domingo, marzo 03, 2013

EL COLOR EN EL TOREO

            "¡Menuda ‘semana blanca’ te habrás llevado!", me dice con toda la sorna de que es capaz Zalabardo, pues, siendo como somos tan afines, nuestros colores deportivos difieren bastante. Pienso en el refrán que dice paciencia y barajar, llamando a tomarse las cosas con calma y resignación, me callo y dejo que disfrute su triunfo. "Ya que hablamos de colores", añade, "tengo una pregunta que hacerte: He visto anunciado un libro escrito por un tal Paco Delgado que se titula El color en el toreo y que se subtitula Descripción y guía de los colores de los trajes de torear. Y dado que el libro tiene más de doscientas páginas, me surge una duda: ¿da un traje de luces para escribir tanto?"
            Le contesto que el mundo de la tauromaquia da para eso y para más. Y su duda me viene como anillo al dedo para hablarle no ya de las palabras nuevas que se van incorporando al léxico común, sino de todo lo contrario, de aquellas palabras que desaparecen, bien en su totalidad, bien en alguno de sus significados.       
            El mundo de la tauromaquia pasa por momentos delicados, como el Barça. No hablo ya del conflicto entre detractores y defensores de las corridas de toros, que eso ha existido siempre. Lo cierto es que parece indiscutible que la afición va decayendo un tanto y que las plazas se van viendo cada vez más vacías.
            Pero no quiero hablar de los toros, aunque no me importa declararme aficionado; no fervoroso, solo aficionado a secas. Ni de fútbol. Lo que le quiero decir a Zalabardo, a raíz del asunto que plantea, es que, cuando una costumbre, fiesta, afición, actividad o lo que sea desaparece, su vocabulario específico desaparece también en gran medida. Si las corridas de toros dejaran de tener vigencia, se perderían muchas palabras y los hablantes futuros tendrían problemas para entender el sentido y origen de algunas expresiones (coger el olivo, echar un capote, ver los toros desde la barrera, cortarse la coleta, hacer algo al alimón, etc.) así como un sinfín de palabras. Porque el léxico taurino es más amplio de lo que pueda parecer.
            Vamos a los colores. No descubro nada si digo que los trajes de luces, los vestidos de torear, pueden mostrar una infinidad de ellos. Como la vestimenta de cualquier persona. Lo que ya no es tan conocido es que cuando se habla de la ropa de torear la gama de colores adquiere una peculiar naturaleza, pues la tradición ha ido imponiendo que no se utilice lo que pudiéramos llamar paleta cromática usual sino que a los colores se les dé unos nombres característicos.
