lunes, octubre 03, 2011

 
DICCIONARIOS

    En 1613 murió Sebastián de Covarrubias, lexicógrafo, capellán de Felipe II y canónigo de la catedral de Cuenca. Dos años antes, 1611, cumplimos ahora, pues, su cuarto centenario, publicó la obra que daría fama a su nombre, el Tesoro de la Lengua Castellana o Española, que a juicio de los entendidos es el mejor diccionario de nuestra lengua hasta la aparición del Diccionario de Autoridades, de la RAE.
    El Tesoro es una obra magna que no solo fue pionera sino que, en algunos aspectos, no ha sido igualada. Siendo un diccionario en el sentido usual del término, también es diccionario etimológico y, también,  enciclopedia.
    Zalabardo, que es sabedor del valor que yo concedo a los diccionarios de toda índole, sin empacho puedo decir que dispongo de una veintena larga de obras de esta naturaleza, puede dar fe del aprecio que siento hacia el de Covarrubias y de cómo son abundantes las ocasiones en que lo consulto. Bien es verdad que este libro del que hablamos adolece de errores que en ocasiones son de bulto, especialmente en lo que atañe a las etimologías, o de simplicidad en la parte enciclopédica. Pero hemos de pensar que su autor no solo fue un pionero en estas lides, sino que carecía de los medios de documentación de que hoy podemos valernos, lo que centuplicaba, no creo exagerar, su trabajo.
    Me pregunta Zalabardo si este tipo de obras tienen sentido en nuestra época, marcada por los avances que supone Internet. Cualquier palabra que desconozcamos, cualquier consulta que deseemos realizar nos puede quedar resuelta con un solo clic.
    Los diccionarios en línea parecen querer desplazar a los de papel. Aquellas enciclopedias que no hace mucho tiempo eran piezas imprescindibles en los salones de nuestras casas han devenido objetos obsoletos. El DRAE va siendo inmediatamente corregido y modificado en su versión en línea, por lo que sobrepasa a cualquiera de las ediciones que de él poseamos. El Dirae (Diccionario inverso del diccionario de la RAE) carece de edición en papel y solo es posible su consulta en línea. Igual acontece con el CREA (Corpus de Referencia del Español Actual). Y estos que cito son solo algunos ejemplos.
    ¿No prueba esto —me vuelve a interrogar Zalabardo— la inutilidad del espacio que concedemos en nuestras estanterías a los diccionarios en papel? Muchos piensan que sí, le respondo, pero yo no solo no lo tengo seguro sino que me rebelo contra quienes tal cosa mantienen. Miro ahora mismo a mi alrededor y compruebo que, al alcance de mi mano, tengo el DRAE, el Panhispánico de Dudas y uno de sinónimos y antónimos. Y que muy cerca me quedan también el de Seco, el de María Moliner, el de Americanismos, el de Casares y algunos más. Y, aunque Internet pueda dar respuesta a mis dudas, lo cierto es que aún sigo echando mano de los diccionarios de papel.
    Por eso creo, le digo a Zalabardo, que debemos celebrar los cuatrocientos años del Tesoro de Covarrubias. Y que no está de más, siquiera sea de vez en vez, pasar la vista por sus hojas. Aunque nos topemos con errores y simplezas. Porque, junto a ellos, también nos encontraremos con ejemplos de alto valor etnográfico. Como en el artículo recogido bajo el término colada: la lejía que se hace para limpiar los paños de lienzo. Díjose así porque se componen dentro de un vaso agujereado o de una cesta de mimbres por donde la lejía, que es el agua que ha hervido con ceniza, se cuela y lleva tras sí todo lo sucio de los trapos. Por esta mesma razón se llamó bogada, de bugo, que vale horado, de donde se dijo abujero, y corruptamente agujero.
    Zalabardo se ríe porque, como yo, aún recuerda que, siendo niños, ese era el único tipo de coladas que conocíamos. Y también se ríe de que, un poco antes, comentando el término aguja, el canónigo de Cuenca había dicho: De aguja se dijo agujero, el hueco que se hace con ella y cualquier otro claro que se haga en pared, en madera, en piedra, en paño, etc., como claree y dé lugar a la luz y a la vista.
    ¿Falta de firmeza de criterio en la elaboración? Ya lo decía antes: los métodos de trabajo eran diferentes y la tarea de corrección resultaba más difícil, lo que explica contradicciones como la del ejemplo. No obstante, después de cuatrocientos años, la obra de Covarrubias sigue mereciendo todos los elogios.

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