miércoles, julio 11, 2007

PIRENE

Yendo desde Biescas hasta el Parque Nacional de Ordesa, hay que atravesar el puerto de Cotofablo, paso natural del valle de Tena a Sobrarbe. Coronado dicho puerto, es preciso atravesar el túnel del mismo nombre, que tiene una extensión de algo más de medio kilómetro y que, a quien no esté acostumbrado, impone por su estrechez. Según nos contarían después, se empezó a construir en 1935 y se terminó durante la guerra civil. Cuando uno asoma por el otro extremo, siente ganas de dar un suspiro hondo de alivio.
Ya bajando, antes de llegar al cruce donde se hace preciso optar por Broto, a la derecha, o por Torla, a la izquierda, puerta del Parque de Ordesa, se cruza una pequeña aldea cuyo nombre es Linás de Broto. Nos detuvimos unos instantes buscando un lugar que no encontramos donde tomar un pequeño refrigerio. Pero ya aprovechamos para pegar la hebra con unos cuantos hombres de edad madura cuya distracción, al parecer, era ver pasar los coches que se dirigían hacia el Parque.
En un momento de la charla, uno de ellos nos dijo: "Vosotros, los andaluces, y nosotros somos casi parientes, pues si a vosotros el gigante Hércules os dio el estrecho de Gibraltar, a nosotros nos dio los Pirineos". Ni que decir tiene que le pedimos que nos contara cómo había sido eso.
Pues verán ustedes, empezó; hace ya muchos siglos, ya digo que esto fue en época de Hércules, había en la Península Ibérica, entonces todavía no existía ni el nombre de España, un rey que tenía una hija que se llamaba Pirene. Era notoria la fama de bella y discreta de la joven Pirene entre todas las tribus del territorio, aunque ella se mostraba esquiva con cuantos la solicitaban en matrimonio. Allá en el sur, cerca de donde Hércules había abierto el paso entre el Mediterráneo y el Atlántico, reinaba un rey con fama de feroz e implacable. Se llamaba Girón o algo parecido y se caracterizaba porque, aun teniendo cuerpo de hombre, de sus hombros nacían tres cuellos como cuerpos de serpientes, cada uno de los cuales terminaba en una cabeza parecida a la de un perro.
Hasta él llegó la noticia de la belleza de Pirene y decidió hacerla su esposa. Así que reunió un elevado número de soldados y sirvientes y se dirigió hacia las tierras donde reinaba el padre de Pirene para transmitirle su deseo. Como la joven, según su costumbre, se opuso de manera terminante, Girón montó en cólera y determinó arrasar todas aquellas tierras. Pirene apenas si tuvo tiempo de huir lo más rápidamente que pudo y corrió hacia el norte, donde se refugió en un monte áspero y todo cubierto de matorral, cerca ya de las tierras de Francia, que tampoco se llamaba así por aquellos tiempos.
Contra lo que la joven deseaba, el cruel Girón no tardó en perseguirla para encontrar su rastro; pero anduvo días y días sin hallarla, debido a la gran cantidad de cuevas y los numerosos caminos que por allí había. Después de un tiempo de búsqueda infructuosa, el deseo de Girón se convirtió en odio irrefrenable hacia la dulce Pirene. Así que decidió prender fuego al lugar para que cualquiera que allí estuviese oculto muriese abrasado.
Por suerte, el gigante Hércules regresaba de realizar algunas de su aventuras y, al pasar por la zona, vio la gran humareda y oyó los gritos de la desdichada joven. Se dispuso a rescatarla del peligro que corría, mas solo pudo sacarla de allí agonizante; tanto que nada más depositarla en el suelo, Pirene falleció. Hércules se sintió conmovido por tan triste destino para una joven tan bella y gentil. Fue entonces cuando se le ocurrió levantar un monumento que acogiera sus restos y sirviera de eterno recordatorio. Con sus fuertes brazos fue escogiendo las más grandes de aquellas rocas chamuscadas por el incendio que provocara el malvado Girón. Las iba amontonando de la manera más artística de que fue capaz hasta formar con ellas una inmensa cordillera que discurría desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo. Y en recuerdo del nombre de la bella Pirene, le puso a aquella barrera de rocas el nombre de Montes Pirineos.
Si lo que cuenta la historia no es verdad, al menos merece serlo. Cuando llegamos a Ordesa, mirábamos las cumbres con ojos diferentes, como si quisiéramos ver reflejada en ellas la belleza de Pirene, y nuestros oídos esperaban percibir a cada instante los ecos de su voz arrastrados por la brisa

