Nunca olvidaré la vez que acompañé al abuelo para pasar con él un día en la huerta. Había acudido con mis padres a pasar una semana en el pueblo de los abuelos. Estuve nervioso desde que el abuelo me preguntó la víspera si querría acompañarlo.
Mi madre me despertó cuando apenas apuntaba el día. «Venga, espabila, que te vas con el abuelo», me dijo, mientras mi olfato reconocía el aroma del café recién hecho y del pan recién cocido. Aquella noche había dormido poco pensando en lo que imaginaba ser una experiencia nunca antes vivida.
Se hacía preciso salir temprano porque, siendo verano, había que evitar el azote del sol. Iba montado sobre un burro del que tiraba, cogido por el ronzal, el abuelo, que caminaba delante. El camino no era largo en exceso, pero a mí se me hizo una eternidad. El abuelo me hablaba de no sé cuantas leguas, pero yo no sabía qué era aquello de las leguas.
Para mí, lo mejor de todo fueron las tareas en las que ambos colaboramos, si bien yo, según creo hoy, estorbaba más que ayudaba. Una vez que soltamos bajo el chamizo de cañas y paja la carga que llevábamos, quitamos las malas hierbas que impedían el lozano crecer de lo que allí había plantado; regamos los árboles frutales y las hortalizas. Yo levantaba la compuerta de la acequia cuando me lo indicaba él, que, con movimientos que reflejaban maestría, le iba abriendo o cerrando caminos, según convenía, al agua.
Cogimos tomates, pimientos, berenjenas, higos de las higueras. Me enseñó a reconocer la flor de la calabaza. Me pedía que frotase las palmas de mis manos con las hojas rasposas de las higueras, o de las tomateras, y luego me las oliera. Luego estuvimos comprobando cómo iban de sazón los melones y las sandías. Arrancó un melón de la mata, lo olió, lo golpeó con gesto experto con los dedos de su mano derecha y, con palabras firmes, me dijo: «Este está pepino; échaselo al burro». Y cortándolo en trozos con su navaja, me los pasó para que los diese al animal. Y yo extasiaba viendo cómo este se comía con fruición aquel fruto recién arrancado a la tierra.
Llegada la hora, comimos resguardados bajo la sombra del chamizo; tortilla de patatas y queso con pan blanco que nos había preparado la abuela. A aquella hora, todo el horizonte reverberaba y el canto de las cigarras y el croar de las ranas inundaban el espacio hasta herir los oídos. Luego, en una manta tendida en el suelo, dormimos una siesta.
A la caída de la tarde, el abuelo cargó los serones con los frutos recogidos e iniciamos el camino de regreso. Las circunstancias rodaron de tal forma que nunca más en mi vida se me presentaría ocasión de ir a la huerta con el abuelo.
Sin embargo, creo que aquella experiencia fue suficiente para despertar en mí el amor y respeto hacia la naturaleza. Por eso, todavía, cada vez que salgo al campo y veo el amarillo de los chopos o el cobre de los castaños en el otoño, los trigales manchados de amapolas y jaramagos en la primavera, o cada vez que abro un higo y mancho mis dedos con su gotita de miel, cada vez que rajo un fresco y jugoso melón en un día del caluroso verano mis recuerdos se remontan al único día que tuve la dicha de visitar la huerta del abuelo.
Walt Whitman (1819-1892): Hojas de hierba. Canto a mí mismo. 31, Una hoja de hierba (traducción de León Felipe)
Creo que una hoja de hierba no es menos
que el día de trabajo de las estrellas,
y que una hormiga es perfecta,
y un grano de arena,
y el huevo del reyezuelo,
son igualmente perfectos,
Y que la rana es una obra maestra,
digna de los señalados,
y que la zarzamora podría adornar
los salones del paraíso,
que la articulación más pequeña de mi mano
avergüenza a las máquinas,
y que la vaca que pasta, con su cabeza gacha,
supera a todas las estatuas,
y que un ratoncillo es milagro suficiente
como para hacer dudar
a seis trillones de infieles.
Descubro que en mí
se incorporaron el gneis y el carbón,
el musgo de largos filamentos, frutas, granos y raíces.
Que estoy estucado totalmente
con los cuadrúpedos y los pájaros,
que hubo motivos para lo que hubo allá lejos
y que puedo hacerlo volver atrás,
y hacia mí, cuando quiera.
Es vano acelerar la vergüenza,
es vano que las plutónicas rocas
me envíen su calor al acercarme,
es vano que el mastodonte se retrase
y se oculte detrás del polvo de sus huesos,
es vano que se alejen los objetos muchas leguas
y asuman formas multitudinales,
es vano que el océano esculpa calaveras
y se oculten en ellas los monstruos marinos,
es vano que el aguilucho
use de morada el cielo,
es vano que la serpiente se deslice
entre lianas y troncos,
es vano que el reno huya
refugiándose en lo recóndito del bosque,
es vano que las morsas se dirijan al norte,
al Labrador.
Yo les sigo velozmente, yo asciendo hasta el nido
en la fisura del peñasco.
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