En ocasiones, Zalabardo me echa en cara que no valoro suficientemente
los comentarios que se hacen a los apuntes incluidos en esta Agenda. Intento hacerle ver que
está errado en su apreciación, pues siempre he mantenido que nadie escribe para
sí mismo, yo tampoco, sino que lo hace con la intención de ser leído por otros,
lectura que nunca se agradecerá bastante. Tan lo creo así que en bastantes
ocasiones he dicho que incluso quien escribe un diario (texto personal donde
los haya) lo hace con la secreta esperanza de que alguien lo descubra y lo lea.
Señal de que no es tan íntimo.
Pero para que vea que lo que digo es verdad, hoy quiero hacer
referencia a uno de esos comentarios recibidos. Me lo envió María Elena Schlesinger, desde Guatemala,
hace ya tiempo, el pasado 23 de junio y era alusivo al apunte del 19 de marzo
en que comentaba aquello del ojo de
boticario. Quien me siga recordará que allí defendía yo un significado
que ningún diccionario recoge y apuntaba una posible explicación al refrán venir algo como pedrada en ojo de
boticario también diferente a los sentidos que se le aplican en
diccionarios y en los glosarios de dichos y refranes. Que alguien de Guatemala
perdiese algo de su tiempo en leer uno de mis apuntes me llena de orgullo, para
qué negarlo.
Pues bien, la señora Schlesinger,
junto a un amable elogio del apunte, me adjuntaba el enlace para acceder a un
artículo que ella había escrito en elperiodico.com,
de su país (http://www.elperiodico.com.gt/es/20120623/lacolumna/214032).
En él se alude a estos ojos de
boticario que yo decía, ‘recipientes de vidrio llenos de agua coloreada’
y que, actuando como gran angular, ayudaban a los boticarios a vigilar el local
desde la rebotica. Y en él encuentro, además, una serie de bellas palabras que
en nuestro país apenas si se emplean o tienen un sentido diferente: menjurje, apotecario (que es lo que aquí llamamos albarelo, ‘recipiente de cerámica que contiene diferentes
productos’), destiladera, remembranza (‘recuerdo’,
‘evocación’), valijita de parto
(‘canastilla’) y algunas otras.
Y en uno de los blogs que publica el diario El País pude toparme con el comentario de una serie de
modismos mexicanos: bolero
(‘limpiabotas’), güero (‘persona
de piel blanca y/o de pelo rubio’), vibrar
algo (‘estar en la onda, estado de ánimo, sintonía’), cruzarse (‘ingerir varias
drogas’) y varios más.
Dichos textos y las palabras que en ellos hallé no me permitieron solo
ver que mi hipótesis era acertada, en el caso del primero, sino que, a la vez,
me concedió plantearme una reflexión sobre nuestra lengua, que le expongo a
Zalabardo: ¿cuántas personas hablan español? Sin entrar en el manejo de cifras
oficiales, digamos que unos 400 millones. De ellos, sobre 44 millones somos los
españoles; los demás se reparten por el resto del mundo, especialmente en
América. Meditemos sobre el hecho de que solo México tiene dos veces y media
más habitantes que nuestro país y el conjunto de los países americanos supone
nueve veces más habitantes que los que aquí estamos.
¿A qué conclusión quieres llegar con tales datos?, me pregunta
Zalabardo. Le contesto que a uno muy simple: que a veces nos miramos demasiado
el ombligo y nos creemos los de esta orilla del Atlántico, en esto de la
lengua, los reyes del mambo, los dueños del idioma. Y no consideramos que en la
otra orilla también se habla el español y por muchas más personas de las que
imaginamos. Y que ellos son tan dueños como podamos serlo nosotros de este
idioma que nos une más que ninguna otra cosa. Que lo que se habla en América no
es simplemente ‘una modalidad del español’, sino que es el español, tan
correcto, y a veces más que el nuestro. Esto lo supo percibir perfectamente Juan Ramón Jiménez, quien, en Estética y ética estética (que
recoge textos compuestos entre 1915 y 1954), dejó escrito lo que sigue: ¡Qué
estraño oír hablar un español mejor a un colombiano, un mejicano, un boliviano!
Un español mejor que el mío, ¡qué estraño! más educado que el mío [….] porque
sigue en su hora y en su lugar, su espacio y su tiempo.
Si nos paramos a ver la nómina de escritores surgidos en América
durante el último siglo y medio, si hablamos con cualquier americano
hispanohablante, no nos costará trabajo aceptar la verdad que encierran las
palabras del poeta de Moguer.
Y, aceptado todo ello, aprovecho para enviar un saludo y mi
agradecimiento a todos los americanos hispanohablantes que siguen estos
apuntes, que no son pocos.
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