¿Es más fácil prohibir que educar? Los hechos parecen indicar que sí. Zalabardo y yo conversamos sobre ello. Concluimos que en esta sociedad occidental nuestra, tan impregnada de la cultura judeocristiana de que procede, es algo que se lleva en los genes. Repasamos varios ejemplos. Adán recién creado, casi antes de abrir los ojos al mundo, se cuenta en el Génesis, ha de hacer frente a la prohibición de comer el fruto del más bello árbol del edén en que lo han colocado. A Lot y su familia, para salvarse del castigo que sufrirán Sodoma y Gomorra, se les impone no mirar hacia atrás; la pobre Edith acaba convertida en estatua de sal por contravenir lo prohibido. Y cuando Yaveh entrega a Moisés el decálogo, lo primero que le dicta son cinco prohibiciones. En ninguno de los casos se nos habla de qué razón justifica la prohibición.
Surge esta
conversación mientras hablamos de un hecho muy reciente: desde altas instancias
se sugiere prohibir a los escolares que asistan a sus centros educativos
portando un móvil. Cuando Zalabardo pide mi opinión le contesto que, en
realidad, no lo tengo muy claro. Pero, aun con todas las dudas que se me
plantean, la medida me parece un desatino. Como desatinos me parecen los casos
bíblicos que hemos repasado. Ninguna prohibición, en la escuela o donde sea ―le
digo―, me parece efectiva, si no va acompañada de una pertinente tarea
educativa.
Y como cada vez
que se usan las palabras educar y educativo se
piensa en la escuela, de nuevo, en estos momentos, se acaba descargando sobre
los hombros de los docentes la tarea represiva de quitar a los niños y
adolescentes unos dispositivos que han puesto en sus manos los propios padres.
El asunto no es baladí y requiere una reflexión y un análisis. Porque esa es
otra: cada día es más patente que nuestra sociedad propende a la opinión sin
que medie previamente una reflexión sobre lo que vamos a decir. Opinamos sin
analizar y, lo que es peor, dando por sentado que esa opinión que emitimos sin
haber reflexionado sobre su contenido es la que vale.
Le propongo a mi amigo que meditemos sobre qué es educar. Dos palabras latinas constituyen la raíz de la nuestra: educere y educare. La primera significa ‘sacar, hacer salir algo’; la segunda, derivada de la anterior significa ‘guiar, conducir’; pero lo diferenciador de esta es su intención de que lo guiado se convierta en protagonista de su crecimiento. Educar, pues, debe entenderse como ‘proporcionar a alguien los medios para que, desde su estado inicial, logre la plenitud de su desarrollo’. Leo en algún lado que la función del educador es comparable a la labor del que labra y siembra una tierra para que produzca; pues, bien pensado, quien produce es la tierra, no el labrador. La metáfora es bonita.
¿Dónde debe
comenzar la educación? Sin ninguna duda, en el seno de la familia; ahí es donde
hay que cuidar la primera fase de un crecimiento adecuado; ya llegará el
momento en que ese desarrollo se vaya completando con medios y cuidados más
específicos, los que aporta la escuela. Y en este asunto que tratamos, ¿qué vemos
en nuestro entorno? Por todas partes observamos cómo a un bebé, que
posiblemente no haya siquiera cumplido un año, se le pone delante una pantalla
que lo distraiga y permita comer tranquilos a sus padres, sin que, además, tengan
que soportar interrupciones molestas mientras conversan con los amigos. No es
infrecuente que a niños que no han llegado posiblemente a los cinco años se les
compre su primer móvil, su primera consola o su primer ordenador y se los deje
interactuar con ellos con poca o ninguna vigilancia. Así se va alimentando en
ellos una adicción. A esa tierna planta no se le ha colocado un tutor, una guía
que la haga crecer en rectitud. Y, cuando llegan a la escuela, se exige a los
docentes que corrijan el vicio que ya traen adquirido. ¿Es razonable pedir a
los docentes que prohíban en las aulas lo que tan alegremente se les permite en
el seno familiar?