            Pongo un ejemplo que me parece suficientemente claro. Hay un traje de torear, o mejor un color, que se utiliza relativamente poco, el negro; aquellos toreros que elijan ese color no empleará, dicha palabra. Dirán que van vestidos de catafalco o de luto. Del mismo modo, el hilo de sus bordados, atendiendo a su cromatismo, será oro, plata o azabache, en ningún caso negro. ¿Por superstición? No, por costumbre. "Si es así", aprovecha riendo Zalabardo para lanzarme otra de sus pullas, "al blanco lo llamarán merengue". Finjo no haber entendido sus palabras y respondo: No, al blanco en el toreo lo llaman primera comunión. Si un color da cierto “yuyu” en este ambiente, como en otros, es el amarillo, que, sin embargo, tampoco se proscribe, aunque, según las tonalidades, se le llama gualda, canario o azafrán.
            Lo que trato de explicar a mi amigo es que, si no esas palabras, el sentido que se les da en el mundo taurino pudiera desaparecer. Si se cumplen las agoreras predicciones, ¿quién entenderá que se elogie la prestancia del vestido de alguien diciéndole que va de purísima y oro? Porque ese, se dice, es uno de los más elegantes trajes de la tauromaquia. Y es que los toreros no visten de azul, sino de purísima, cielo, espuma de mar o pavo. Y sigo con los ejemplos de colores: difícilmente encontraremos un traje rojo; será grana, sangre, burdeos, rioja, grosella o coral. Como tampoco existe el color morado; en su lugar encontraremos berenjena, nazareno, obispo y corinto. Y en lugar de verde tenemos oliva, verdegay (verde claro) o manzana. La gama desde el marrón al ocre será tabaco, habano, canela y barquillo. Colores aparentemente sueltos son el salmón, palo (rosa tenue), ceniza, champán, café, perla, plomo, tórtola
            De todas estas cosas hablará el libro que me cita Zalabardo, la verdad es que no lo conozco, y de otras semejantes, como las preferencias de algunos toreros a la hora de escoger traje. Se decía que Manolete gustaba de vestir purísima o que los colores predilectos de Rafael de Paula y de Curro Romero eran, respectivamente, salmón y tabaco.
            Y no digamos nada si nos extendiésemos aquí a los vocablos que indican el color de los toros por su pelaje (chorreado, albahío, berrendo, careto, capuchino…), o los que los distinguen por su bravura (probón, cernido, gazapón, abanto…) o los que los clasifican por la estructura de su cornamenta (bizco, playero, acaramelado, brocho, corniveleto…). El vocabulario taurino es, ya digo, no solo especial, sino casi inabarcable.
            Si alguien quiere saber sobre ese mundo, hay muchos libros en los que informarse. Cito solo dos, básicos. Uno es Los toros, la ya clásica enciclopedia de José Mª de Cossío, y otro es el Diccionario de tauromaquia, de Andrés Amorós.


