En un periodo en el que creeríamos
gozar de más libertades que nunca sucede, paradójicamente, que también hay más
censores, más talibanes dispuestos a imponernos su pensamiento, con desprecio
de la libertad de los demás.
Recientemente, Mª Ángeles Carmona, presidenta del Observatorio contra la Violencia
Doméstica y de Género, soltó, para manifestar con vehemencia su
deseo de que el piropo sea erradicado, esta perla: "nadie tiene derecho a
hacer un comentario sobre el aspecto físico de una mujer, aunque sea bueno,
bonito y agradable”. La frase se las trae. Tal vez esta señora ignore dos cosas: que el piropo, no la burrada, es un gesto de elogio, alabanza y admiración hacia quien se dirige y que, en
nuestros días, las mujeres piropean tanto como los hombres..
No me extenderé, le
advierto a Zalabardo, sobre las palabras de la señora Carmona. Ya lo
han hecho otros antes y, con seguridad, mejor.
Solo deseo decir que la afirmación “nadie tiene derecho a
hacer un comentario sobre el aspecto físico de una mujer —yo añadiría, o de un
hombre— aunque sea bueno, bonito y agradable” no anda descaminado de ser
también un atentado contra muchas libertades legítimas y que, de seguir lo que parece indicar, media historia de la literatura constituiría una invasión en la
intimidad de la mujer (o del hombre) y debería proscribirse. Con la ayuda de
Zalabardo he realizado, un tanto al azar, una selección de textos cuya lectura
debería estar terminantemente prohibida, porque son comentarios sobre el aspecto
físico de personas (mujeres y hombres):
No me negarás, Sancho, una cosa:
cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia
aromática y un no sé qué de bueno que yo no acierto a dalle nombre? […] Yo sé
bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel
ámbar desleído
(Cervantes: Don Quijote de la
Mancha, 1, xxxi).
La belleza aparece después en una
discreta
dama, que agrada tanto a los
ojos, que dentro
del corazón nace un deseo del
objeto que
agrada; y a veces dura tanto en este,
que hace
que despierte el espíritu de
Amor. E igual
hace en la dama el hombre de
valía
(Dante: La vida nueva,
xx).
Orlando, a primera vista, parecía
predestinado a una carrera semejante. El rojo de sus mejillas era aterciopelado
como un durazno; el vello sobre el labio era apenas un poco más tupido que el
vello sobre las mejillas. Los labios eran cortos yu ligeramente replegados sobre
dientes de una exquisita blancura de almendra […] Pero, ¡ay de mí!, estos
catálogos de la hermosura juvenil no se pueden acabar sin mencionar la frente y
los ojos
(Virginia Woolf: Orlando, 1).
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois
alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis
airados?
Si cuanto más piadosos
más bellos parecéis a aquel que
os mira,
no me miréis con ira
porque no parezcáis menos
hermosos
(Gutierre de Cetina).
Dulce corazón mío de súbito
asaltado.
Todo por adorar más de lo permisible.
Todo porque un cigarro se asienta
en una boca
y en sus jugosas sedas se humedece.
Porque una camiseta incitante señala,
de su pecho, el escudo durísimo,
y un vigoroso brazo de la mínima
manga sobresale.
Todo porque unas piernas, unas perfectas
piernas,
dentro del más ceñido pantalón,
frente a mí se separan.
Se separan
(Ana Rossetti: Chico Wrangler).
¿Qué es poesía? dices mientras
clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo
preguntas?
Poesía… ¡eres tú!
(G. A. Bécquer: Rima xxi).
Se equivoca usted conmigo, no me
cabe duda. Para mí usted es como una madona en un pedestal que ocupa en mi alma
un lugar elevado, sólido e inmaculado. Pero la necesito para vivir, ¡necesito
sus ojos, su voz, su pensamiento!
(Gustave Flaubert:
Madame Bovary,
Segunda parte, ix).
Disimula mucho, a lo que yo
presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni
cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien
cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan
que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creer en una persona que vive
en un pueblo
(Juan Valera: Pepita Jiménez,
i).
Cuando nace un hombre
hay un olor a pan recién cocido
por los pasillos de la casa;
en las paredes, los paisajes
huelen a mar y a hierba fresca
(Ángela Figuera: Cuando nace un hombre).
Calisto. En esto veo, Melibea, la
grandeza de Dios.
Melibea. ¿En qué, Calisto?
Calisto. En dar poder a natura que de
tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que
verte alcanzase
(Fernando de Rojas:
La Celestina,
i).
Alcalde. Muy buenas. (Al Zapatero.) Como guapa, es
guapísima.
Zapatero. ¿Usted cree?
Alcalde. No te vayas a poner lila a
última hora… (A
la Zapatera.) ¡Qué
bonitas damas de noche lleva usted en el pelo! ¡y qué bien huelen! […]
Alcalde. Un poco brusca… pero es una
mujer guapísima, ¡qué cintura tan ideal!
(F. García Lorca:
La zapatera
prodigiosa, escena vii).
Tus piernas eran finas y tus
pechos pequeños…
todo tu encanto estaba en tus
ojos sombríos;
tu enorme cabellera de luto me
llenaba
de su cascada suave de raso entristecido…
(Juan Ramón Jiménez:
Libros de amor,
11).
Me remueve tu voz. Por ella
siento
que la rama combada se endereza
y el fruto de mi voz se crece al viento
(María Victoria
Atencia: Sazón).
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