sábado, febrero 10, 2024

TOMAR LA PALABRA


 Era otro tiempo. Un hombre, un poeta, Blas de Otero, escribía: «Pido / la paz y la palabra. He dicho / ‘silencio’, / ‘sombra’, / ‘vacío’…» Hoy son muchos los que nos toman la palabra, sin que se la pidamos siquiera. Tomar la palabra no solo quiere dar a entender que se hace uso de ella, que nos valemos de ella para manifestar lo que pensamos. También ―es otro valor― significa reconvenir a alguien, agarrarse a sus palabras para obligarlo a cumplir lo dicho o para afearle haberlo hecho. Nada habría que reprochar a tomar la palabra, salvo si, haciéndolo, obviamos la realidad de que la lengua es algo cambiante o nos negamos a admitir que existe la posibilidad de cambiar de opinión y el derecho a desdecirse de la palabra antes manifestada.

            Que la lengua no es algo estático y cambia con el tiempo es cosa bien clara de observar. Pensemos que villano, retrete, formidable, azafata…, tienen hoy un significado muy diferente al que tuvieron en tiempos pasados. Y a que alguien puede cambiar de idea y pasar a defender algo diferente a lo anteriormente dicho tampoco podemos ponerle reparos. Ni una cosa ni la otra tienen por qué ser malas. Lo censurable, si acaso, es empecinarse en tomar la palabra a alguien y no permitirle la opción de cambiar, ni siquiera cuando lo hace porque reconoce haberse equivocado o cree haber hallado una opción mejor a la antes manifestada. Y más censurable aún es tomar la palabras ―en este caso valerse de ellas― asignándoles un significado que no les corresponde, para usarlas como arma arrojadiza contra los demás.

            Esto último se da, por desgracia, con demasiada frecuencia en nuestro tiempo. Se usan con demasiada alegría e irresponsabilidad términos y expresiones como dictadura, libertad, fascismo, línea roja, feminismo… sin que valgan para la ocasión y con la malsana intención de atacar a otros. Y lo peor no es eso; lo más condenable es que se haga amparándose en un falso concepto de lo que sea libertad de expresión y desde la falsa perspectiva de que la verdad siempre está de nuestra parte, por lo que damos por sentado que se puede atacar e insultar a «los otros» por la sola razón de que «no son de los nuestros».


            Hace unos días que un amigo, Antonio López Gámiz, me decía: «muy machadiano te veo» o cosa por el estilo a propósito de algo que puse en Facebook. Considero sus palabras un elogio porque ―le digo a Zalabardo― soy admirador incondicional de Machado hasta el punto de que desearía que mis palabras saliesen ―como él afirma de sus versos― «de manantial sereno», aunque soy plenamente consciente de que yo no soy Machado ni n os dan muchas oportunidades para la serenidad. Y bien que siento lo uno y lo otro. La conversación con Zalabardo surgió con motivo de algo que vi igualmente publicado en Facebook en fecha reciente: «Falso es falso, no es no y nunca es nunca». Me pudo el primer impulso y comenté: «¿Seguro?». Reaccioné así porque lo primero que me vino a la cabeza fue el interesante inicio de Juan de Mairena. Ante el enunciado de que «la verdad es la verdad», con independencia de quién la diga, Agamenón y el porquero difieren de criterio: el primero da su conformidad; el segundo no se muestra convencido. ¿Acaso no habrá una verdad que sirva para todos? Cuento esto ―le aclaro a Zalabardo― porque hoy pienso apoyar cuanto diga en la autoridad que concedo al criterio de Machado.

            En Antonio Machado frente a la verdad, interesante artículo de Arturo del Villar, se nos dice que nuestro poeta defiende en tales líneas la existencia de una verdad eterna, inmutable, pero que hay dos modos de acercarse a ella. Para Agamenón, reflejo del hombre culto, ese principio es válido; para el porquero, que representa al ignorante, carece de valor. ¿Pretende enaltecer Machado a uno y despreciar al otro? Ni mucho menos. Un poco más adelante, el maestro Mairena desvela el camino de su pensamiento: «Nunca un gran filósofo renegaría de la verdad si, por azar, la oyese de labios de su barbero [… pero] la mayoría de los hombres preferirá siempre, a la verdad degradada por el vulgo, la mentira ingeniosa o la tontería sutil, puesta más allá del alcance de los tontos».

