ALGO MÁS SOBRE ANTROPÓNIMOS Y TOPÓNIMOS
Numerosas son las veces que he discutido con Zalabardo acerca de la necesidad o no de volver sobre asuntos ya tratados anteriormente en esta Agenda. Él me dice que son ya tantos los apuntes recogidos que siempre habrá alguien que se haya perdido alguno de ellos, razón que justifica la repetición. Y yo le digo a él que, primero, habría que saber cuántas personas leen estos apuntes si es que queda alguno de los antiguos lectores; y, segundo, que es muy discutible la fuerza o autoridad que yo pueda tener para que los lectores residuales que queden se sientan empujados a seguir lo que aquí se sugiere o, simplemente, interesados en ello.
Cuando le digo esto, Zalabardo me responde que no me ha cedido su Agenda para que me ande con remilgos sobre quién me lee y quién no, sino para que difunda cuestiones relativas a usos lingüísticos que pudieran tener algún interés. Después, pasará como en la parábola evangélica: que parte de esta semilla lanzada caerá en tierra baldía o en duros caminos y se perderá; pero que la que caiga en tierra labrada producirá por toda. Porque, sentencia para acabar, lo hecho estará hecho por siempre.
Todo esto ha venido a cuento porque él me sugería que valdría la pena hablar sobre la traducción de los nombres extranjeros y sobre los topónimos españoles en lengua vernácula. Yo le contesté que eso ya había sido tratado y alguien me podría acusar de pesado y reiterativo. Pero Zalabardo, que, según sabéis, es un martillo pilón cuando le interesa, sigue erre que erre con el tema.
En fin, vamos allá. Y todo es porque un día solicitó mi opinión sobre quiénes tenían razón, los que sostenían que la nuera del príncipe Carlos de Inglaterra debería ser llamada Catalina, o los que se oponían y la seguían llamando Kate o Catherine. En esta polémica, había quien argumentaba, defendiendo la segunda opción, que no existía mayor ridiculez que la imaginar a los ingleses llamando John Charles a nuestro rey. Ante tan irrebatible argumento, cedo y le contesto.
Pero la cuestión no es tanto cómo actúan los ingleses o qué pueda ser más correcto. La cuestión es esta otra: ¿cuál ha sido la postura tradicional de nuestra lengua? Pues muy clara: desde siempre, que es como decir desde el siglo XIV aproximadamente, nuestra lengua tendía a hispanizar todos los nombres de personajes extranjeros de alguna relevancia. Ejemplo de ello tenemos en Tomás Moro, Martín Lutero o Juana de Arco. No digamos ya respecto a aquellos nombres propios de lenguas que tenían alfabeto no latino, como Avicena por Ibn Sinna o Confucio, en lugar de Kung Fu-Tzu. Incluso se españolizaban nombres que hoy han caído en desuso, como Juan Gutembergo.
El tiempo, que lo cambia todo, también ha tenido efecto en esto y parece que ya no es tan firme ese comportamiento. Por ello, si leemos la nueva Ortografía de la lengua española, hallamos que, en la actualidad, solo deben hispanizarse los siguientes antropónimos: 1. El nombre que adopta un papa para su pontificado, aunque no su nombre seglar: Juan XXIII (sin embargo, nos encontramos con que al papa actual lo llamamos Benedicto y no Benito, como correspondería). 2. Los nombres de los miembros de las casas reales: Gustavo de Suecia (pese a que es común decir Harald de Noruega) 3. Los nombres de santos, personajes bíblicos y personajes históricos célebres: san Juan Bautista, Nicolás Copérnico. 4. Los nombres de indios norteamericanos: Toro Sentado, Caballo Loco. 5. Los nombres propios motivados, como apodos o apelativos y sobrenombres de personajes históricos: Iván el Terrible, Catalina la Grande.
¿Y qué pasa con los topónimos, es decir, los nombres de lugar? En principio diríamos que el comportamiento ha sido idéntico. En España siempre se dijo Mastrique para lo que hoy no aparece sino como Maastricht, como se dijo Maguncia en lugar de Mainz o Trebisonda, o Trapisonda, en lugar de Trabzon. O aun hoy decimos Bombay y no Mumbaí, o Costa de Marfil en lugar de Côte d’Ivoire. Incluso hay casos sangrantes. En la actual edición de la Liga de Campeones, ha entrado un equipo checo que la prensa menciona como Viktoria de Plzen. ¿Es que quienes esto escriben no saben que esa ciudad ha sido siempre conocida en nuestro país como Pilsen, famoso centro cervecero que incluso ha dado su nombre a un determinado proceso de elaboración de tal bebida?
Pero, y ahí parece que es es donde Zalabardo quiere pillarme o, al menos, ponerme en trance de que me pille el toro, ¿qué pasa con los nombres españoles procedentes de una lengua vernácula? Si decimos Londres y no London, ¿por qué habremos de decir Lleida en lugar de Lérida o Gasteiz en lugar de Vitoria? Ya sé que aquí juega tanto, o más por desgracia, la política como la lengua. Por eso, y porque quiero ser claro en esta cuestión, opto por leerle el párrafo que a tal dilema dedica la Ortografía (pág. 642): … en España, muchos topónimos de las zonas bilingües cuentan con dos formas, una perteneciente a la lengua española y otra perteneciente a la lengua autonómica cooficial. Lo natural es que los hablantes seleccionen una u otra en función de la lengua en la que estén elaborando el discurso. En consecuencia, los hispanohablantes pueden emplear, siempre que exista, la forma española de estos nombres geográficos, y transferir aquellos topónimos que posean una expresión única, catalana, gallega o vasca.
¿Cómo hay que interpretar eso? Para mí, le digo a Zalabardo, la cuestión es muy fácil: si, como afirma el texto académico, elaboramos un discurso en castellano, habremos de decir, sin ninguna clase de prejuicio ni complejo, Gerona, Lérida, Tarrasa, Orense, Vitoria o Fuenterrabía (en lugar de Girona, Lleida, Terrassa, Ourense, Gasteiz u Hondarribia) porque son las formas tradicionales en nuestra lengua, mientras que, en cualquier caso, utilizaremos las formas Puigcerdà o Basauri, que son las únicas utilizadas desde siempre.
Lo anterior es, le digo a Zalabardo, la norma. Pero, como estoy harto de repetir, el uso va a su aire y, como se dice de los del Señor, sus caminos son inescrutables.
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