Era otro tiempo. Un hombre, un poeta, Blas de Otero, escribía: «Pido / la paz y la palabra. He dicho / ‘silencio’, / ‘sombra’, / ‘vacío’…» Hoy son muchos los que nos toman la palabra, sin que se la pidamos siquiera. Tomar la palabra no solo quiere dar a entender que se hace uso de ella, que nos valemos de ella para manifestar lo que pensamos. También ―es otro valor― significa reconvenir a alguien, agarrarse a sus palabras para obligarlo a cumplir lo dicho o para afearle haberlo hecho. Nada habría que reprochar a tomar la palabra, salvo si, haciéndolo, obviamos la realidad de que la lengua es algo cambiante o nos negamos a admitir que existe la posibilidad de cambiar de opinión y el derecho a desdecirse de la palabra antes manifestada.
Que la lengua
no es algo estático y cambia con el tiempo es cosa bien clara de observar.
Pensemos que villano, retrete, formidable,
azafata…, tienen hoy un significado muy diferente al que tuvieron
en tiempos pasados. Y a que alguien puede cambiar de idea y pasar a defender
algo diferente a lo anteriormente dicho tampoco podemos ponerle reparos. Ni una
cosa ni la otra tienen por qué ser malas. Lo censurable, si acaso, es
empecinarse en tomar la palabra a alguien y no permitirle la
opción de cambiar, ni siquiera cuando lo hace porque reconoce haberse
equivocado o cree haber hallado una opción mejor a la antes manifestada. Y más
censurable aún es tomar la palabras ―en este caso valerse de ellas―
asignándoles un significado que no les corresponde, para usarlas como arma
arrojadiza contra los demás.
Esto último se da, por
desgracia, con demasiada frecuencia en nuestro tiempo. Se usan con demasiada
alegría e irresponsabilidad términos y expresiones como dictadura,
libertad, fascismo, línea roja, feminismo…
sin que valgan para la ocasión y con la malsana intención de atacar a otros. Y
lo peor no es eso; lo más condenable es que se haga amparándose en un falso
concepto de lo que sea libertad de expresión y desde la falsa perspectiva de
que la verdad siempre está de nuestra parte, por lo que damos por sentado que
se puede atacar e insultar a «los otros» por la sola razón de que «no son de
los nuestros».
Hace unos días que un amigo, Antonio López Gámiz, me decía: «muy machadiano te veo» o cosa por el estilo a propósito de algo que puse en Facebook. Considero sus palabras un elogio porque ―le digo a Zalabardo― soy admirador incondicional de Machado hasta el punto de que desearía que mis palabras saliesen ―como él afirma de sus versos― «de manantial sereno», aunque soy plenamente consciente de que yo no soy Machado ni n os dan muchas oportunidades para la serenidad. Y bien que siento lo uno y lo otro. La conversación con Zalabardo surgió con motivo de algo que vi igualmente publicado en Facebook en fecha reciente: «Falso es falso, no es no y nunca es nunca». Me pudo el primer impulso y comenté: «¿Seguro?». Reaccioné así porque lo primero que me vino a la cabeza fue el interesante inicio de Juan de Mairena. Ante el enunciado de que «la verdad es la verdad», con independencia de quién la diga, Agamenón y el porquero difieren de criterio: el primero da su conformidad; el segundo no se muestra convencido. ¿Acaso no habrá una verdad que sirva para todos? Cuento esto ―le aclaro a Zalabardo― porque hoy pienso apoyar cuanto diga en la autoridad que concedo al criterio de Machado.
En Antonio
Machado frente a la verdad, interesante artículo de Arturo del
Villar, se nos dice que nuestro poeta defiende en tales líneas la existencia
de una verdad eterna, inmutable, pero que hay dos modos de acercarse a ella.
Para Agamenón, reflejo del hombre culto, ese principio es válido;
para el porquero, que representa al ignorante, carece de valor. ¿Pretende
enaltecer Machado a uno y despreciar al otro? Ni mucho menos. Un poco
más adelante, el maestro Mairena desvela el camino de su
pensamiento: «Nunca un gran filósofo renegaría de la verdad si, por azar, la
oyese de labios de su barbero [… pero] la mayoría de los hombres preferirá
siempre, a la verdad degradada por el vulgo, la mentira ingeniosa o la tontería
sutil, puesta más allá del alcance de los tontos».
