Hablamos Zalabardo y yo sobre el papel del «narrador interpuesto», es decir, aquel que, en la lectura, ocupa el lugar correspondiente al autor del libro. Cervantes se crea un apócrifo Cide Hamete como autor del Quijote; y el caso no es único: Moby Dick, Frankenstein, El corazón de las tinieblas, el Decamerón… desarrollan historias atribuidas a personas diferentes a quien en realidad las escribió. Pero aquí hay que hacer una observación: en la portada del libro, el nombre que aparece es el del autor real.
En el curso de
la conversación, menciona mi amigo la extendida tendencia, que a los dos nos
molesta, de aplicar a personajes de reconocida fama frases que jamás
pronunciaron. Si a esto se une que esa atribución se hace a personas ya fallecidas
que no tienen la oportunidad de defenderse contra la engañifa de quien pone en
su boca, o su pluma, lo que ni dijo ni escribió, el hecho es más censurable aún.
Ejemplo claro es ese reiterado «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», que no
hallaremos en el Quijote porque, entre otras cosas, procede,
aunque algo modificado, de un poema de Goethe; como no encontraremos dónde
dijo Einstein ―defensor de un universo estático y limitado― que «Dos
cosas son infinitas, el universo y la estupidez humana»; o como, en fin, cuando
Alejandro Farnesio se dirigió a Felipe II haciéndose responsable
del desastre de la Invencible, el monarca no contestó aquello de
que «Envié mis naves a luchar contra hombres, no contra tempestades y elementos»,
pues lo que le dijo fue «En lo que Dios hace, no hay que perder ninguna
reputación, sino no hablar de ello».
Estos dislates
los encontramos en internet y son muy repetidos en las redes sociales. La
«revolución digital», por llamarla de algún modo, que vivimos afecta al mundo de
la información y, naturalmente, al de la información profesional, el
periodismo, que se ve obligado a verificar cuantas informaciones se producen
para no caer en la «información errónea» ―el engaño―, la «desinformación» ―los
rumores― o, lo peor, la «información maliciosa» ―difusión de una falsedad a sabiendas
y con la intención de causar un daño―.
Hacia 2022, la UNESCO publicó un libro, Periodismo, noticias falsas y desinformación, destinado especialmente a profesionales del periodismo para que no cayesen en las trampas que la expansión digital puede tenderles. En uno de los varios trabajos que se incluyen se dice que en el mundo actual la inimaginable cantidad de información surge por tres motivos principales: la proliferación de teléfonos inteligentes con cámara integrada, el fácil acceso a datos móviles y el auge de las redes sociales. Bill Kovach y Tom Rosenstiel aconsejan la importancia de la verificación de cualquier información y afirman que «la verificación es lo que separa el periodismo del entretenimiento, la propaganda o la ficción».
¿Y cómo se
logra esa verificación? Ellos señalan estas tres pautas: ser por naturaleza escéptico,
no creer todo lo que nos llega; no suponer nunca nada, no dejarse engañar por
cualquier cosa que se nos ofrezca como «verdadera» y ser muy cauteloso frente a
las fuentes anónimas.
Lo que hablamos
nos vuelve a llevar a Zalabardo y a mí a lo que ya hablábamos en el apunte de
la semana anterior: la necesidad de educar en un uso responsable de internet y el
comportamiento en las redes sociales para que digitalización en la escuela sea
lo más positiva posible. Los consejos para un uso responsable de las redes
sociales pueden ser los mismos enunciados arriba para la verificación de la
información que nos llega.
¿Y en el ámbito
escolar? Zalabardo sabe que llevo tiempo apartado de ese mundo; son dieciséis
los años transcurridos desde que me jubilé y mucho el progreso alcanzado por el
campo digital. En mi última etapa como enseñante comenzó a hablarse de aplicar
las TIC (Tecnología de la Información y la Comunicación) en las
aulas. Conocí los primeros momentos en que el profesor se ayudaba de televisores
y ordenadores en clase como herramientas auxiliares para el proceso
enseñanza-aprendizaje. Puedo calificar como positiva mi corta experiencia en este
terreno.
Hoy está todo
muy cambiado. Los avances tecnológicos han hecho que la sociedad en general y
la educativa en particular se encuentre dividida en dos grupos antagónicos. Uno
es el de los que «criminalizan» el uso de dispositivos digitales en el aula
porque son un motivo de distracción y falta de socialización, por lo que piden
su prohibición. El otro es el de los que apuestan por buscar el buen uso porque
creen que con ellos aumenta la motivación, se mejora en atención y comprensión
y se consigue una flexibilidad que permite adaptar contenidos y tiempos a la
situación de cada alumno.
¿Qué camino seguir en tal tesitura? ¿Quién tiene razón? Encuentro una página, Up!family, de la Fundación Edelvives, que propone la siguiente vía, que me parece bien intencionada. En primer lugar, ni conceder una completa libertad ni prohibir de manera absoluta; aplicar una vigilancia responsable de los usos de la pantalla digital; buscar un equilibrio mediante esa vigilancia del uso que se hace, acompañar en ese uso hasta que se logre su adecuado dominio y orientar y supervisar. En segundo lugar, ser ejemplo que anime a ser seguido; nadie puede pretender que otro haga lo que no hacemos nosotros. Si no usamos responsablemente estos dispositivos, nuestros hijos no se sentirán motivados para hacer ellos ese buen uso. Y tercero, crear hábitos saludables, es decir, normalizar el uso de estas herramientas de forma progresiva y de acuerdo con la edad.
Naturalmente,
esto no es fácil si pensamos que partimos de una situación desmadrada en la que
la tecnología digital nos ha cogido desprevenidos y hemos caído en la trampa
del uso irresponsable (exceso de horas pendientes de las pantallas, ausencia de
verificación de la información que nos llega, así como convertirnos en
redifusores de información no contrastada recibida de fuentes anónimas o
perteneciente a lo que se considera «información maliciosa». Si a esto unimos
los resultados obtenidos por la Asociación Española de Pediatría tras un
estudio en la población comprendida entre 11 y 18 años, habrá que preocuparse:
El 95% dispone de móvil con acceso a internet. El 31% pasa más de 5 horas
diarias ante el móvil. Solo el 29% de los padres reconocen algún tipo de límite
y control de uso; el 24% limitan el tiempo y solamente un 13% limitan o
controlan contenidos.
Esto nos lleva
a la misma conclusión de la semana pasada: hay que educar para formar usuarios
responsables de los dispositivos digitales que ponemos a su alcance.
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