Reiteradas veces he dejado aquí
dicho que cuando Zalabardo y yo paseamos juntos (me acompaña bastantes veces)
hablamos de los más variopintos temas, como es fácil suponer. El miércoles
pasado caminábamos por la margen izquierda del Guadalhorce desde su
desembocadura hacia el polígono que lleva su nombre. Casualmente, se me ocurrió
comentarle que en un ejemplar de un diario nacional me había encontrado dos
ejemplos que incidían en el mismo error. En una crónica deportiva había leído *su
propio área; y en una información de tema político se leía *el
mismo aula. Dos personas distintas, le dije, en un mismo día y en el
mismo medio incurrían en idéntico error: considerar que área y aula
son, por construirse con el artículo el (el área, el
aula), de género masculino, ignorando, u olvidando, que son de género
femenino y que ese el con que se construyen, en determinados casos, no es más que
una variante formal del artículo femenino.
¿Cómo
es eso de que el es un artículo femenino?, se sobresalta Zalabardo, deteniéndose
a la altura del polideportivo Martín Carpena. Entonces me vi precisado a ofrecerle
una sucinta exposición de la historia de los artículos. El latín, le dije,
carecía de tal categoría gramatical y las lenguas romances se vieron precisadas
a crearla de alguna manera. La mayoría recurrió al demostrativo ille-illa-illud.
De ahí salieron los españoles el y la (dejo a un lado el
neutro para simplificar); los franceses le y la y los italianos il
y la.
En algunas zonas (hay gente para todo) los formaron a partir de ipse-ipsa-ipsum,
como vemos en el caso del catalán balear es/so y sa.
Pero vamos a lo nuestro. En el español primitivo, los
artículos nuestros fueron elo (<illum) y ela
(<illam),
que más tarde evolucionarían hacia el y la. Así, en la más
antigua muestra de nuestra lengua, la glosa emilianense 89 se puede leer ela
mandatione (la orden) y ela sua face (la su cara), mientras
que en el Libro de Alexandre, del siglo XIII, hallamos elos
dos (los dos). ¿Qué pasó con el tiempo? Pues es muy fácil: el masculino
evolucionó siempre a el(o), mientras el femenino
ofreció una doble evolución. Si el sustantivo que seguía comenzaba por consonante,
se transformaba en (e)la, como se aprecia en la romería, por ejemplo. Pero si ese
sustantivo al que acompañaba comenzaba por vocal, la evolución era hacia el(a);
en el Poema de Mío Cid se lee desnuda el espada, y en el Cancionero
de Palacio, del siglo XV, se recoge un villancico titulado So el
encina (Bajo la encina).
Sin embargo, más adelante, todos los sustantivos empezados
por vocal empezaron a ser introducidos por la, como los de inicio consonántico.
¿Todos? Todos no, algunos, los que comenzaban por a o ha tónicas, siguieron
siendo introducidos por la forma, también femenina, el (el águila, el agua,
el
hacha). ¿Por qué? Posiblemente, para evitar la cacofonía que se producía
en el encuentro de las dos vocales.
¿Y todo eso debe saberlo la gente?, me preguntó Zalabardo,
con cara de asombro. Toda la gente no, le respondí. Deben saberlo todos los que
utilizan el lenguaje como herramienta de trabajo (periodistas, locutores,
profesores, escritores…), porque a ellos es a quienes oye e imita la gente
común. Del mismo modo que deben saber algunas cuestiones más que demuestran la
naturaleza femenina de esos sustantivos y de ese artículo concreto. Por
ejemplo, que en plural, reaparece la forma las (las águilas); que cuando
entre el artículo y el sustantivo se coloca un adjetivo, también se recupera la
forma la (la altiva águila); que esta norma vale para sustantivos, pero
no para adjetivos (el hacha, pero la alta casa); que solo un
y algún
se comportan del mismo modo ante sustantivos que comienzan por a
o ha
tónicas debido a la tendencia a apocoparse que presentan los determinantes uno
y alguno
ante sustantivos que empiezan por vocal (un águila, pero unas águilas); y que los
demás determinantes se construirán en femenino (esta agua, toda
arma, misma área…).
Hay algunas cuestiones más relacionadas con este caso, pero
creo que ya está bien por hoy para no incurrir en atosigamiento de datos.
Mientras tanto, nuestra caminata había ido progresando: del Guadalhorce cruzamos
hasta el polígono Santa Bárbara y desde allí, a través de la avenida de Europa,
enfilamos hacia casa. La tarde estaba preciosa; quizá demasiado para la fecha
en que estamos. Te agradezco, le dije a mi buen Zalabardo, que me acompañes en
mis caminatas, pues es cierto que el camino parece acortarse cuando se disfruta
de buena compañía.
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