sábado, marzo 20, 2021

MATAR AL MENSAJERO

 


            Hace tiempo, le digo a Zalabardo, que no abordamos aquí la explicación del origen y sentido de algunas expresiones. La situación actual me parece adecuada para que nos detengamos en una, Matar al mensajero, que no es sino descargar las culpas por una noticia que no agrada sobre quien la transmite en lugar de hacerlo sobre quien la provoca.

            Diferenciaba Manuel Jabois en un artículo reciente entre lectores militantes y lectores fieles o leales; con estos adjetivos no aludía a ningún tipo de adscripción política (aunque se pudiera) sino a unos hábitos y actitudes del lector. Es militante quien abre un periódico con el ánimo hecho a leer lo que quiere leer y se irrita si el contenido no se ajusta a sus deseos; es fiel o leal quien, a lo largo del tiempo, se ha ido identificando con la línea informativa de un diario y acaba por sentirlo como suyo, lo que no impide que sea crítico con algunos de sus contenidos.

            Comentábamos Zalabardo y yo la confusa semana que llevamos sufriendo a unos líderes políticos volcados en la representación de un sainete tragicómico —más trágico que cómico, si miramos la serie de graves problemas por los que atraviesa el país— en el que cada cual lucha por sobrepasar a los demás en el ya insoportable juego de ser autor de la estupidez más gorda. Y sálvese quien pueda.

            A Zalabardo no le extraña que el vértigo de los acontecimientos sobrepase a los propios medios de información que, como el ciudadano normal, tienen dificultad para explicar y analizar la situación. Ante este lógico pasmo, tan comprensible como inesperado, no faltan quienes encuentran la excusa para culpar a los medios. Los políticos, como quien no acepta su fealdad y condena al espejo por la imagen que refleja, se convierten en lectores militantes y juzgan tergiversada, manipulada, pagada por intereses espurios, la crítica que de ellos se hace. Por la indignación y descontento que muestran, de un extremismo a otro, obtendríamos la conclusión lógica de que no hay prensa creíble, ni independiente, ni libre, sino prensa canalla a la que habría que amordazar.



            Ayer, Zalabardo y yo nos entretuvimos en revisar algunos libros de estilo. Elegimos dos de medios de signo opuesto y uno de una agencia de información. No olvidemos que todos ellos comprometen y obligan a la dirección de la empresa y a sus trabajadores. No cumplir ese compromiso indica caciquismo en los primeros y pusilanimidad en los segundos. El Libro de estilo de El País, en la exposición de sus principios éticos, declara ser “medio independiente, nacional, de información general […] defensor de la democracia plural […] que se compromete a guardar el orden democrático y legal […] Se esfuerza por presentar una información veraz [ …] que ayude al lector a entender la realidad y a formarse su propio criterio […] Rechazará cualquier presión de personas, partidos políticos, grupos económicos, religiosos o ideológicos…”

            El Libro de Estilo de El Mundo, en su apartado de deontología profesional, dice que “todo lo que se publica, salvo que incurra directamente en delito […] debe ser defendido según los principios de la libertad de prensa […] El ejercicio [del periodismo] se distingue no solo por la libertad, sino por la moralidad civil, un sentido de la responsabilidad que no siempre ha reinado en los medios informativos […] El servicio a la sociedad mediante la búsqueda constante de la verdad, la consideración constante del delicado equilibrio entre perjuicio para algunos y beneficios para el conjunto de la opinión que entraña la publicación de cualquier noticia, son efectivamente deberes del periodista…”

            Y el Libro de estilo urgente, de la Agencia EFE, al reflexionar sobre las implicaciones legales de la actividad periodística, recoge que “la labor comunicadora del periodista está contemplada en el derecho a la libertad de información […] A los ciudadanos en general les ampara la libertad de expresión, que garantiza la libre formulación de los pensamientos, ideas y opiniones […] Estos dos ejercicios se complementan con el derecho de los ciudadanos a recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión…”


            ¿A qué obedece, pues, ese interés en culpar a la prensa, en su conjunto, de lo que otros hacen? Aceptemos que en ese campo, como en todos, hay malos profesionales. ¿Habremos de culpar por eso a la totalidad y deducir que no hay prensa libre ni cumplidora de su función? Le digo a Zalabardo que, según mi humilde opinión, una razón de peso para entender a estos militantes dispuestos a matar al mensajero es que nuestros políticos no saben, o no quieren saber, qué es la crítica. María Moliner, en su impagable Diccionario, dice que es ‘la expresión de un juicio, el conjunto de opiniones expuestas sobre algo’. Y le sugiero a Zalabardo que nos remontemos hasta Baltasar Gracián, que en El Criticón defiende que el conocimiento de las cosas se alcanza antes mediante el análisis y el raciocinio que por la fe. Pero parece que a muchos no les agrada que el pueblo piense, sino que comulgue con sus ruedas de molino. No olvidemos que, en el siglo XIV, a Eckhart lo acusaron de herejía no por lo que decía, sino por decirlo a “gente que no estaba en situación de entenderlo”. Así se entiende que un diputado del PP (¿de dónde lo habrán sacado?) gritase su rebuzno sobre otro diputado que se limitaba a pedir mayor atención a quienes padecen enfermedades mentales.



            No, los militantes no dudan en matar al mensajero, en culpar de sus propios vicios, mentiras y errores al informador, al analista, al crítico. ¿Y de dónde salió la expresión? La verdad es que tiene bastantes precedentes. El más antiguo que conozco está en Antígona, la tragedia de Sófocles. Un guardián se presenta asustado ante Creonte para darle cuenta de que alguien había sepultado a Polinices, cuyo cadáver debería haber permanecido insepulto como pasto de las bestias, y dice: “Heme aquí contra mi voluntad y contra la vuestra, bien lo sé, porque nadie se huelga con el mensajero de malas nuevas”. Plutarco, en el tomo IV de sus Vidas paralelas, nos cuenta que “Tigranes, al primero que le anunció la venida de Lúculo, en lugar de mostrársele contento, le cortó la cabeza”. Y Cleopatra, en la tragedia de Shakespeare, cuando amenaza de muerte al mensajero que le trae la noticia de la boda de Antonio con Octavia, oye de este: “Graciosa señora, aunque traigo las noticias, yo no hice el matrimonio”.

            Hay muchas malas noticia estos días y el pueblo, los leales de que hablaba Jabois, van cayendo en el desencanto; a los militantes que tuercen el gesto, los profesionales de la información podrían responder lo que el mensajero a Cleopatra: “Señorías, nosotros traemos la noticia, pero ni hicimos la moción de Murcia, ni la espantada de Iglesias, ni el zapatazo soberbio de Ayuso, ni la falta de firmeza del presidente Sánchez, ni…”

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