Aínsa, l'Aínsa para sus moradores, es una villa oscense que merece la pena ser visitada. Nos encontrábamos en Jaca y alguien nos había hablado de la belleza de Aínsa. La distancia entre una y otra población es de unos 70 kilómetros, pero el viaje, que normalmente se hace en poco menos de una hora, nos llevó casi dos. No contábamos con una carretera en obras y las continuas detenciones. El calor del mes de julio ponía lo demás. Pero al fin llegamos. Situada al pie de la impresionante mole rocosa de la Peña Montañesa, ella misma colgada sobre rocas, Aínsa no era una villa medieval como nos habían asegurado. Aínsa era, confío en que siga siendo, la Edad Media hecha pueblo, una maravilla.
Nada más llegar, nos sentamos bajo los soportales de su plaza-mercado para reponernos del fatigoso viaje y refrescarnos con una espumosa cerveza. Hablando de la temperatura, apenas era media mañana, el amable camarero que nos atendía dijo: "Hoy va a hacer más calor que en la misa del diablo". Extrañados por tal comparación, le preguntamos qué era la tal misa. Nos contestó que era algo que se decía allí en el pueblo en recuerdo de una historia muy antigua. Naturalmente, le rogamos que nos contara la historia, si es que la sabía, y como todavía no había mucha clientela, no dudó en iniciar el relato.
Hace mucho tiempo, los antiguos dicen que en tiempos de las cruzadas, era costumbre en el pueblo que los caballeros se reunieran para salir a cazar. En una de estas cacerías participaba, como siempre, el conde de Artal, protagonista de la historia. El día era frío, no como hoy, y como la batida se estaba dando mal, el señor de Artal se separó del resto de los cazadores y se sentó a descansar resguardado por unas rocas. Pasado un rato, un ruido entre la maleza despertó su atención. Era un enorme jabalí que, al levantarse el conde, salió huyendo. El conde decidió perseguirlo. Corrieron entre las brañas, saltaron arroyos, subieron y bajaron montes hasta que, por fin, el señor de Artal pudo acorralarlo. Se disponía a acometerlo con su lanza cuando sucedió algo bien extraño. El jabalí, con voz ronca aunque no desprovista de atractivo, le dijo: "No me mates. Si me perdonas la vida, yo te recompensaré de un modo que no imaginas". Artal quedó de momento paralizado ante semejante prodigio. Pero, sin saber por qué, bajó su lanza y dejó que el jabalí escapara entre la maleza.
Se reunió con el resto de los monteros, aunque no dijo nada de lo sucedido. Como el día empezaba a decaer, regresaron al pueblo. Tampoco en su casa contó nada. Se sentó a cenar junto a su esposa, pero apenas si probó bocado. Cuando, tras la cena, la señora de Artal declaró que se iba a acostar, él alegó que no tenía sueño. Con una copa de licor en la mano, se sentó ante la chimenea y pronto se vio vencido por el sopor. Sería ya la media noche cuando un ruido de troncos que se movieron en la chimenea lo despertó. Pudo contemplar cómo las llamas se reavivaron e iluminaron todo el salón. Por fin las llamas se dividieron en dos y de su centro apareció alguien con figura de hombre. Se dirigió al caballero con estas palabras: "¿Sabes quién soy?" "Si vienes del fuego, no puedes ser otro que el diablo", respondió el señor de Artal. "Cierto. Y también soy aquel a quien has perdonado hoy la vida, por lo que vengo a cumplir la palabra dada de recompensarte. Has de saber que tu hijo, que marchó hace dos años a las cruzadas, regresará vivo porque yo cuidaré de él". Luego cogió unos tizones encendidos y los colocó encima de una mesa. A continuación, las llamas volvieron a abrirse y Satanás desapareció entre ellas. El caballero cayó de nuevo en un profundo sueño.
A la mañana siguiente, cuando todos los habitantes de la casa despertaron, el caballero vio cómo sobre la mesa había depositados cinco grandes lingotes de oro puro. La esposa, que entró en aquel momento en la sala, contó a su marido que había soñado con un ángel que le anunció que su hijo regresaría vivo de la guerra si erigían un templo en honor de la Virgen María. El caballero decidió entonces contar todo lo que le pasó en día anterior y la visión de la noche pasada. Después de mucho cavilar, ambos decidieron dedicar parte del oro recibido en construir la iglesia. Solo pusieron una única condición: que todos los años, por aquella misma fecha, en dicho templo se celebrara una misa para rogar por el demonio. A las autoridades eclesiásticas del lugar les pareció una monstruosidad, pero como ninguno de los señores daba su brazo a torcer, terminaron por ceder.
Lo que el camarero ya no supo decirnos es si se seguía oficiando esa misa y si el heredero de los señores de Artal, a quien parecían proteger tanto las fuerzas del cielo como las del infierno, regresó de las cruzadas.
