domingo, julio 20, 2014

MIS AMIGOS DEL PARQUE



            Una inoportuna lesión del tendón de Aquiles y el calor me tienen un poco retenido en lo que a las habituales caminatas se refiere. Ando menos en espera de que el tratamiento de rehabilitación dé el resultado apetecido. No obstante, Zalabardo y yo no renunciamos a quedarnos parados y, aunque menos, algunos paseos damos.
            El otro día, la idea fue suya, nos fuimos al Parque a realizar lo que en tiempos se llamaba “una visita de cumplido”, es decir, a observar los principios de cortesía debidos hacia quienes hace años no atendíamos y a preocuparnos un poco por su situación. Ya se sabe en estos casos: preguntar por la salud, interesarnos por cómo sobrellevan la crisis, hablar de los últimos chismes de la tele o de la vecindad, reiterarles que nos alegramos mucho de verlos y, para no resultar pesados, despedirnos tras el tiempo adecuado para no resultar pesados.
            En Málaga, por fortuna, hay varios parques, pero cuando se dice el Parque todos sabemos que hablamos del que va desde la Plaza de la Marina hasta la Fuente de las Tres Gracias.
            Las visitas, claro está, iban destinadas a los habitantes habituales del Parque, a los que moran allí “desde toda la vida”, a los que “están en efigie”, es decir, a quienes desde sus pedestales, porque hablamos de esculturas, contemplan el diario discurrir del Parque.
            Ya al principio, o al final, Zalabardo me hizo notar algunas particularidades. Por ejemplo, que el Cenachero, esa figura tradicional ya desaparecida (¿para bien?, ¿para mal, ¿quién lo sabe?) del vendedor callejero de pescado parece haberse quedado a las puertas mismas del Parque. Está allí, junto al aparcamiento de la Plaza de la Marina, dirigiendo sus pasos hacia la arboleda, como si viniera de la ya antigua Playa de la Pescadería y se detuviera antes de llegar. Pero es que, me dice Zalabardo, otro que queda en las lindes es Don Antonio Cánovas, en actitud de paseante meditativo, aunque mirando hacia el este, como si quisiera huir del lugar. Si a eso unimos que quien fuera alcalde de la ciudad, García Grana, está en un rincón de la Plaza de la Marina, un tanto escondido, a las puertas mismas de Parque pero sin entrar en él, algo nos hace recelar que no todo está bien en uno de los jardines más importantes y bellos de la ciudad.
            Porque el Parque de Málaga merece un poco más de atención. No de los jardineros, que lo tienen “hecho un pincel” (doy fe, porque pasamos mucho por allí y los vemos trabajar). Necesita atención de las autoridades. Algo de eso ocupó la charla con sus moradores, los de siempre, no los que van de paso, pues, siguiendo las modas de la época, hay muchos ocupas (lo siento, no me gusta eso de okupa). Y es que los bancos del Parque se han convertido en camas ocasionales para muchos mendigos e incluso de gente que no puede ser calificada de tal. Comprendemos que la crisis aprieta, pero los servicios sociales del Ayuntamiento deberían hacer algo y evitar esa desagradable estampa que ofrece el Parque a quienes nos visitan. Los que somos de aquí parece que ya “nos hemos dado por cachi”, nos hemos rendido. Algunos, incluso recordamos los destrozos causados cuando la feria se celebraba allí (¡una barbaridad!). Los tiempos han cambiado, pero aún se necesita más cuidado para la zona.
            Don Eduardo Ocón, condenado a permanecer en un lateral exterior del bello auditorio que lleva su nombre, nos decía: “al final, lo agradezco, porque el auditorio, su escenario, se ha convertido en uno de esos modernos 'hosteles', alojamientos de habitaciones compartidas y servicios comunes donde el viajero que no cuenta con sobrados recursos, por lo común gente joven, puede ahorrarse algo de dinero”. Y es que el escenario del auditorio parece servir de almacén de mantas, mochilas, maletas y bultos de quien no tiene donde dejarlos. Para mayor vergüenza, este día del que hablo en que Zalabardo y yo decidimos hacer la visita, para poder hacerle la foto a don Eduardo nos vimos precisados a esperar a que uno de estos desaprensivos terminara de orinar allí  mismo, a la vista de todo el mundo, en mitad del escenario. El auditorio Ocón no está en ningún lugar escondido, sino justo enfrente del bello edificio del Ayuntamiento. Total, que Zalabardo y yo nos dirigimos allí a presentar una queja y una denuncia. “¿Es que no hay vigilancia que impida esas desagradables escenas?” La respuesta fue triste: “De vez en cuando enviamos una pareja a desalojarlos, pero luego vuelven”.
            Y eso que el paseo sur del Parque es el más concurrido: los habituales sufren la situación; los ocupantes lo degradan y los paseantes evitan pasar por allí. Quedan los extranjeros que desconocen su estado; estos se llevan en sus retinas muchas desagradables vistas.
            Este paseo sur lo guardan en sus esquinas dos poetas: Salvador Rueda en la que mira al oeste y Rubén Darío en la que mira al este, hacia Pedregalejo. Con ellos, también son vecinos los pintores Ferrándiz y Muñoz Degrain. A todos ellos acompañan otros seres pertenecientes a la imaginación: la Ninfa del cántaro, la Ninfa de la caracola, el burrito Platero y las alegorías del invierno y de la primavera, estos últimos en la glorieta de don Modesto Laza. A todos ellos da alegría el Fiestero, que, agitando su pandero, nos acerca a los oídos el sonido alegre de los verdiales.
            El paseo norte está menos concurrido. Tiene menos vecinos y algo más escondidos. Es más lugar de paso y menos de paseo. Alguno de sus moradores, por ejemplo el escritor Arturo Reyes se nos quejaba de que ya podían podar la rama de la palmera que oculta su rostro y que, como se descuide, le va a saltar un ojo. Aparte de que tal circunstancia le impide ver la figura de la gitanilla que hay a sus pies. Don Narciso Díaz de Escovar, hombre comedido y prudente donde los haya, nos comentaba, como en un chismorreo a media voz, lo que le desagrada tener que estar junto al único que se muestra de “cuerpo entero”, el Comandante Benítez, que, por muy héroe de la guerra de África que fuera, no deja de mantener su prepotente pose de militar. “El Marqués de Guadiaro” —nos dice Don Narciso— “ya es otra cosa”.
            Al final del paseo, de vuelta a la Plaza de la Marina, nos sentamos un ratito bajo la sombra de las palmeras junto a Christian Andersen, que parece haber realizado antes que nosotros el mismo paseo. Nos dice unas palabras que nos intranquilizan: “No os olvidéis de nadie, que la gente es muy susceptible”. Zalabardo se da una palmada en la frente y grita: “¡San Fiacre!” Y es que este santo, patrón de los jardineros, también está por allí, en el paseo sur. El pobre se nos quejó de que a él se le haya reservado un simple azulejo, ni siquiera un busto como el de la mayoría, y se le tenga colocado en lugar tan poco visible. Pues dicho queda.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Zalabardo, se te han "pasado" los AMORCITOS. Un abrazo. Javier.

Anónimo dijo...

Perdón, los AMORCILLOS. Y que Aquiles se recupere bien y pronto.