Le pido a
Zalabardo que recuerde que hemos vivido algún caso parecido ―aunque no idéntico―
hace ya años ―¿cuántos, cuarenta o cincuenta, quizá?―. La explosión de las
calculadoras de bolsillo. Algunos las consideraron un instrumento dañino, casi
diabólico, que anularía la capacidad de realizar cálculos mentales. Pasó el
tiempo y se comprobó que la calculadora era una simple herramienta que el
progreso ponía a nuestro alcance. Nos liberaba de perder tiempo en tareas
rutinarias y ayudaba a avanzar en nuestros conocimientos. Solo hizo falta que entendiésemos
cuándo era el momento de comenzar a utilizarla. Hoy, las calculadoras vienen
integradas en los más simples dispositivos que imaginemos.
Es vano
oponerse a un progreso tecnológico en el que los dispositivos electrónicos son
cada día más eficaces. Hay que abrirse a lo que, con un anglicismo, se llama m-learning,
es decir, aprendizaje mediante dispositivos móviles. ¿Quién duda de que eso es
un avance? Las ventajas son innumerables: se puede aprender en cualquier lugar
y en cualquier momento, se desarrollan competencias digitales, se promueve el
uso de una metodología más activa, se potencia la creatividad artística y
audiovisual…
¿Qué hay inconvenientes? Claro que sí. Empezamos con la escasez de programas de calidad que sean gratuitos. Hemos de resolver el complejo problema del tratamiento de los datos y asumir el riesgo de caer en un uso abusivo que puede causar daños físicos y crear adicciones. Ese uso abusivo e indebido está en la base de la creación y difusión de vídeos vejatorios, del ciberacoso y de la subida de fotos y vídeos no consentidos. Sin olvidar, de ello tenemos pruebas constantes y numerosas, la difusión de información maliciosa que tanto daño hace a personas, empresas e instituciones. La información maliciosa se da cuando alguien difunde una información falsa sabiendo que es falsa y lo hace con el objetivo de causar un daño.
Pero ninguno de
los peligros expuestos ―le comento a Zalabardo― debiera ser la razón suficiente
para la prohibición de móviles, tabletas u ordenadores en la clase. Los tres
son dispositivos, herramientas, que pueden facilitar el aprendizaje. El camino
para que esas herramientas cumplan el fin para el que han sido creadas es educar
en un uso responsable. Esa tarea es una responsabilidad compartida por
toda la sociedad y la semilla ha de plantarse en el entorno familiar: qué
dispositivo, cuándo y con qué condiciones ponemos en manos de nuestros hijos. No
prohibamos el martillo porque podemos chafarnos un dedo; enseñemos a emplearlo
de manera efectiva y en el momento preciso. Con ello ayudaremos a formar
ciudadanos mejor formados y más libres.
2 comentarios:
Realmente su artículo está impregnado del mejor consejero: la experiencia. Sin duda, es un tema a discutir el uso de los móviles en general, la adicción y el mal uso está "around the corner" como dirían los anglosajones, o como decimos nosotros. a la vuelta de la esquina. Pero, como tan inteligentemente plantea es mayor el beneficio que el perjuicio, siempre que haya un mínimo entendimiento, ahora tan perdido, entre los educadores en la familia y en el aula, creo que es es el quid de la cuestión. Hoy en día hay demasiados yo creo...que se dan como certezas, y así nos va. Un saludo cordial para Zalabardo y para usted.
Si bien la verdad absoluta no está en posesión de ningún mundano, la prevención es mejor que la curación, y sabia es la preparación, la observación del menor,""el arbolito desde chiquito"(reza el refrán) de lo que en la familia se le inculca,de lo que en ella ve,de los valores,raíces y fundamento que la 'traditio', va pasando de generación en generación,en una aplicación tecnico-cientifica de la teoría o principio de los estudiados vasos comunicantes.-
Si bien y dado que el mayor don,un auténtico regalaso el de la libertad del ser humano, no debe confundirse con el libertinaje, es decir,el mal uso de aquélla, hemos de admitir que la Ley deba existir con sus preceptos que unas veces otorgan derechos y en otras *prohibiciones*,ello es de pura lógica. -
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