1 comentario:
Una historia muy bonita. Cualquier persona, aguerrida o no, que se encontrase en la misma situación que el conde de Artal, el brazo en alto y dispuesto a acometer al jabalí con su la lanza, hubiera reaccionado igual ante la sorpresa de que el animal hablara. Pudo haber una época en la que se hablaba más con los animales o que estos, ante situaciones extremas, miraban de manera dialogante; el resto de cada historia podía ser pura imaginación.
Supongo que esta bella historia de la misa por el diablo podría ser una posible explicación del suceso que me contaron una vez de Tomás Alberto.
Éste era un joven estudiante de COU, repetidor, que con diferencia notoria era más lento que los demás en el aprendizaje de las cosas. Pero solía ser, sin embargo, muy ordenado y constante en su trabajo y de hecho, a su velocidad y a su modo, siempre terminaba sus tareas y llegaba a donde se proponía. Tenía su mundo interior, como cualquier persona, y alternaba sus estudios de COU con los de solfeo y piano y con cuantas ocupaciones laborales le salían para ayudarse en los estudios. A su natural falta de capacidad académica, en la que sin duda influían sus múltiples actividades, había que sumar su balance negativo de horas de sueño al día, lo que se ponía de manifiesto cuando literalmente se dormía en plena clase. Seguramente, en el actual sistema educativo, a Tomás Alberto le hubiera ido mejor que entonces, cuando el COU estaba considerado un buen curso de preparación universitaria.
Vamos con la historia que quería contar. Corría el mes de abril y hacía una mañana deliciosa, sin frío ni calor. Las ventanas de la clase, no obstante, permanecían cerradas excepto una del final, mientras cuarenta alumnos de COU asistían a clase de Filosofía y atendían con más o menos buena actitud a la exposición del superhombre de Nietzsche, el último momento de la transmutación. De repente, sin saber cómo, una abeja despistada debió entrar por la única ventana que permanecía entreabierta y sin que nadie se percatara de su presencia, atravesó la clase y llegó hasta donde estaba el profesor. La abeja revoloteó atrevidamente una y otra vez, dando varias vueltas alrededor del docente como si estuviera interesada por la explicación. El profesor actuaba despreocupado sin dejar de hablar y sin darle la menor importancia a los caprichosos vuelos del himenóptero, hasta que en una de las veces la abeja, arriesgándose aún más, dirigió su vuelo hacia la cara del docente y ante la atenta mirada de sus pupilos. El profesor, percatado de la situación, con total naturalidad hizo al fin ademán de esquivar a la abeja, sin mostrar miedo, y blandió suavemente su mano para apartarse el insecto. Ante todo pretendía evitar que los alumnos se distrajeran más de lo normal con la presencia de la abeja para poder reanudar la clase, pero ella no parecía desear lo mismo.
Una vez que logró molestar visiblemente al profesor, la abeja dirigió sus ataques hacia los alumnos, los cuales entre risas, gritos, silbidos e histeria, se sacudían con la mano o con los apuntes las embestidas del animal. El profesor intentaba por todos los medios poner orden, insistiendo en que no se pusieran nerviosos que la abeja sólo picaría si era molestada. Pero era inútil, cada vez acudían más alumnos a la contienda armados con todo tipo de objeto a su alcance. La lucha era desigual. Una sola abeja, sin más arma que un diminuto aguijón de tres milímetros, contra todo un curso de embravecidos y furiosos alumnos de COU. Bueno, todos no, todos menos uno. La situación era de auténtico caos cuando la abeja pareció entender la gravedad del momento y se dirigió hacia la ventana donde estaba sentado Tomás Alberto, ajeno a todo. En su huida impactó violentamente contra el cristal y quedó aturdida unos instantes sobre el alféizar, al cabo de los mismos se repuso e intentó de nuevo salir. Todos gritaron una y otra vez a Tomás Alberto para que aprovechara el momento y la rematara. Estaba claro que la abeja se había hecho muy impopular pero había alguien que no veía las cosas del mismo modo. Sin nada en las manos, Tomás Alberto se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y al instante la abeja salió del aula como si no hubiera pasado nada. Se hizo el silencio más absoluto de los últimos minutos de aquella clase, más incluso que cuando se hablaba de Nietzsche. Todos volvimos nuestras miradas atentas hacia él, que con un tono más humano de lo habitual nos dijo: “No era necesario matar al animal”.
A partir de ese momento todos admiraron cada día más a Tomás Alberto, aunque hoy, tras la lectura de la misa por el diablo, me ha quedado la duda de si la abeja pudo decirle algo al alumno en aquel delicado momento y si, como gratitud por salvarla, le habría devuelto el favor. El hecho es que a partir de entonces las cosas le fueron mejor a Tomás Alberto.
El Viejo de la Colina
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