarle ninguna molestia y la idea me parecía innecesaria, tuve que insistir con firmeza en que el hotel estaba pagado por mi empresa. Sin embargo, no tuve más remedio que ceder ante un improvisado calendario de actividades que supo organizar en plena calle, donde él haría de anfitrión y yo no tendría que preocuparme absolutamente de nada. Y dejó muy claro que me recogería todos los días y que por las noches, si quería dormir en el hotel, me llevaría con mucho gusto, que después de tanto tiempo sin vernos teníamos que disfrutar como antes, cuando éramos soldados. La verdad es que nos lo pasamos muy bien durante el tiempo de mili.
Me llevó a conocer a su familia, su casa y su perro, Klaus, un husky siberiano precioso, muy cariñoso como su dueño, y juguetón. Klaus tenía tres años en aquel momento y era un perro robusto, provisto de largo pelo gris y blanco, propio de la raza. Solía dormir en el baño de la entrada, con la puerta abierta. Allí tenía su comida, su cama y su agua y aún quedaba sitio suficiente para las demás funciones del aseo.
Como me encantan los perros, Klaus me sedujo inmediatamente. También yo debí caerle muy bien, tanto que desde los primeros minutos de mi llegada no dejó de juguetear conmigo.
No pasó mucho rato cuando Klaus empezó a tomarse la confianza y a ponerse pesado, de modo que Edmundo no tuvo más remedio que encerrarlo en el baño para poder mantener nuestra conversación dentro de unos niveles mínimos de entendimiento. Una vez dentro, el perro se volvió más inquieto y comenzó a aullar como un lobo. Eran agudos aullidos heredados de sus ancestros, usados desde lo más profundo de los bosques para comunicarse entre sí. Los aullidos fueron cada vez más molestos y repetitivos, y acordamos, por sugerencia de Edmundo, no prestarle atención que pronto se le pasaría. Pero de hecho no fue así y, unos minutos después, se escuchó un golpe seco dentro del baño que obligó a Edmundo se levantarse para averiguar qué había sucedido. Al llegar al baño, no pudo abrir la puerta. Lo intentó una y otra vez pero la puerta solo cedía unos centímetros, resultando obvio que algo impedía su apertura. Salió fuera y miró por la ventana exterior del baño, intentando comprender qué estaba pasando. Instantes después me llamó para que viera lo que había ocurrido.
Nervioso y encerrado, los movimientos de Klaus provocaron que un trozo de encimera de aglomerado, el que queda tras recortar el hueco del fregadero, inicialmente situado detrás de la puerta, cayera al suelo produciendo el golpe seco que escuchamos. El trozo de encimera quedó situado entre la puerta y la mampara del baño, impidiendo que se pudiera abrir la puerta. La solución era en principio sencilla: bastaría con meter la mano y levantar el trozo de encimera hasta conseguir abrir la puerta. Pero no contamos con Klaus, un perro juguetón criado entre niños.
Cada vez que Edmundo intentaba poner la encimera de pie, metiendo como podía el brazo por entre la estrecha raja que dejaba la puerta, Klaus, creyendo que jugaban con él, mordisqueaba la mano subido encima del tablero, lo cual hacía que el peso total que tenía que levantar su brazo, impedido por una mala postura, fuera muy superior a capacidad.
Yo contemplaba por la ventana los movimientos del animal, sus gestos y la situación en la que se encontraba Edmundo que, tendido en el suelo tratando de izar el trozo de aglomerado, comenzaba a perder la paciencia. Después de varios intentos, aquello resultaba tan divertido que me dio por reír mientras comentaba, como si fuera un partido de fútbol, los movimientos precisos del husky a su dueño, con la finalidad de dirigir la maniobra de izamiento. Conforme la situación se volvía más caótica, nuestras risas aumentaban ante aquella situación de impotencia, y terminamos por atraer la presencia de familiares y vecinos, curiosos por saber qué estaba pasando. En unos minutos, un estado general de júbilo se apoderó de todos nosotros, que no deseábamos resolver aquella situación sino más bien estirarla.
En cada intento se repetía la misma reacción de Klaus: subido sobre el tablero jugueteaba con la mano impidiendo que se pudiera levantar. De repente, cuando la situación empezaba a ser tediosa y a perder atractivo, apareció un vecino con un trozo de embutido en la mano; se acercó a la ventana, le dijo a Edmundo que se preparase, metió el brazo dentro y llamó a Klaus, que bajó de la tabla y acudió a la ventana para conseguir su premio. Como esperaba más recompensa por su buena conducta, por fin Edmundo pudo levantar el pesado tablero.
El viejo de la colina
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