Le hago saber a mi
amigo mi preocupación ante la situación que vivimos de elevada virulencia, de
enfrentamiento feroz, de crispación sin límites, de empleo de demasiadas «mentiras
ingeniosas y tonterías sutiles». No solo
en el terreno de la política, sino en todas las áreas sociales. Tomamos
la palabra con demasiada ligereza para insultar a los demás y les tomamos
la palabra a los demás ―empleo la expresión en su doble sentido― para acusarlos
de mendaces. Y eso lo hacemos a cada momento esgrimiendo la libertad de
expresión y convencidos de que la verdad reside en nuestros argumentos y no en
los de los otros. Cuando tal cosa se hace, no se tiene en cuenta lo que decía Luis
García Montero: «La verdadera libertad no está en decir lo que pensamos,
sino en pensar lo que decimos». Por cierto, que esto ya se lo planteaba Alicia,
el personaje de Carroll.
«Falso es falso, no es
no y nunca es nunca», me repito. «¿Seguro?», me pregunto ahora a mí mismo. Con
las palabras, pues esa es su función, expresamos nuestras ideas, transmitimos
nuestros pensamientos. Pero una idea y un pensamiento pueden cambiar ―para bien
o para mal― y las palabras, el conjunto de lo que llamamos lenguaje, ha de
tomarse como herramienta de comunicación que nos una y dé luz, nunca como arma
arrojadiza que nos separe. ¿Siempre un «no» ha de significar una negación de la
que no sea posible desdecirse? ¿Puede alguien desdecirse de lo que antes dijo sin
que se le insulte por ello? En este ambiente enrarecido en que domina el
insulto y el desprecio hacia «el otro» solo porque no es «de los nuestros» debo
recordar otra vez a García Montero: «Nada justifica el desprecio a un
ser humano, porque ningún adjetivo tiene más valor que el hecho mismo de ser
humano». Que Agamenón sea culto y el porquero sea
ignorante no rebaja en nada la calidad humana de cada uno. Sin embargo, nos
empeñamos en valernos solo del lenguaje procaz, pervertidor y falaz del insulto,
considerándonos soberbios Agamenones que desprecian a los porqueros.
Eso sí que degrada, porque es usar el lenguaje no para abrir caminos, sino para
levantar muros. Una pena.
Y cito de nuevo a Machado. Si «Falso es falso, no es no y nunca es nunca», ¿Cómo interpretar aquello de «Hoy es siempre todavía»? Quienes se aferran al «falso es falso…» se muestran inmovilistas e intolerantes en el terreno del pensamiento a la vez que ignorantes por pensar que la lengua es algo estático y no algo en permanente cambio. Se equivoca quien interprete que esa naturaleza cambiante muestra volubilidad y debilidad. Muy al contrario, es muestra de riqueza y capacidad de adaptación al momento. Igual que la lengua, el tiempo es algo en permanente movimiento. Por tanto, lo que vale es el instante en que vivimos. Lo que aceptamos ayer pudiera no ser aceptable hoy y, posiblemente, mañana deje de servir. No me vale que nos anclemos en el pasado ―eso sería inmovilismo― ni que solo aspiremos al futuro ―que pudiera ser utopía―. Así interpreto yo ese «Hoy es siempre todavía» machadiano.
Ante la indefensión de
las palabras, pues las manejamos según nuestro capricho sin que ellas tengan
oportunidad de queja o reclamación por el empleo que les demos, ¿habría que
concluir que nada de lo que decimos es verdadero?; ¿tendríamos que pensar que
la verdad no existe? Y otra vez acude Machado en nuestro socorro: «¿Tu
verdad? No. La Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela».
1 comentario:
Zalabardo y Vd dando siempre en la diana. Aprendí que detrás de cada sí hay un pequeño no, y detrás de cada no, un pequeño sí; hay un dicho latino que siguen todos los gobiernos al pie de la regla, o de la guerra: si vis pacem, para bellum, yo me apunto a otra sentencia mejor: si vis pacem, para pacem, es decir, para la palabra, y que sea una palabra siempre de concordia y sensatez.
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