Me llama la atención Zalabardo sobre mis reiteradas alusiones a las
relecturas. Le respondo, por supuesto que en broma pues hacerlo con otra
actitud sería pedantería, que a mi edad ya no queda nada interesante que leer.
Qué más quisiera yo que haber alcanzado ese nivel de lectura. También le
recuerdo la anécdota que se cuenta de Menéndez
Pelayo en su lecho de muerte. Dicen que dijo, yo supongo que diría algo
más: Qué pena, morirme ahora con la de libros que me quedan por leer… Ya
en serio, le digo a mi amigo que, sin pedanterías, algo de lo primero hay. No
porque no se escriban libros interesantes, que se escribirán, sino porque la
política editorial parece inclinarse hacia un libro de consumo fácil y de
redacción más fácil todavía. Los editores buscan el libro superventas, que
sirva para regalar, que venda muchos ejemplares, aunque el contenido deje que
desear.
De las últimas
lecturas ‘nuevas’ que he realizado, tengo que decir que ninguna me ha llenado
como en tiempos pasados me llenaron Madame
Bovary, Crimen y castigo
o Niebla, por citar solo
algunas. Eso es, en parte, lo que me lleva a refugiarme en lecturas ya añejas.
Eso y, como he dicho otras veces, el deseo de enfrentar la experiencia actual
con el recuerdo de una lectura realizada hace años. Tal es esa curiosidad, que
lo que estoy leyendo ahora, una vez acabado El giro, es Las
aventuras de Pinocho, de Collodi,
en un ejemplar que lleva unas bellísimas ilustraciones de Roberto Innocenti. Después, quizá siga con Tom Sawyer y, posiblemente, con Alicia en el país de las maravillas. Aunque sea para
comparar la literatura infantil de hoy con la de otras fechas. Y como digo que no encontraba novelas que
me llenaran, acabo de leer un ensayo: El
giro, de Stephen Greenblatt,
interesante y ameno libro sobre los orígenes del pensamiento renacentista. Entre
otras muchas páginas interesantes de este libro, encontramos algunas curiosas
como, por ejemplo, las que tratan sobre el proceso de preparación del papiro para escribir sobre él y
la evolución del libro. Y de eso quiero tratar hoy.
El papiro, sabemos, es una planta
herbácea cuyos tallos pueden medir hasta dos metros. El tallo o junco se
cortaba longitudinalmente de forma cuidadosa para extraer la capa interior,
llamada líber, de donde
procede precisamente la palabra libro.
Estas finas tiras se colocaban unas sobre otras ligeramente superpuestas;
encina, se colocaba una segunda capa de tiras de forma transversal respecto a
la otra. Luego se golpeaba con cuidado con lo que la savia actuaba como cola
que pegaba las hebras entre sí. De esta forma se conseguían unas tiras de hasta
18 metros, que se encolaban y enrollaban. Para facilitar el enrollado y
desenrollado, en cada extremo se ponía una varilla de madera, de un ancho
superior, que recibían el nombre de umbilicus
(ombligo). Cada uno de estos
rollos recibía el nombre de volumen
(en latín, ‘lo que se enrolla’).
Alejandría, ciudad de
Egipto, pasaba por ser la poseedora de la mayor biblioteca de la antigüedad.
Con ella rivalizaba Pérgamo, ciudad griega situada en Asia Menor. Para evitar
ser sobrepasada, Alejandría comenzó a poner trabas a la exportación de papiro, con lo que Pérgamo
carecía de material para hacer libros.
Entonces, para salvar esta dificultad, se les ocurrió, hacia el siglo III a.
C., comenzar a utilizar pieles de animales sobre las que, después de peladas,
raspadas, adobadas y estiradas, se podía escribir. Las hojas obtenidas,
cuadradas o rectangulares, fueron llamadas pergaminos.
Se empleaban pieles de cabra o carnero y, las más apreciadas, ternera, que eran
las llamadas vitelas.
Cuando hacia el siglo
VI fueron escaseando tanto el papiro
como el pergamino, se
recurrió a raspar y preparar pergaminos
ya usados para volver a escribir sobre ellos. Estos fueron los llamados palimpsestos.
Las hojas de pergamino ya escritas e
ilustradas se cosían formando cuadernos,
que recibieron el nombre de códices
(‘tablillas’) en recuerdo del codex,
la tablilla originaria
encerada sobre la que escribían tanto griegos como romanos.
De esta forma, con el
tiempo, libro, volumen y códice, en el origen cosas diferentes, vinieron a significar
lo mismo.
El papel, en cambio, es mucho más
tardío, pues la primera noticia sobre él la tenemos en China, en el siglo II de
la era actual. Lo obtenían a partir de la caña de bambú, de la paja del arroz y
de la fibra de la morera, especialmente. En el siglo VIII, los árabes lo
conocieron en Samarcanda. Para obtenerlo, empleaban casi exclusivamente trapos
de algodón, con lo que el resultado era un papel
de superior calidad que el chino. Parece que la primera fábrica de papel europea se instaló en
Játiva (Valencia) hacia el año 1154. Al producto así obtenido se le llamó
primeramente pergamino de trapo,
aunque después se le denominó papiro,
con lo que se recuperaba el antiguo nombre. Sin embargo, el término castellano papel, que se comenzó a utilizar
en 1219, procede del catalán paper.
Zalabardo, tras oírme
con atención, me dice que todo ello está muy bien, pero que el texto de Greenblatt del que he partido lo he
leído en un libro electrónico,
lo que muestra la evolución producida desde el libro de papiro hasta la actualidad. O sea, que cabe decir
aquello de “hoy las ciencias adelantan…”
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