Una inoportuna lesión del tendón de
Aquiles y el calor me tienen un poco retenido en lo que a las habituales
caminatas se refiere. Ando menos en espera de que el tratamiento de rehabilitación
dé el resultado apetecido. No obstante, Zalabardo y yo no renunciamos a
quedarnos parados y, aunque menos, algunos paseos damos.
El otro día, la idea fue suya, nos
fuimos al Parque a realizar lo que en tiempos se llamaba “una visita de
cumplido”, es decir, a observar los principios de cortesía debidos hacia
quienes hace años no atendíamos y a preocuparnos un poco por su situación. Ya
se sabe en estos casos: preguntar por la salud, interesarnos por cómo
sobrellevan la crisis, hablar de los últimos chismes de la tele o de la
vecindad, reiterarles que nos alegramos mucho de verlos y, para no resultar
pesados, despedirnos tras el tiempo adecuado para no resultar pesados.
En Málaga, por fortuna, hay varios
parques, pero cuando se dice el Parque todos sabemos que hablamos del que va
desde la Plaza de la Marina hasta la Fuente de las Tres Gracias.
Las visitas, claro está, iban
destinadas a los habitantes habituales del Parque, a los que moran allí “desde
toda la vida”, a los que “están en efigie”, es decir, a quienes desde sus
pedestales, porque hablamos de esculturas, contemplan el diario discurrir del
Parque.
Ya al principio, o al final,
Zalabardo me hizo notar algunas particularidades. Por ejemplo, que el Cenachero, esa figura tradicional ya
desaparecida (¿para bien?, ¿para mal, ¿quién lo sabe?) del vendedor callejero
de pescado parece haberse quedado a las puertas mismas del Parque. Está allí,
junto al aparcamiento de la Plaza de la Marina, dirigiendo sus pasos hacia la
arboleda, como si viniera de la ya antigua Playa de la Pescadería y se
detuviera antes de llegar. Pero es que, me dice Zalabardo, otro que queda en
las lindes es Don Antonio Cánovas, en actitud de paseante
meditativo, aunque mirando hacia el este, como si quisiera huir del lugar. Si a
eso unimos que quien fuera alcalde de la ciudad, García Grana, está en un rincón de la Plaza de la Marina, un tanto
escondido, a las puertas mismas de Parque pero sin entrar en él, algo nos hace recelar
que no todo está bien en uno de los jardines más importantes y bellos de la
ciudad.
Porque el Parque de Málaga merece un
poco más de atención. No de los jardineros, que lo tienen “hecho un pincel”
(doy fe, porque pasamos mucho por allí y los vemos trabajar). Necesita atención
de las autoridades. Algo de eso ocupó la charla con sus moradores, los de
siempre, no los que van de paso, pues, siguiendo las modas de la época, hay
muchos ocupas (lo siento, no me gusta eso de okupa). Y es que los
bancos del Parque se han convertido en camas ocasionales para muchos mendigos e
incluso de gente que no puede ser calificada de tal. Comprendemos que la crisis
aprieta, pero los servicios sociales del Ayuntamiento deberían hacer algo y
evitar esa desagradable estampa que ofrece el Parque a quienes nos visitan.
Los que somos de aquí parece que ya “nos hemos dado por cachi”, nos hemos
rendido. Algunos, incluso recordamos los destrozos causados cuando la feria se
celebraba allí (¡una barbaridad!). Los tiempos han cambiado, pero aún se
necesita más cuidado para la zona.
Don
Eduardo Ocón, condenado a permanecer
en un lateral exterior del bello auditorio que lleva su nombre, nos decía: “al
final, lo agradezco, porque el auditorio, su escenario, se ha convertido en uno
de esos modernos 'hosteles', alojamientos de habitaciones compartidas y servicios
comunes donde el viajero que no cuenta con sobrados recursos, por lo común
gente joven, puede ahorrarse algo de dinero”. Y es que el escenario del
auditorio parece servir de almacén de mantas, mochilas, maletas y bultos de
quien no tiene donde dejarlos. Para mayor vergüenza, este día del que hablo en
que Zalabardo y yo decidimos hacer la visita, para poder hacerle la foto a don Eduardo nos vimos precisados a esperar
a que uno de estos desaprensivos terminara de orinar allí mismo, a la vista de todo el mundo, en mitad
del escenario. El auditorio Ocón no está en ningún lugar escondido, sino justo
enfrente del bello edificio del Ayuntamiento. Total, que Zalabardo y yo nos
dirigimos allí a presentar una queja y una denuncia. “¿Es que no hay vigilancia
que impida esas desagradables escenas?” La respuesta fue triste: “De vez en
cuando enviamos una pareja a desalojarlos, pero luego vuelven”.
Y eso que el paseo sur del Parque es
el más concurrido: los habituales sufren la situación; los ocupantes lo degradan y los paseantes evitan pasar por allí. Quedan los extranjeros que desconocen su
estado; estos se llevan en sus retinas muchas desagradables vistas.
Este paseo sur lo guardan en sus
esquinas dos poetas: Salvador Rueda
en la que mira al oeste y Rubén Darío
en la que mira al este, hacia Pedregalejo. Con ellos, también son vecinos los
pintores Ferrándiz y Muñoz Degrain. A todos ellos acompañan
otros seres pertenecientes a la imaginación: la Ninfa del cántaro, la Ninfa
de la caracola, el burrito Platero
y las alegorías del invierno y de la
primavera, estos últimos en la glorieta de don Modesto Laza. A todos ellos da alegría el Fiestero, que, agitando su pandero, nos acerca a los oídos el sonido
alegre de los verdiales.
El paseo norte está menos concurrido.
Tiene menos vecinos y algo más escondidos. Es más lugar de paso y menos de
paseo. Alguno de sus moradores, por ejemplo el escritor Arturo Reyes se nos quejaba de que ya podían podar la rama de la
palmera que oculta su rostro y que, como se descuide, le va a saltar un ojo.
Aparte de que tal circunstancia le impide ver la figura de la gitanilla que hay
a sus pies. Don Narciso Díaz de Escovar,
hombre comedido y prudente donde los haya, nos comentaba, como en un chismorreo a
media voz, lo que le desagrada tener que estar junto al único que se muestra de
“cuerpo entero”, el Comandante Benítez,
que, por muy héroe de la guerra de África que fuera, no deja de mantener su
prepotente pose de militar. “El Marqués
de Guadiaro” —nos dice Don Narciso—
“ya es otra cosa”.
Al final del paseo, de vuelta a la
Plaza de la Marina, nos sentamos un ratito bajo la sombra de las palmeras junto
a Christian Andersen, que parece
haber realizado antes que nosotros el mismo paseo. Nos dice unas palabras que
nos intranquilizan: “No os olvidéis de nadie, que la gente es muy susceptible”.
Zalabardo se da una palmada en la frente y grita: “¡San Fiacre!” Y es que este santo, patrón de los jardineros, también
está por allí, en el paseo sur. El pobre se nos quejó de que a él se le haya
reservado un simple azulejo, ni siquiera un busto como el de la mayoría, y se
le tenga colocado en lugar tan poco visible. Pues dicho queda.
2 comentarios:
Zalabardo, se te han "pasado" los AMORCITOS. Un abrazo. Javier.
Perdón, los AMORCILLOS. Y que Aquiles se recupere bien y pronto.
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