Así, sabio como te has vuelto,
con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan
las Ítacas.
(Constantino Cavafis)
Disfrutamos de la
maravillosa panorámica de Málaga que nos permite observar el monte Coronado
desde su cima cuando se me ocurre decirle a Zalabardo que añoro tiempos pasados
en que el lugar poseía el aura bucólica propia de tantos cerros como cercan a
nuestra ciudad (Torre Atalaya, San Cristóbal, Torre Verdiales, Alcuza, Calvario,
Gibralfaro…, todos terrazas sobre la ciudad) y que hoy, ¡ay!, algunos van desgraciadamente
perdiendo. En el caso del Coronado no solo por el atroz bocado infligido por
una cantera que casi lo desmocha sino porque todo aquel espacio se está
convirtiendo en una escombrera. En Torre Atalaya, San Cristóbal o Verdiales, la
suciedad y la desidia de quienes no saben apreciar la belleza de estos
miradores.
Zalabardo me
reconviene y me dice que él, que no posee más título que el que otorga la universidad
de la vida, sabe bien desde hace mucho tiempo que aquello que afirma Manrique en sus famosas Coplas, y aún hoy muchos ilusos
mantienen, sobre si cualquier tiempo pasado fue mejor es por completo falso;
que si existió una Edad de Oro, ya nunca regresará; que nunca podremos retornar
a nuestra Ítaca; que el Paraíso Perdido nunca lo recuperaremos. Si algo de ello
fuese posible, me dice remarcando bien las palabras, después de tantos años y
de tanto progreso ya alguien lo habría conseguido. Ya se dio cuenta de todo
ello Rubén Darío cuando escribió
aquello de juventud, divino tesoro, te vas para no volver.
Y entonces me recuerda
una conversación que tuvimos hace días después de leer un artículo en el
suplemento dominical de un diario sobre las ventajas y desventajas del libro
digital frente al libro de papel, su soporte más tradicional y, aún, más
habitual. Defendía aquel artículo, que basaba sus argumentos en la opinión de
especialistas de diferentes ramas, que la memoria retiene mejor lo que lee en
un libro impreso y que la lectura avanza más en este formato que en un lector
electrónico o en un PC.
No sé cuánto habrá de
cierto en tales planteamientos pero, le decía a Zalabardo, creo que, aunque el
libro de papel no se perderá, el electrónico se impondrá antes o después porque
tiene indudables ventajas.
Yo, que no creo ser
sospechoso en mi aprecio por los libros impresos, que gusto del tacto del papel
y del olor de la tinta, a veces digo que, si tuviera dinero, me gustaría ser
coleccionista de libros. Lo malo es que ni tengo dinero ni el sueldo de un profesor
(además, jubilado) alcanza para dispendios de esa índole. A lo más que llego es
a tener unas cuantas ediciones (facsimilares, aunque humildes) de libros que se
pueden considerar bellos por su encuadernación, sus ilustraciones, su
significado o por todo a la vez. Tengo, de esos que digo, una Gramática de Nebrija, una Celestina, un Polifemo,
de Góngora, un Beato de Liébana, un Marinero
en tierra, de Alberti, un
manuscrito de El camino, de Delibes, un Quijote ilustrado por Dalí
y algunos otros.
Digo lo anterior
porque, aun así, soy uno de los rendidos al libro electrónico; sin abandonar,
repito, los otros. Aparte del hecho simple de que sea un dispositivo propio del
progreso de nuestra época, le encuentro la ventaja de su poco peso y, quizá la
mayor, la de permitir almacenar en él un elevado número de títulos, lo que nos
permite llevar con nosotros una biblioteca o efectuar según qué lecturas en
consonancia con el momento y estado de
ánimo, pues no siempre se apetece la misma. En el mío, le digo a Zalabardo,
creo que llevo ahora cargados en torno a cincuenta libros; entre ellos, el Quijote, El Caballero Zifar, El
aleph, la Germania de
Tácito, Los tres mosqueteros, Las
mil y una noche y una muestra suficiente de la última literatura, como,
por ejemplo, el ensayo La
civilización del espectáculo, de Vargas
Llosa, que se manifiesta renuente a este tipo de dispositivo lector, o la
novela El abuelo que saltó por la
ventana y se largó, divertido relato de Jonas Jonasson. Este dispositivo, además, permite escribir notas y
comentarios al texto al tiempo que leemos. Ya sé que esto se puede hacer con el
libro de papel, pero en este caso nunca necesitaremos el lápiz y las anotaciones pueden ser más largas.
Me dice Zalabardo que
eso demuestra lo que me decía al principio y es razón más que suficiente para
que seamos conscientes de que, aunque no debamos olvidar nunca el pasado, menos
aún se nos debe olvidar afirmar bien los pies en el presente y mirar, sin
confiarnos demasiado, hacia el futuro. Porque el pasado, por valioso que lo
consideremos, se nos fue, el presente se nos desliza entre los dedos y el
futuro es impredecible. Ya lo dijo bien claro Horacio: Dum loquimur fugerit invida / aetas: carpe diem, quam
minimum credula postero!, o dicho en román paladino, Mientras hablamos
huye envidioso / el tiempo: ¡Disfruta el momento, porque incierto es el mañana!
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