Pasada la canícula, cosa de la que no acabo de estar convencido, aquí vuelvo a estar, sin que me falte la compañía de Zalabardo. No niego que ambos dudábamos del regreso. Nos sentíamos cansados ―no por la edad― y hasta meditamos la opción de cerrar definitivamente la Agenda. Entonces vino en nuestro auxilio Diógenes.
Diógenes de Sinope, que vivió entre los siglos V-IV a. C., no dejó obra escrita. Todo
cuanto de él se cuenta ―de sus ideas y de su biografía― se lo debemos a fuentes
diversas que hablan de él. Esa es la razón de que abunden las frases y los
episodios que se le atribuyen sin que podamos refrendar plenamente ni las unas
ni los otros. Por ejemplo, se cuenta que, ya a una avanzada edad, decidió
aprender música, lo que motivó que muchos lo reprendieran echándole en cara su edad
provecta. A estos fue a los que, dicen, Diógenes respondió: «Mejor tarde
que nunca».
La cosa es que
hemos estado revisando lo que ha sido y lo que ha significado esta Agenda.
Podría habernos llamado la atención su dilatada vida ―el primer apunte está
fechado el 9 de agosto de 2006, ¡17 años ya!―; o el número de entradas
publicadas, 1011 y esta será la 1012; o las visitas que hemos tenido, 353.408,
lo que arroja un resultado de más de veinte mil al año; o que en este periodo
en que la Agenda ha permanecido cerrada, haya habido unas 1660 visitas
en julio y casi mil en agosto.
Todo eso podría habernos
ufanado. Sin embargo, lo que más nos ha admirado es la fidelidad de unos
seguidores que han aguantado este bombardeo periódico y los comentarios
elogiosos que amablemente nos han dedicado. Aquí cobra sentido la referencia a
la frase atribuida a Diógenes, la de que más vale tarde que nunca.
Porque debo confesar que he sido descuidado tanto con los comentarios como con
los seguidores. La culpa, por supuesto, me corresponde solo a mí y nada tiene
que ver en ello Zalabardo. No les he prestado la atención debida ni he mostrado
el agradecimiento que merecía esa deferencia hacia la Agenda de Zalabardo.
Aconsejaba don
Quijote a Sancho: «Muéstrate agradecido; que la ingratitud
es hija de la soberbia y uno de los mayores pecados que se sabe». Y como más
vale tarde que nunca, quiero que este primer apunte del nuevo curso sirva para reparar
esa falta que he venido cometiendo. Estaré más atento y procuraré responder a
cuantos comentarios se me hagan.
En esa revisión
de la que he hablado ―hemos llegado solo hasta 2014― me he encontrado ante
algunas sorpresas. Comprobamos que los apuntes que más interés han concitado
son los dedicados a historias de palabras, a comentarios de refranes y a
aclarar cuestiones de nuestra lengua. En definitiva, ese fue el objetivo desde
que nació en 2006. Me parece digno de citar que la palma se la lleva el
titulado Confundir el culo con las témporas, de mayo de 2015, que
cosechó 10467 visitas. Otro, el Refranero escatológico, tuvo 6193.
Y son bastantes los que superan el millar.
Decía al comienzo
que Zalabardo y yo hemos estado tentados de concluir la tarea, porque no son
pocos los más de mil apuntes publicados, asunto que alimenta el temor de
resultar cansado por lo reiterativo. Lo hemos discutido bastante, planteándonos
los pros y los contras. La seguridad que parecíamos mostrar al comienzo de la
charla empezó a diluirse tras leer un apunte de marzo de 2017, Nulla dies
sine linea, que se acercó a las tres mil visitas. En él tratábamos el
sentido que puede darse a esta frase de Plinio. Allí recordábamos que Apeles,
Miguel Ángel, Santa Teresa, Machado o Voltaire, fueron
autores de frases que tenían más o menos el sentido de la de Plinio. De
este abanico, confesé a Zalabardo que me gusta especialmente la de Voltaire,
que dijo: «El hombre ocioso solo se ocupa en matar el tiempo, sin ver que el
tiempo es quien nos mata».
Fue entonces
cuando comuniqué a mi amigo mi decisión de no limitarme a matar el tiempo, sino
a ocuparlo leyendo, escribiendo, comunicándome con personas inquietas y amigos
y continuando con esta Agenda. En aquella fecha, expresaba
también que me ponía manos a la obra para componer la novela que completaría la
Trilogía del recuerdo y la memoria. Esa novela la he terminado
este agosto, cinco años después de negarme a solo dejar pasar el tiempo. No
tengo la menor idea de cuándo se publicará, pero tampoco me acucian las prisas.
Mientras escribía lo que leéis, Zalabardo se ha levantado para buscar algo. Vuelve y me acerca el último libro de Rosa Montero, El peligro de estar cuerda, cuya lectura he concluido recientemente. Me lo enseña abierto por una de las páginas finales, en la que la autora reproduce una entrevista que realizó a Doris Lessing. La escritora británica respondió a una de las preguntas: «Una vez me pasé un año entero sin escribir, a propósito, para ver qué sucedía. Tuve muchos problemas. Creo que no me sienta bien no escribir». La misma Rosa Montero dice bastante antes que a veces se siente algo que le hace a uno decir: «Yo esto tengo que contarlo, tengo que compartirlo».
Porque, le comento a
Zalabardo, cuando uno escribe ―un poema, una novela, una comedia, un simple
apunte como este―, creo que no lo hace solo por vanidad, aunque algo de eso
haya también; escribe porque siente esa necesidad de contar y de compartir. Y
volviendo otra vez a Plinio, recuerdo que en aquel apunte de 2017 decía
que su frase se podía entender también como disposición a atender siempre
nuestra tarea, aquella a la que nos dediquemos, esforzándose en que su
resultado sea el adecuado. Igual que cuando apareció aquí nuestro primer
comentario, en 2006, sobre la conveniencia de cancillera junto a canciller.
Eso nos impulsa a mantener activa esta Agenda.
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