domingo, febrero 24, 2013

AYER NO MÁS



            No creo equivocarme, comento a Zalabardo, si digo que todas las personas adolecemos de alguna que otra costumbre lindante con lo que podríamos considerar paradoja y que, aunque hacemos por ocultarla, la mostramos, aun a nuestro pesar, más de la cuenta. Me pongo como ejemplo a mí mismo para no señalar a nadie. Siempre he mantenido que soy enemigo de las listas que se confeccionan con “lo más” o con “lo menos”, que para el caso es igual. Las diez mejores películas de la historia, las cincuenta canciones de una década, los diez mejores libros del año, del siglo o de la historia Y así podríamos seguir. Y sin embargo (¡ay, cuántas veces hemos de echar mano de un sin embargo!) no puedo evitar consultar de vez en cuando estas listas de los mejores libros, de las personas más ricas o de las actrices peor vestidas. La tentación me puede.
            Cuando Zalabardo me pregunta que a qué viene esa confesión le digo que es que hoy quiero hablar de un libro, de una novela. Mi amigo se sorprende porque es conocedor de que no soy aficionado a la crítica literaria y, aún menos, a recomendar lecturas. Las razones son variadas, así que citaré solo algunas. La primera es que una novela, aunque su autor la dirija a un  conjunto amplio de personas, establece una relación íntima e intransferible con cada uno de sus lectores. A cada uno le habla de una manera y cada uno la acoge de modo diferente. La segunda, que lo que me gusta a mí no tiene por qué gustarle a los demás y viceversa. La tercera, que, cuando alguien establece un canon, al señalar lo que cree mejor tiende también a señalar lo peor y, hablando de libros, como ya dijo Plinio, aunque la cita la conozcamos mejor a través de Cervantes, no hay libro tan malo que no contenga algo bueno.
            ¿Qué quiere decir esto?, me ataca malévolamente Zalabardo, ¿que tú no tienes tus preferencias? Y ahí me pilla, porque he de echar mano a otro sin embargo. Sí que las tengo, respondo. Y como sé que va a continuar insistiendo, le confieso que entre mis novelas hay una con el número uno a la que no sigue ningún número dos: esa novela es el Quijote. ¿Por qué? Porque en ella, como alguien ha dicho antes que yo, se contienen todas las novelas posibles. ¿Y si tuvieras que dar una lista de diez?, me persigue con sadismo Zalabardo. Si me viese precisado a ello, lo haría sin señalar orden ni preferencias aunque, entre ellas, y de aquí no pasaré, se encuentran Madame Bovary y Pedro Páramo.
            Le ruego a Zalabardo que me permita continuar con lo que quería decir. Que no es otra cosa que, dada mi resistencia a recomendar una lectura (recuerdo lo que me costaba cuando era profesor confeccionar la lista de lecturas de un curso), prefiero limitarme a decir que una novela (o el libro de que se trate) me ha gustado; o no. Y santas pascuas.                                     
            Pero hace poco tropecé con una información que hablaba de que Ayer no más, de Andrés Trapiello, había sido considerada la mejor novela española de 2012. Sentí curiosidad y busqué algo más. Encontré una reseña en la que se decía de qué iba la novela: Un niño presencia el asesinato a sangre fría de su padre en los primeros días de la guerra. Setenta años después reconoce de forma fortuita en una calle de León a uno de los que participó en aquel desmán, un empresario conocido que se niega a confesar dónde lo enterraron.
            Otra novela más sobre la guerra civil, me dije. Pero, sin explicarme bien por qué, decidí leerla. Y debo decir que me ha sorprendido favorablemente sobre todo porque no es una novela más sobre la guerra civil. No voy a decir que haya leído todas las escritas sobre el tema, sería afirmación pretenciosa, pero sí que es la única en que no encuentro un planteamiento maniqueo del asunto. Estamos muy acostumbrados a que, según el autor pertenezca a una u otra facción, y uso esa palabra con plena conciencia, la guerra se cuente de una u otra manera y los buenos sean unos u otros. Eso indica, por desgracia, que aún no hemos sido capaces de superar un acontecimiento acaecido hace ya más de setenta años. Y todo sigue siendo, según quien lo plantee, una oposición entre blanco y negro, sin matices.
            Ahora me encuentro con que Trapiello cuenta una historia en la que nos hallamos ante una amplia gama de grises. Una historia en la que no se enfrentan los buenos contra los malos, sino que en cada bando hay algunos buenos, un alto número de regulares o tibios, bastantes malos y un número superior a lo deseable de muy malos. Una historia en la que trata de hacernos ver que esa inquina que tanto mal causó hace setenta años sigue manteniéndose viva mal que nos pese. Una historia que nos cuenta también cómo algunos movimientos que presumen de superar lo que aquel conflicto fue y de manejar tan solo la prevalencia de la justicia (por ejemplo los movimientos de Recuperación de la Memoria Histórica) esconden también intereses espurios. Al menos, tanto como los de quienes pretenden, desde el otro lado, que se olvide todo y no se mueva nada.
            Y me ha gustado también de la novela que el narrador se haya quedado al margen, pues no existe una narración omnisciente que pudiera resultar tendenciosa, sino que son los propios personajes quienes se van mostrando ante nosotros mostrando al aire sus virtudes y sus miserias, que de todo hay.

