Grabado para una edición de 1900 de las Fábulas de Iriarte |
Conocida es —hablo con Zalabardo— la
insistencia con que me refiero a la responsabilidad que incumbe a las personas
para quienes el lenguaje no es mero instrumento de relación con los demás, sino
base de su actividad o profesión (profesores, locutores, periodistas,
políticos…). De ahí nace mi defensa del principio de las tres C: corrección
(respeto de las normas gramaticales, las estructuras gramaticales, la ortografía
y la puntuación), claridad (procurar ser fácilmente comprendidos y evitar los
términos equívocos) y concisión (brevedad, sencillez, rechazo
de la acumulación excesiva).
Alcanzar esas tres C exige no olvidar a
cuantos, en un tiempo anterior al nuestro, lo han conseguido. Requiere sacrificio y esfuerzo. Y respeto a los modelos, las personas
que pueden actuar como faros para las generaciones sucesivas. El modelo es muy
valioso.
Antonio Machado |
Suelo con frecuencia citar tres
nombres que para mí son referencia y guía en esta cuestión. El primero es don Manuel Alvar, profesor mío en Granada,
que acostumbraba repetirnos, como futuros profesores de lengua, las palabras
que encabezan esta Agenda: Si no podéis
mejorar la lengua que habéis heredado, procurad, al menos, no empobrecerla.
El segundo, Antonio Machado, que en
el prólogo de 1917 a Soledades, escribía: Pensaba yo que el elemento poético no era la
palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de
sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si
es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice. Y el tercero, Juan Ramón Jiménez, a quienes unos
cuantos palurdos, no se les puede llamar de otro modo, calificaban de
“exquisito” en tono despreciativo. Nadie en nuestra lengua y nuestra literatura
puede disputarle ser el caso más preclaro de dedicación y esfuerzo por conseguir
un acendramiento expresivo. A ello dedicó toda su vida. No voy a excederme en
ejemplos, pues están al alcance de quien quiera buscarlos. En 1916, iniciaba Eternidades
con este poema: No sé con qué decirlo, /
porque aún no está hecha / mi palabra, para, en el mismo libro, pedir: ¡Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas! Tras un
largo caminar hacia la expresión justa, en 1949, en Dios deseado y deseante, convencido
de haberse acercado al objetivo, exclamaba jubiloso: Todos los nombres que yo puse / al universo que por ti me recreaba yo,
/ se me están convirtiendo en uno y en un dios. / […] El Dios. El nombre conseguido
de los nombres.
Pues bien, estos nombres, estos
hombres, nunca repudiaron sus modelos. Me fijaré solo en Juan Ramón. En el volumen Ideolojía, que apareció en 1990, se
recoge una nota inédita hasta entonces y que ahora vuelve a aparecer en la
reciente publicación Vida; se
refería así a ellos: ¿Qué, quién es lo,
el que yo creía y creo que en España había llegado, en poesía y en literatura,
a esa lengua suficientemente fuerte y delicada? Desde luego, sin duda, San Juan de la Cruz; Góngora sin duda también en la parte
más musical y sensitiva de toda su májica obra. A veces, el Marqués de Santillana, Fray Luis de León, Garcilaso, Jorge Manrique.
Un poco Bécquer; Rubén Darío en muchas ocasiones; Antonio Machado en sus silvas
asonantadas de la primera época. Y, desde luego, lo popular. ¿Cabe una más
explícita declaración de respeto hacia unos modelos? Modelos hay muchos; cada uno tiene los suyos y algunos son universales.
Confieso a Zalabardo que, en
ocasiones, he llegado a temer que sea obsesión mi creencia de que hoy no se
respeta a los modelos (ni siquiera se los reconoce) y de que muchos hacen (hacemos)
dejación de la responsabilidad que cito. Me consuela ver, no obstante, que no estoy solo
en este denunciar que hablan y escriben (hablamos y escribimos) mal no solo profesores,
periodistas, locutores de radio y televisión, políticos, sino que —¡oh, paradoja!—
bastantes de los que se llaman a sí mismos escritores, han perdido el respeto a
quienes deberían servir de modelos.
César
Antonio Molina, que fue ministro de Cultura y ahora dirige la Casa del Lector, decía en un artículo
titulado La cultura y los perros: Hace
unos pocos meses, participando en una feria del libro, contemplé con estupor
cómo un perro ocupaba una caseta para también él firmar un libro. Evidentemente
un perro no puede escribir libros, pero ya es habitual que algunos de quienes los
firman no lo hayan hecho. […] No es
lo mismo leer un buen libro escrito por un autor, que otro “escrito” por un
perro, una señora de las páginas amarillas, un convicto de homicidio o tantos otros personajes atrabiliarios e
inejemplares, por muchos volúmenes que estos puedan vender.
Sergio
Amadoz, en un reportaje sobre la eficacia de la lectura para escribir bien,
se hacía eco de diferentes juicios. José
Manuel Blecua, exdirector de la Real
Academia, mantenía que para escribir
hay que ‘copiar’, idea refrendada por Luis
Alberto de Cuenca, poeta y ensayista: un
escritor se hace con la lectura porque el autor tiene que ser primero el eco de
otros, hasta que sube un peldaño y encuentra su propia voz. O Juan Bonilla, novelista: Soy hijo de mis lecturas; si hubieran sido
otras, habría sido otro escritor o no habría sido escritor.
Álex
Grijelmo, en una muestra reciente de su semanal columna, aludía a Confucio para avisarnos de que no se
puede tomar a la ligera el acto de dar nombre a las cosas. Busco el ejemplar
que tengo de los aforismos de este pensador chino, nacido el siglo VI a. C., y
veo que la cita completa es así: Un
hombre superior no habla si no sabe de qué habla. Cuando los nombres no son
correctos, el discurso no es coherente. Cuando el discurso no es coherente, los
asuntos no pueden hacerse adecuadamente. […] Así, el hombre superior usa los nombres
solo cuando son coherentes en el discurso y sabe que lo que dice puede hacerse
adecuadamente. El hombre superior no habla por hablar.
J. L. Borges |
¿Cuántos, en nuestros días, hablan
por hablar, sin que los acompañe la coherencia? ¿Podemos considerar modelo
digno de seguir la lengua que oímos en no pocos programas de televisión o
radio, en mítines políticos, la que leemos en bastantes periódicos? Y le pregunto
a Zalabardo: Dentro de tan solo, digamos, diez años, el recuerdo de los ejemplos
que cito, ¿resistirá la comparación con Jorge
Luis Borges (por ejemplo), que nació hace más de un siglo, o con Homero, nacido hace más de 2800 años, modelos
a los que sería un pecado olvidar?
No hay comentarios:
Publicar un comentario