domingo, mayo 27, 2012

SOBRE LA VALIDEZ DE ALGUNOS LUGARES COMUNES (y, en medio, un elogio del libro electrónico)


Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.
                                               (Constantino Cavafis)

            Disfrutamos de la maravillosa panorámica de Málaga que nos permite observar el monte Coronado desde su cima cuando se me ocurre decirle a Zalabardo que añoro tiempos pasados en que el lugar poseía el aura bucólica propia de tantos cerros como cercan a nuestra ciudad (Torre Atalaya, San Cristóbal, Torre Verdiales, Alcuza, Calvario, Gibralfaro…, todos terrazas sobre la ciudad) y que hoy, ¡ay!, algunos van desgraciadamente perdiendo. En el caso del Coronado no solo por el atroz bocado infligido por una cantera que casi lo desmocha sino porque todo aquel espacio se está convirtiendo en una escombrera. En Torre Atalaya, San Cristóbal o Verdiales, la suciedad y la desidia de quienes no saben apreciar la belleza de estos miradores.
            Zalabardo me reconviene y me dice que él, que no posee más título que el que otorga la universidad de la vida, sabe bien desde hace mucho tiempo que aquello que afirma Manrique en sus famosas Coplas, y aún hoy muchos ilusos mantienen, sobre si cualquier tiempo pasado fue mejor es por completo falso; que si existió una Edad de Oro, ya nunca regresará; que nunca podremos retornar a nuestra Ítaca; que el Paraíso Perdido nunca lo recuperaremos. Si algo de ello fuese posible, me dice remarcando bien las palabras, después de tantos años y de tanto progreso ya alguien lo habría conseguido. Ya se dio cuenta de todo ello Rubén Darío cuando escribió aquello de juventud, divino tesoro, te vas para no volver.
            Y entonces me recuerda una conversación que tuvimos hace días después de leer un artículo en el suplemento dominical de un diario sobre las ventajas y desventajas del libro digital frente al libro de papel, su soporte más tradicional y, aún, más habitual. Defendía aquel artículo, que basaba sus argumentos en la opinión de especialistas de diferentes ramas, que la memoria retiene mejor lo que lee en un libro impreso y que la lectura avanza más en este formato que en un lector electrónico o en un PC.
            No sé cuánto habrá de cierto en tales planteamientos pero, le decía a Zalabardo, creo que, aunque el libro de papel no se perderá, el electrónico se impondrá antes o después porque tiene indudables ventajas.
            Yo, que no creo ser sospechoso en mi aprecio por los libros impresos, que gusto del tacto del papel y del olor de la tinta, a veces digo que, si tuviera dinero, me gustaría ser coleccionista de libros. Lo malo es que ni tengo dinero ni el sueldo de un profesor (además, jubilado) alcanza para dispendios de esa índole. A lo más que llego es a tener unas cuantas ediciones (facsimilares, aunque humildes) de libros que se pueden considerar bellos por su encuadernación, sus ilustraciones, su significado o por todo a la vez. Tengo, de esos que digo, una Gramática de Nebrija, una Celestina, un Polifemo, de Góngora, un Beato de Liébana, un Marinero en tierra, de Alberti, un manuscrito de El camino, de Delibes, un Quijote ilustrado por Dalí y algunos otros.
            Digo lo anterior porque, aun así, soy uno de los rendidos al libro electrónico; sin abandonar, repito, los otros. Aparte del hecho simple de que sea un dispositivo propio del progreso de nuestra época, le encuentro la ventaja de su poco peso y, quizá la mayor, la de permitir almacenar en él un elevado número de títulos, lo que nos permite llevar con nosotros una biblioteca o efectuar según qué lecturas en consonancia con el  momento y estado de ánimo, pues no siempre se apetece la misma. En el mío, le digo a Zalabardo, creo que llevo ahora cargados en torno a cincuenta libros; entre ellos, el Quijote, El Caballero Zifar, El aleph, la Germania de Tácito, Los tres mosqueteros, Las mil y una noche y una muestra suficiente de la última literatura, como, por ejemplo, el ensayo La civilización del espectáculo, de Vargas Llosa, que se manifiesta renuente a este tipo de dispositivo lector, o la novela El abuelo que saltó por la ventana y se largó, divertido relato de Jonas Jonasson. Este dispositivo, además, permite escribir notas y comentarios al texto al tiempo que leemos. Ya sé que esto se puede hacer con el libro de papel, pero en este caso nunca necesitaremos el lápiz  y las anotaciones pueden ser más largas.
            Me dice Zalabardo que eso demuestra lo que me decía al principio y es razón más que suficiente para que seamos conscientes de que, aunque no debamos olvidar nunca el pasado, menos aún se nos debe olvidar afirmar bien los pies en el presente y mirar, sin confiarnos demasiado, hacia el futuro. Porque el pasado, por valioso que lo consideremos, se nos fue, el presente se nos desliza entre los dedos y el futuro es impredecible. Ya lo dijo bien claro Horacio: Dum loquimur fugerit invida / aetas: carpe diem, quam minimum credula postero!, o dicho en román paladino, Mientras hablamos huye envidioso / el tiempo: ¡Disfruta el momento, porque incierto es el mañana!

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