domingo, febrero 17, 2013

EXABRUPTOS



            Llevamos unos días Zalabardo y yo discutiendo sobre la conveniencia o no de este apunte. Yo mantengo que no es necesario, él me dice que es imprescindible. Y en esas estamos. Y como no es cuestión de marear demasiado la perdiz, aclaro el motivo. Después de mucho pensarlo, y de común acuerdo, eso sí, que no es cuestión de echar culpas a nadie, decidimos borrar un comentario reciente aparecido en esta Agenda, a pesar de que, ahora sabréis por qué, confío en que muy pocas personas lo hayan leído.
            Cuento el hecho.  El día 7 de enero de 2007 (o sea, que hace la friolera de seis años) incluí un apunte titulado La ortografía y los grupos consonánticos cultos. Como podéis imaginar, título nada sugerente como para atraer a una alta nómina de curiosos. El entrañable Andrés, Viejo de la Colina, dejó un comentario en el que declaraba lo seco y áspero que para él resultaba el tema. Nada que objetar. Estaba en su derecho.
            Pero hace unas dos o tres semanas, me llevé la sorpresa de que alguien (anónimo) introdujo en ese mismo apunte un segundo comentario. Lo que nunca podía imaginar es que el susodicho tema pudiese herir a alguien. ¿A quién puede molestar la ortografía? Digo esto porque el comentario, repito que anónimo, era un puro desatino. Por supuesto, nada que ver con el tema. Se limitaba a ensartar, en apenas tres líneas, un insulto tras otro.
            ¿Hacia quién? Yo pensé que hacía mí, pero Zalabardo trató de hacerme ver que la razón que, al parecer, llevó al individuo a comportarse como lo hizo fue el empleo de un apodo y Zalabardo me indicaba que en la Agenda yo aparezco con mi nombre y mi apellido. “¿A quién insulta entonces?”, le pregunté, “¿a ti?”. “Quizá”, me respondió, “si es que piensa que Zalabardo es un apodo y no sabe, el ignorante, que yo me llamo Matías Zalabardo. ¿Me cabe alguna culpa porque ese sea mi nombre?, ¿a quién puede ofender eso?” Entonces, dije por fin, no queda otra opción sino que se refiera al Viejo de la Colina, que no puede ser persona más educada y amable que nunca ha dicho una mala palabra contra nadie.
            Llegados ahí, surgió el debate: Zalabardo defendía que había que quitar el comentario cuanto antes porque se trataba de insultos y ofensas gratuitos hacia quienes en nada habían podido herir al ‘valiente’ anónimo (solo pudimos saber de él, por la lengua, que vive o ha nacido en un país americano de habla española). Yo, por mi parte, rompía una lanza a favor de la libertad de expresión. Soy enemigo total de la censura. He conocido una época en la que se prohibían demasiadas cosas y me queda por ello mal sabor de boca. Pero Zalabardo contraatacaba con el argumento de que toda libertad tiene un límite y el de la libertad de expresión es el respeto a los demás, sobre todo si no ha existido excusa para lo expresado.
            No creáis que el debate se saldó pronto. Los dos nos enrocábamos en nuestras posturas. Al final, sin embargo, prevaleció su propuesta de que lo borráramos y ofreciéramos al desconocido comunicante la oportunidad de que, si es que sigue leyéndonos y por supuesto dando su nombre, explique en qué pudimos molestarlo cualquiera de los tres para que su exabrupto pueda ser tenido en cuenta. Y si en verdad en algo lo molestamos, yo, en nombre de los tres, le pediré disculpas. Zalabardo me decía que sobra tal propósito porque el comentario borrado no es sino una prueba fehaciente del momento que vivimos en el que tanto se recurre al exabrupto y al insulto injustificados.
            Pese a todo, me queda el resquemor de haberme convertido en censor al suprimir dicho comentario. Lo que me demuestra que nunca se puede decir eso de que de esta agua no beberé.

domingo, febrero 10, 2013

A LA BARTOLA

            El señor Potoca es una de esas personas que tienen la amabilidad de leer estos apuntes que voy dejando aquí y que, de vez en cuando, incluye algún comentario. En el de la semana pasada dejó deslizar su duda sobre cuál pudiera ser el origen de que en Argentina se utilice a la bartola para indicar que algo se ha hecho disparatadamente. Zalabardo, que siempre me ha insistido en el respeto y agradecimiento que merecen los que me siguen, me pide que trate de solucionar su duda.
            Empecemos por dejar sentado que la locución a la bartola es un claro ejemplo de lo que ya dejé dicho sobre la dificultad de explicar de dónde proceden algunas expresiones que son muy extendidas en su uso. Por ello, pido disculpas y aclaro que todo lo que diga debe ser tomado con cuidado porque no son más que suposiciones mías, ya que en ningún lugar he hallado una explicación clara de la locución.
            La primera dificultad está en que en España se dice (echarse, tenderse o tumbarse) a la bartola, mientras que en América es más común (hacer algo) a la bartola. Vamos con la expresión de acá.