            Le hago saber a mi amigo mi preocupación ante la situación que vivimos de elevada virulencia, de enfrentamiento feroz, de crispación sin límites, de empleo de demasiadas «mentiras ingeniosas y tonterías sutiles».  No solo en el terreno de la política, sino en todas las áreas sociales. Tomamos la palabra con demasiada ligereza para insultar a los demás y les tomamos la palabra a los demás ―empleo la expresión en su doble sentido― para acusarlos de mendaces. Y eso lo hacemos a cada momento esgrimiendo la libertad de expresión y convencidos de que la verdad reside en nuestros argumentos y no en los de los otros. Cuando tal cosa se hace, no se tiene en cuenta lo que decía Luis García Montero: «La verdadera libertad no está en decir lo que pensamos, sino en pensar lo que decimos». Por cierto, que esto ya se lo planteaba Alicia, el personaje de Carroll.

            «Falso es falso, no es no y nunca es nunca», me repito. «¿Seguro?», me pregunto ahora a mí mismo. Con las palabras, pues esa es su función, expresamos nuestras ideas, transmitimos nuestros pensamientos. Pero una idea y un pensamiento pueden cambiar ―para bien o para mal― y las palabras, el conjunto de lo que llamamos lenguaje, ha de tomarse como herramienta de comunicación que nos una y dé luz, nunca como arma arrojadiza que nos separe. ¿Siempre un «no» ha de significar una negación de la que no sea posible desdecirse? ¿Puede alguien desdecirse de lo que antes dijo sin que se le insulte por ello? En este ambiente enrarecido en que domina el insulto y el desprecio hacia «el otro» solo porque no es «de los nuestros» debo recordar otra vez a García Montero: «Nada justifica el desprecio a un ser humano, porque ningún adjetivo tiene más valor que el hecho mismo de ser humano». Que Agamenón sea culto y el porquero sea ignorante no rebaja en nada la calidad humana de cada uno. Sin embargo, nos empeñamos en valernos solo del lenguaje procaz, pervertidor y falaz del insulto, considerándonos soberbios Agamenones que desprecian a los porqueros. Eso sí que degrada, porque es usar el lenguaje no para abrir caminos, sino para levantar muros. Una pena.



            Y cito de nuevo a Machado. Si «Falso es falso, no es no y nunca es nunca», ¿Cómo interpretar aquello de «Hoy es siempre todavía»? Quienes se aferran al «falso es falso…» se muestran inmovilistas e intolerantes en el terreno del pensamiento a la vez que ignorantes por pensar que la lengua es algo estático y no algo en permanente cambio. Se equivoca quien interprete que esa naturaleza cambiante muestra volubilidad y debilidad. Muy al contrario, es muestra de riqueza y capacidad de adaptación al momento. Igual que la lengua, el tiempo es algo en permanente movimiento. Por tanto, lo que vale es el instante en que vivimos. Lo que aceptamos ayer pudiera no ser aceptable hoy y, posiblemente, mañana deje de servir. No me vale que nos anclemos en el pasado ―eso sería inmovilismo― ni que solo aspiremos al futuro ―que pudiera ser utopía―. Así interpreto yo ese «Hoy es siempre todavía» machadiano.

            Ante la indefensión de las palabras, pues las manejamos según nuestro capricho sin que ellas tengan oportunidad de queja o reclamación por el empleo que les demos, ¿habría que concluir que nada de lo que decimos es verdadero?; ¿tendríamos que pensar que la verdad no existe? Y otra vez acude Machado en nuestro socorro: «¿Tu verdad? No. La Verdad, / y ven conmigo a buscarla. / La tuya, guárdatela».

1 comentario:

siroco-encuentrosyamistad dijo...

Zalabardo y Vd dando siempre en la diana. Aprendí que detrás de cada sí hay un pequeño no, y detrás de cada no, un pequeño sí; hay un dicho latino que siguen todos los gobiernos al pie de la regla, o de la guerra: si vis pacem, para bellum, yo me apunto a otra sentencia mejor: si vis pacem, para pacem, es decir, para la palabra, y que sea una palabra siempre de concordia y sensatez.