Me comenta Zalabardo la incongruencia que sería que un empresario pusiera
más interés en provocar el fracaso de un competidor que en alcanzar el triunfo
propio. Con este ejemplo quiere explicarme la situación que, a su juicio,
venimos viviendo desde el 23 de julio. El enfrentamiento de dos políticos. Uno
que, en lugar de trabajar por reunir los apoyos necesarios para su investidura,
ocupa su tiempo en denostar los medios con que, en su opinión, su contrincante pretende
alcanzar los suyos. Y otro, al que por el momento tampoco llegan los votos, cuyo
silencio acerca de si las acusaciones de su oponente son fundadas preocupa a
muchos.
Y todo ello ―¿hay
alguien capaz de sustraerse al debate durante estos días?― gira en torno a la
hipotética amnistía que Sánchez ofrecerá a los
independentistas a cambio de su voto. Leía, creo que el jueves pasado, la
opinión del historiador Antony Beevor sobre que «en un mundo
repentinamente repolarizado, incluso las democracias estables se ven
amenazadas por un asalto a la verdad a causa del poder de las redes sociales
masivas» Y continuaba diciendo que, aunque las teorías conspirativas siempre
han existido, «la diferencia ahora es que las ideas enloquecidas y las mentiras
pueden difundirse mucho más rápidamente y con mucha mayor convicción porque
Internet junto a los creyentes».
En esas estamos. Sitiados por la
fuerza de unas redes y unos medios cuya actuación da la razón al historiador. Con
facilidad se recurre a ellas para difundir mentiras, medias verdades,
suposiciones ―con desprecio hacia los argumentos― mediante el empleo de palabras
que acaban dándonos miedo porque se las carga de la más dañina munición posible.
Amnistía es la palabra del momento. Para unos, sería una
catástrofe que se produzca; para otros, el miedo impide reconocer que pudiera entrar
en el juego político sin que se hunda el mundo.
Zalabardo y yo hablamos de que, a fin de cuentas,
indulto y amnistía son dos medidas de gracia,
legítimas, que siempre han existido. El indulto tiene quizá menos
enjundia. Es una reducción, total o parcial, de una pena impuesta; o su
conmutación por otra menor. Aunque parezca frivolidad, su efecto es comparable
al de la confesión en la religión católica; la absolución me libera de ir al
infierno y me manda al purgatorio, pena más soportable. Por su parte, la amnistía
es algo más serio. Por eso se exige que sea todo un parlamento quien la decida.
El intríngulis de la amnistía es que borra de un plumazo la
existencia de un delito y, consecuentemente, sus consecuencias penales. No es
ya el perdón de un pecado; es la proclamación de que ni el pecado ni el
infierno existen.
Cualquier miedo puede superarse con
un análisis sereno. Y un mínimo análisis de la realidad nos confirma una serie
de verdades incontestables en medio de este gallinero en el que no paran de
sonar voces de alarma o, por el contrario, asistimos a silencios preocupantes. La
primera verdad de todas: que la Constitución no hable de amnistía
no significa que su aplicación sea ilegal; pero, ojo, tampoco significa que sea
legal. Por eso habrá que estudiar muy bien el asunto desde una perspectiva
jurídica y desde una necesidad práctica, ya que hablamos de una medida
excepcional. La segunda verdad: que desconocemos si Sánchez piensa o no conceder
la amnistía que le piden a cambio de los apoyos que precisa. Y
una tercera verdad: que, llevados por ese miedo generado y nuestra obcecación
en unas ideas, no contamos con que una amnistía tiene sus límites.
Porque, aun siendo medida de gracia por la que se anulan delitos políticos y
sus consecuencias penales, no todo es amnistiable. Las leyes internacionales
dejan bien claro que «los crímenes de lesa humanidad, la tortura o la
desaparición forzada de personas» no caben dentro de la categoría de delitos
políticos y, por tanto, no hay amnistía que los anule. Ningún
Estado, según esta doctrina, puede eludir su responsabilidad de investigar los
delitos que hayan supuesto «violencia grave contra la vida o la integridad de
las personas».
La amnistía, vista así la cosa, es un recurso lícito en un momento de crisis política grave de la que es necesario salir de manera airosa por el bien de todos y sin daño para nadie. Quien concede la amnistía y quien se beneficia de ella han de saber que la medida exige aceptar escrupulosamente las reglas del juego democrático que la nueva situación impone. El precedente más claro lo tenemos en la Ley de Amnistía de 1977. Con el país enrocado en la irreductible dualidad reforma/ruptura, diferentes grupos y diferentes ideas, no sin notables esfuerzos, convinieron en que, como camino desde la dictadura hasta la democracia, aquella solución, si no la mejor, permitía poner en marcha lo que conocemos como Transición, proceso que hizo posible el más largo periodo de paz democrática que España haya disfrutado en siglos.
La ley del 1977 nació tramposa (entre
otras cosas, obviaba que ni las matanzas de Paracuellos ni las matanzas de
Badajoz son delitos políticos, como tampoco lo eran las vulneraciones de
derechos humanos durante la dictadura) y sigue siendo un quebradero de cabeza,
pues sus imperfecciones no han sido limadas por ningún gobierno español, ni de
derechas ni de izquierdas. Por eso todas las instancias jurídicas de la ONU,
así como Amnistía Internacional, siguen pidiendo que se corrijan
aquellos aspectos contrarios al derecho internacional que dicha ley ampara. Y
ahí estamos, en mitad del conflicto que lleva a algunos a no aceptar la Ley
de Memoria Democrática, que pretende corregir lo que nos piden organismos
internacionales.
Pero en medio se nos ha colado esta amnistía y vuelven a sembrarse miedos. Un miedo que se sustenta en pensar que la única posibilidad que hay de romper el nudo gordiano actual es la aceptación de los planteamientos de Puigdemont. Y no pensamos que, caso de haberla, la amnistía podría circular por vías diferentes. Al fin y al cabo, pase lo que pase, Puigdemont es, todavía, un prófugo de la justicia y no será él quien imponga las reglas del juego.
De todas formas, si hubiese una
solución política al conflicto catalán que resolviese los problemas actuales en
beneficio de todos, esa solución sería aceptable. Y lo que son las paradojas.
Si se llegase a ella, podrían hacerse verdad unas palabras pronunciadas hace
unos días por Feijóo, abanderado del movimiento contra la [hipotética] amnistía:
«consolidar acuerdos de mayorías para gobernar a la mayoría del pueblo español».
Me avisa Zalabardo que la frase literal era más enrevesada y que, al menos él,
le quitaría eso de «mayoría del pueblo español» para convertirlo en «totalidad
del pueblo español».
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