sábado, septiembre 23, 2023

EL ORGULLO DE SER UN PAÍS PLURILINGÜE

 

En el siglo XVI, Antonio de Nebrija escribía en su Apología (1507): «Quienes ignoran pueden alegar como causa de su desconocimiento la propia ignorancia, de la que ellos mismos no han sido los responsables» para, a continuación, hacer un durísimo alegato contra los fanáticos e intolerantes (si es que una cosa no va siempre unida a la otra) que lo acusaron ante la Inquisición de que sus estudios filológicos sobre los textos bíblicos no se ajustaban a lo que el dogma imponía.

            Hablamos Zalabardo y yo del «conflicto» por la autorización en el Congreso de las lenguas cooficiales. Quinientos años después, creo encontrarme de nuevo ante un caso que no sé si calificar de ignorancia o fanatismo. Deberíamos estar orgullosos de la riqueza cultural que supone vivir en un país, y un Estado plurilingüe, pero parece que algunos eso les causa vergüenza. Le digo a mi amigo que la ignorancia podría vencerse repasando la historia; la de la evolución de nuestro país y la de la lengua. El fanatismo, en cambio, cuesta más desterrarlo.

            ¿Qué momentos de esa historia digo a Zalabardo que deberíamos repasar? Desde muy antiguo, la Península Ibérica estuvo ocupada por un conglomerado de pueblos muy diferentes, cada uno con una lengua y una cultura propia. Esta situación se vio alterada, sobre todo, desde que en el 218 a. C. los romanos arribaron a nuestras costas. En apenas dos siglos, conquistaron toda la península a excepción de esa pequeña región norteña que hoy denominamos País Vasco. E impusieron la romanización ―administración, cultura, religión y lengua― sobre todo el territorio. Esa romanización se vería condicionada por dos influencias externas posteriores: la de los pueblos germanos, a partir del siglo IV, y la de los musulmanes a partir del año 711.

 


           ¿Qué latín aprendieron en cada una de las zonas de lo que Roma llamó Hispania? Un latín con muchos rasgos de las lenguas sobre las que se impuso, lo que dio lugar a una fragmentación en diferentes dialectos. Suele contarse la anécdota de que en Roma se burlaban de la «extraña» forma de hablar de Adriano, emperador nacido en Hispania. Esa romanización es la razón de esa «Babel que nos invade amenazando destruir el país» para escándalo de algunos. El ilustre filólogo Rafael Lapesa escribió en 1942 una Historia de la lengua española ―yo utilicé en mi último año de Universidad, en Granada, la que era ya séptima edición, de 1968― en la que se puede leer: «La división administrativa romana [de la península Ibérica] no era arbitraria. Los conventos jurídicos que integraban las provincias parecen haberse atenido, en su demarcación, a núcleos previos de pueblos indígenas. A esta diversidad étnica ―y posiblemente de substrato lingüístico― se añadió la concentración de actividades de cada convento en torno a su capital» (el destacado es mío). Ese substrato lingüístico acabó por manifestarse en el mozárabe, el mirandés, el riojano, el navarro-aragonés, el gallego, el catalán, el castellano… más el euskera, que existía desde mucho antes. Y sigue Lapesa, hablando de los primitivos reinos españoles: «Los reinos medievales son entidades más claramente definidas que las provincias romanas, conventos jurídicos y obispados». O sea, que aquellos reinos ―León, Castilla, Navarra y Aragón, Valencia, Condado de Cataluña, etc.) eran entidades más firmes y diferenciada que las provincias romanas. ¿Es una barbaridad, entonces, hablar del origen plurinacional y plurilingüe de España?

 


           Tratemos de las lenguas. De las diferentes hablas españolas, solo cuatro alcanzaron el nivel necesario para convertirse en lenguas: el castellano, el catalán, el gallego y el euskera. Las tres primeras, de raíz latina, pertenecían a la familia románica. La cuarta, el euskera, es lo que se llama una lengua aislada, es decir, que no tiene vínculos conocidos con otro idioma. Si bien es un caso raro, no es único en el mundo. Podríamos citar el mapudungun, en Chile, y el burushaski, en Pakistán como ejemplos similares

            Las cuatro lenguas españolas son lenguas maternas de millones de personas que tienen el privilegio de ser hablantes bilingües, pues conocen su lengua materna y la oficial del Estado. Le aclaro a Zalabardo que no debe confundirse plurilingüismo con diversidad dialectal. Lo primero supone que una persona es capaz de comunicarse en diferentes lenguas. Lo segundo, que una lengua puede hablarse de manera distinta en diferentes zonas; por ejemplo, el andaluz, el canario y el extremeño son variedades dialectales del castellano.

            ¿Es importante cuidar y favorecer las lenguas maternas? El escritor Bernardo Atxaga hacía esta declaración: «Conservar la lengua materna es importante para quienes la hablan porque la lengua va unida completamente a su vida y no solamente a la vida propia, también a la vida de la familia y a los amigos. La defensa de la lengua propia no difiere mucho de la defensa de la vida en general». Respetando las lenguas maternas se consigue: fomentar valores como la tolerancia y el respeto, preservar conocimientos que han sido transmitidos durante siglos en esa lengua, proteger la diversidad cultural enriquecedora y potenciar el respeto a los derechos humanos.


             ¿De dónde nos vienen los prejuicios contra el uso de las diferentes lenguas españolas que no sean el castellano? Quienes tenemos edad avanzada sabemos que de la educación franquista recibida, cuyas consecuencias no acabamos de sacudirnos. Los nostálgicos de aquel periodo, defensores solo de «la lengua en que nos entendemos todos» aducen que no hay ninguna ley franquista que prohibiera esas lenguas. A lo mejor hasta tienen razón en eso de que no hay ninguna ley en el sentido que damos a esta palabra. Pero hay abundancia de hechos constatados imposibles de desmentir. El mismo Franco proclamaba en un discurso: «España se organiza en un amplio concepto totalitario, por medio de instituciones nacionales que aseguren su totalidad, su unidad y continuidad. El carácter de cada región será respetado, pero sin perjuicio para la unidad nacional, que la queremos absoluta, con una sola lengua, el castellano, y una sola personalidad, la española». Con esas palabras se suprimían siglos de cultura. No se podía publicar (libro o prensa) más que en castellano; se multaba por hablar por teléfono o poner telegramas en lenguas diferentes a la del Estado o por llamar a alguien con nombres vernáculos; se obligaba, en los cementerios, a sustituir las lápidas que recordaban al difunto en su lengua materna…

            ¿No es hora de superar esta anomalía? Albert Bastardas y Emili Boix, en ¿Un Estado una lengua?, proponen una solución que no es original, porque algo semejante funciona en Suiza: «El castellano en el Estado español podría tener un estatuto de lengua de relación, prescribiéndose su aprendizaje como segunda lengua en las áreas lingüísticas no castellanas. En correspondencia, el sistema escolar de las regiones de habla castellana tendría que poner énfasis en el aprendizaje de otra de las lenguas peninsulares».

Ahora, un candidato a ser presidente del Gobierno de España (gallego, nacido en Ourense), dice que estudia a marchas forzadas inglés, por si suena la flauta; pero parece despreciar su propia lengua gallega al olvidar que un rey castellano medieval, Alfonso X, la utilizaba con orgullo e incluso la prefería para escribir su poesía porque la consideraba más culta y sutil que el rudo y arcaico castellano de su tiempo.

2 comentarios:

siroco-encuentrosyamistad dijo...

Brillante

C.R.Ipiéns dijo...

Pedagógico, riguroso. Excelente. Un abrazo.