        La primera referencia que encuentro la locución a la bartola está en el diccionario de la Academia de 1852, que se limita a decir que significa ‘sin ningún cuidado’. Así se viene repitiendo hasta la edición actual que dice: ‘1. Descuidando o abandonando el trabajo u otra actividad; 2. Despreocupándose, quedando libre de toda inquietud o preocupación’. Pero, ¿y el origen? En el Diccionario Histórico de 1936 encuentro el único caso en que se recoge bartola, como sustantivo, con el significado de ‘barriga, vientre’ y se aporta un texto de Bretón de los Herreros con ese empleo, y como locución, a la bartola, con los sentidos anteriormente dichos, lo que se ejemplifica con textos de Torres de Villarroel y de Tomás Iriarte. Nada más. Las ediciones del diccionario académico de 1970, 1984 y 1992 añaden, sin más aclaración, que bartola ‘procede de Bartolo, hipocorístico de Bartolomé’. Sin embargo, en la edición en línea del DRAE se lee: bártulos (de Bártolo, insigne jurisconsulto del siglo XIV). ¿Tiene esto algo que ver? Ahora lo sabremos.
            Vamos con la variante americana, la que recoge el Diccionario de Americanismos, que es, según se ha dicho (hacer algo) a la bartola. Se explica que bartola, como sustantivo, significa ‘prisión’ y que la locución quiere decir ‘de forma improvisada, descuidada o negligente’. Hasta ahí.
            Y ahora comienza lo que yo llamo pura hipótesis. Cuanto haya en ello de validez lo ignoro, pero no quiero dejar de exponerlo.
            En el siglo XIV, en Italia, vivió un jurisconsulto llamado Bártolo de Sassoferrato (1313-1357), figura a la que llego tras investigar lo que el diccionario dice acerca del origen de bártulos. Encuentro que Bártolo pasa hoy por ser uno de los grandes reformadores de los estudios de derecho. ¿Qué hizo este buen hombre? Pues, ni más ni menos, introducir innovaciones notables en sus comentarios del Corpus Iuris Civilis o conjunto de lo que fue la legislación romana.  Bártolo superó lo que eran las tradicionales interpretaciones absolutamente fieles a la férrea tiranía de la letra de la ley e impuso un método crítico que atendía más al espíritu del legislador (¿habría que atribuirle a él eso de ‘el espíritu de las leyes’?) y a la última razón de cualquier norma. Alcanzó gran prestigio y los estudiantes de leyes solían llevar a clase copias de sus comentarios, los famosos bártulos. Esta palabra, con el tiempo, en español pasó de designar los ‘textos de Bártolo con comentarios a las leyes’ a significar ‘cualquier clase de enseres que se manejan para algo’.
            Eso es historia. Ahora viene la suposición: Bártolo, igual que ganó admiradores por su método, se ganaría igualmente enemigos, los partidarios de la antigua metodología, que consideraban su proceder heterodoxo y desviado de la escrupulosidad con que antes de él se interpretaba el Corpus Iuris Civilis ya que no se ajustaba a lo escrito, sino que comentaba los textos ‘de cualquier modo’, ‘a su manera’, ‘de forma improcedente’. Estos enemigos acusaban, a él y a sus seguidores, de hacer las cosas ‘a la manera de Bártolo’, expresión que adquirió matiz peyorativo. Ya como locución, iría derivando hacia ‘a lo Bártolo’,  y, en nuestra lengua, generó ese a la bartola.
            De ahí infiero que están más cerca del origen los americanos al decir (hacer algo) a la bartola, ‘de forma improvisada y negligente’, que nosotros cuando hablamos de (echarse, tenderse o tumbarse) a la bartola, ‘abandonando el trabajo, despreocupándose’. Aunque algunos digan que por aquello de que bartola también significa ‘barriga’, la locución quiere decir ‘tenderse boca arriba con la barriga al sol’. Sin que yo quiera desmerecer, Dios me valga, esta última interpretación. Al fin y al cabo no es sino un contagio entre dos posibles sentidos, lo cual no es nada raro.