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta historia de hoy parece de la más pura mitología pirenaica. Es curioso si llegáramos a conocer y a comprender cómo se formaron las viejas leyendas de siempre. Hoy día no resulta fácil crear una nueva, tal vez porque no hay buenos narradores, ni existen reuniones al fuego o a la luz de la luna, donde alguien cuenta historias. Tal vez porque la gente de hoy día sabe más, sabe hasta latín, y no se cree nada que no conozca. Tal vez, porque no compartimos tanto el tiempo como se hacía antes.
Cuando era niño no había tele. Tampoco ordenadores, sólo teatro y cine. Pero no podías abusar porque tampoco tenías dinero. La vida era diferente y también las costumbres. Salías en las fiestas y en las ferias. Tenías una ropa de invierno, otra de entretiempo y una de verano. En verano el calor siempre invitaba a acostarse algo más tarde, pero como te regías por la luz, no por el reloj como ahora, terminabas acostándote más temprano, pero nunca sin salir un rato a la puerta de la casa a tomar el fresco después de cenar.
Sentado en la silla o en el escalón de la casa, era difícil no pegar la hebra con algún vecino. Había mucho contacto entre los vecinos y largas conversaciones casi a oscuras, a la luz de la luna o con la poca luz que tenían las calles de entonces. Los niños solían jugar al piso, a saltar la cuerda, o al pañuelo. Sudábamos como cosacos y las casas no tenían ducha. Los mayores charlaban, contaban historias, largas historias de cosas que les había pasado a alguien, no importaba quién. Eran historias auténticas, bien contadas, con suspense. Eran historias atractivas y tan largas que a los niños nos daba tiempo a terminar los juegos. Luego pegábamos el oído y nos empapábamos como esponjas de aquel morbo. La calle era de todos los vecinos, todos nos conocíamos y nos relacionábamos. Nuestro mundo era nuestra calle y cada calle tenía su propia idiosincrasia.
Uno de aquellos veranos, cuando tenía unos once años, tuvimos una invitada. Era una chica de Madrid que hablaba muy fino. Nadie en la calle había escuchado nunca hablar así, al menos los niños. Se llamaba Blanca, pero era más morena que nosotros que éramos de costa. Era unos meses mayor que nosotros y algo más desarrollada que todos los de la pandilla, de modo que Blanca se convirtió en la única niña de la calle. No había otra igual. Todos nos enamoramos a la vez de Blanca y dejamos de lado a las vecinas de siempre. Los días pasaban y Blanca se convirtió en el centro de atención de los niños de nuestra calle y de otras calles.
No deparábamos en el daño que les hacíamos a las niñas de la calle. Los chicos sólo teníamos ojos para Blanca y nuestro corazón latía al ritmo de los juegos que nos proponía ella. Resentidas y olvidadas por todos los chicos, las niñas decidieron aislarse definitivamente en las horas de los juegos, hacerse las interesantes. Posiblemente recibieron asesoramiento externo. El hecho es que lograron aislar a Blanca, que se vio así resignada a jugar sólo con chicos.
Los juegos con Blanca eran cada vez más intensos, más ocurrentes y más divertidos. Y no había una calle en el pueblo que no aportase algún chico a nuestros juegos nocturnos. Nuestra calle terminó convirtiéndose en un centro de reclutamiento, adquiriendo rango de gran bulevar. Un día, muy temprano, antes de amanecer y mientras todos dormíamos, el malvado tío de Blanca, que siempre había visto con malos ojos nuestras relaciones, la raptó de nuestras vidas, se la llevó para siempre. Los chicos nos quedamos destrozados, al principio nadie sabía nada. Las noches siguientes, las niñas de la calle, que habían aprendido a sobrevivir, seguían en sus trece. Por su parte, el personal reclutado de otras calles, pronto dejó de venir. Así fue como dio comienzo nuestra primera pérdida de identidad. Con el paso de los días alguien por fin nos explicó que las vacaciones del tío de Blanca se habían acabado; pero las nuestras no, y todos entramos en un periodo de absoluto aburrimiento. El bulevar de otro tiempo se había desvanecido bajo la luz de las estrellas.
El viejo de la colina