sábado, marzo 27, 2021

SER MÁS PAPISTA QUE EL PAPA

 


            Zalabardo, que nunca se separa de mi lado, puede confirmar que, cuando escribo, tengo muy presente la máxima que establece que el escritor es una persona y quien lo lee es otra diferente; aceptado eso, el objetivo del escritor, creo, debería ser conseguir que su escritura se convierta en acto de comunicación bidireccional, en conversación entre interlocutores de igual rango, sin que ninguno se sienta por encima de demás. Y que, aunque el escritor sea uno y los lectores varios, la conversación sea siempre entre dos; y, primero que nada, antes que con el otro, uno hable consigo mismo. Porque, echo mano del refranero, no olvidemos que una cosa es predicar y otra dar trigo, es decir que, puesto que resulta más fácil dar consejos que practicar lo que se aconseja, nunca estará de más reflexionar lo que se va a decir y a quién.

           En esto, como en otras cosas, soy bastante machadiano e intento aplicarme lo que decía su alter ego Juan de Mairena: “No toméis demasiado en serio nada de cuanto oís de mis labios, porque yo no me creo en posesión de ninguna verdad que pueda revelaros.” (JM, XLIV). Y no mucho más adelante: “Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones.” (JM, XLVIII)

            Viene bien esto porque hoy traigo a esta Agenda otra expresión tradicional: Ser más papista que el papa. No estoy seguro, porque no encuentro la confirmación, pero creo haber visto en algún lado que el dicho original era Ser más católico que el papa. Parece más lógica la frase y más en la línea de lo que con ella se pretende, que no es sino denunciar a quienes se muestran demasiado exigentes y estrictos en el cumplimiento de una norma, a quienes resultan ser más dogmáticos y rígidos que cualquier entendido en la materia de que se trate.



            Es quizá, le digo a Zalabardo, un pecado muy de nuestro tiempo, incapaz de diferenciar entre información y conocimiento. Y mi amigo me señala que, últimamente, parezco obsesionado con este tema. Quiero convencerlo de que no es así; que puede que sea casualidad provocada por las situaciones y hechos que nos rodean. Hay una sobreabundancia de falsos profetas en la política, la economía, la religión, la sociedad… más preocupados por imponer sus mítines, sus sermones, sus análisis, su particular visión, que por ayudar al pueblo a entender el duro camino que hemos de recorrer. Gente que, desde sus plataformas y sus púlpitos, se jacta de saber más de lo que en realidad sabe. Y uno se cansa, porque, recaigo en el refranero, sin quererlo, nos vemos víctimas de aquellos a quienes conviene aplicar lo de consejos doy que para mí no tengo.

            ¿Todo lo bueno ha de tener entonces su cara negativa?, me pregunta Zalabardo. No lo creo, le contesto, salvo que nos dejemos llevar por nuestra propia e inagotable estupidez. Disponemos de más información que nunca, se nos ofrecen más medios que en ninguna otra época para que podamos saborear una parte del nutritivo alimento del conocimiento; pero nos puede el ansia y la prisa y acabamos cayendo en las redes de quienes presumen de saberlo y conocerlo todo y, por tanto, nos instan a seguir su camino como el único verdadero y bueno.

            La verdad, si es que la verdad tuviera solo una cara, nos la vuelve a ofrecer don Antonio Machado: “Nadie sabe ya lo que se sabe, aunque sepamos todos que de todo hay quien sepa. La conciencia de esto nos obliga al silencio o nos convierte en pedantes, en hombres que hablan, sin saber lo que dicen, de lo que otros saben.” (JM, XXIX).

            De estos últimos, aconsejo a Zalabardo, es de quienes debemos protegernos, porque ellos son, al menos eso dicen, quienes lo saben todo, los que son más católicos, o papistas, que el propio papa.


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