Constantemente, Zalabardo y yo
hablamos de todo. Debatimos sin estridencia y con mesura (o lo procuramos) cuanto
se nos ocurra. En estos tiempos, es normal que nos planteemos la cuestión del
secesionismo catalán, sus posibles consecuencias, o las posibilidades de
evitarlo. Zalabardo mantiene la tesis de que en el origen no hay sino postura
inmovilista (por ambas partes) respecto al tema lingüístico. ¿Y la “pela”?, le
pregunto. Hace un gesto difuso, pero acepto plantear el debate en sus términos.
Solemos mirar la diversidad de
lenguas, me dice, como castigo ejemplar de Dios
—o eso se lee en la Biblia— a la soberbia humana que pretendía una salvaguarda frente
a un nuevo diluvio (ya sabéis, esa historia de Babel). Pero… Entonces me muestra un texto de Covarrubias, quien, pese a respetar (¿la compartía?) la ortodoxia
de su época, no duda en mantener otras ideas que, dado los tiempos que corrían,
podrían haberle acarreado algún que otro perjuicio. Como la de afirmar, por
ejemplo, que no hay lenguas puras —lo que no es cuestión baladí— sino que todas
muestran ejemplos de corrupción. Para Covarrubias,
corrupción significa mezcla e influencia de cada una de las lenguas con elementos
de las demás. Por eso dice que, incluso el hebreo, la pretendida lengua original,
tenía mezcla de palabras caldeas o que cuando
Nuestro Redentor vino al mundo se hablaba vulgarmente la lengua siriaca mezclada.
Llama la atención que en su Tesoro, ya en las primeras líneas
sobre la entrada lengua afirmase con rotundidad que no hay lengua que se pueda llamar natural.
Como también es interesante su idea
de que la diversidad de lenguas, más que castigo, se puede tener por gran felicidad en la tierra, pues con ellas comunica
el hombre diversas naciones, y suele ser de mucho fruto en caso de necesidad,
refrenando el furor del enemigo, que hablándose en su propia lengua se repone y
concibe una cierta afinidad de parentesco que le obliga a ser humano y clemente.
Me pide, entonces, que reflexione
sobre cómo en nuestro país, pocas veces se ha mantenido una opinión tan
flexible. Lo pienso y me encuentro con que Nebrija
puso unos firmes cimientos a la concepción de la unidad nacional a partir de
una lengua uniforme al escribir en su Gramática: una cosa hallo y saco por conclusión muy cierta: que siempre la lengua
fue compañera del imperio. La aceptación del castellano como elemento
unificador y uniformizador de lo español se generalizó y es la que late en el conocido
verso de Hernando de Acuña: un Monarca, un Imperio y una Espada. Y
así ha sido casi siempre. Los que ya tenemos cierta edad, tuvimos que oír hasta la extenuación
lo de por el Imperio hacia Dios. O pudimos
leer una de aquellas octavillas que recomendaban: Hable bien. Sea patriota. No sea bárbaro. Es de cumplido caballero que
usted hable nuestro idioma oficial o sea el castellano. Es ser patriota. Viva
España y la disciplina de nuestro idioma cervantino. ¿Lo ves, me dice
Zalabardo? Todo ello se condensa en ese genuino exabrupto español ¡A mí me habla usted en cristiano! ¿Pero
es que hay lenguas que sean más “cristianas” que las otras?
Zalabardo me insiste en que aquellos
polvos engendraron los lodos de hoy. Y me pide que lea, como antídoto contra lo
anterior, estas palabras del Consejo
Federal helvético dirigidas en 1938 al Parlamento
Suizo en defensa de una convivencia plurilingüe: pueblos de lengua diferente pueden coexistir en un mismo país si están
unidos por la voluntad de vivir en común y si su comunidad está organizada de
manera que cada lengua pueda engendrar libremente la vida espiritual que le es
propia.
¿No podríamos ser, en ese aspecto,
como los suizos?, me pregunta Zalabardo. Y, juntos, hacemos un repaso de la
estructura lingüística de aquel país. Los datos fríos son los siguientes: Suiza
cuenta con cuatro lenguas consideradas igualmente oficiales: alemán, francés,
italiano y retorromano. Sin entrar en cuál sea la lengua materna y el grado de
conocimiento de las demás, se puede decir que hablan alemán alrededor del 72%
de la población; francés, el 21%; italiano, el 6,5% y el retorromano menos del 1%.
Pero lo que nos admira es que la
actual Constitución suiza determina
que: Los idiomas nacionales son el
alemán, el francés, el italiano y el retorromano (art.4). Se garantiza la libertad del idioma
(art. 18). Los cantones determinarán sus
lenguas oficiales (art. 70.1) —lo que supone que en cada cantón la
enseñanza se imparte en su lengua oficial—. La
Confederación y los cantones fomentarán la comprensión y los intercambios entre
las comunidades lingüísticas (art. 70.3). Con todo ello, mi amigo me destaca
dos cuestiones. Una, que todo ciudadano tiene derecho a dirigirse a las
instituciones nacionales en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir
respuesta en esa lengua. Y otra, que la Conferencia
Suiza de los Directores Cantonales de Enseñanza Pública defendía en uno de
sus documentos lo siguiente: Todos los
escolares han de aprender, aparte de su correspondiente lengua cantonal, al
menos una segunda lengua oficial del país además del inglés. Así mismo, han de
gozar de la posibilidad de aprender si así lo quisieran una tercera lengua
oficial y otras lenguas extranjeras adicionales.
¿Qué para ello hay que modificar la Constitución?
Como si hay que modificarla para otros asuntos. ¿Qué lo impediría si tenemos
voluntad de hacerlo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario