¿AL ENEMIGO, NI AGUA?
Hace días que vienen apareciendo en los medios informaciones, análisis y opiniones sobre nuestro sistema educativo. El último informe de la OCDE supone un serio toque de atención sobre la situación en ese campo y deja ver que nos hallamos, desgraciadamente, a la cola de Europa. Otro día, en una entrevista, Fernando Reimers, experto en educación y evaluación, catedrático en Harvard, denuncia que es preocupante que España tenga un 30% de fracaso escolar. Y, ayer mismo, leía un editorial de El País sobre el asunto en el que se instaba a dejar los planteamientos partidistas y obtener un consenso para solucionar el problema. Entre otras cosas, decía que bastaría con que los partidos que gobiernan en la capital y en las distintas autonomías dejaran de zarandear la educación con vistas a obtener ventajas electorales; y terminaba diciendo: Hay pocos asuntos de importancia estratégica que exijan una colaboración leal entre las fuerzas políticas. La educación es uno de ellos [...] Parece llegado el momento de cooperar sin reticencias para conseguir jóvenes mejor formados.
Y, mientras, nosotros tirándonos los trastos a la cabeza. Miremos el conflicto entre dos profesores universitarios que ha concluido con que uno de ellos, el poeta Luis García Montero, ha decidido abandonar la Universidad granadina. O la polémica, agria, que, muy a mi pesar, se organizó con uno de los apuntes recientes de esta agenda. En él, el núcleo no era otro sino plantear exactamente lo mismo que El País recogía ayer. Pero hubo quien quiso poner el énfasis en otro aspecto que para mí no era más que una mera anécdota.
Le pregunto a Zalabardo por qué hemos de estar así tan a menudo, dando importancia a lo que nos separa y despreciando lo que nos une. Y Zalabardo me responde que la polémica de que me quejo no es más que una pequeña muestra de la falta de ecuanimidad de la que pecamos, de nuestra casi constante propensión a polarizarlo todo. La dificultad de la ecuanimidad, de la imparcialidad de juicio y de criterio, la vemos, continuaba diciendo Zalabardo, en el modo en que aceptamos las críticas, o mejor, en el modo en que nos negamos a asumirlas (y sálvese quien pueda). Porque lo más grave no es que nos cueste aceptarlas, sino que demos en el pensamiento de que quien nos critica ha de ser, por fuerza, enemigo y lo hace por la inquina que nos tiene. Se nos hace difícil asumir que una persona de la que no nos separen insalvables divergencias pueda estar sujeta a nuestra crítica, y a la inversa. Me parece que entre nosotros está muy extendido eso de que quien no está conmigo está contra mí. No hay más que pensar, por ejemplo, en algunas tertulias de radio y televisión.
También sucede que en ocasiones tendemos a dolernos del otro, sentimos que lo suyo pueda ser mejor que lo propio (aunque no lo sea), lo que nos impide emitir juicios imparciales. Todo ello se manifiesta de numerosas y variadas formas. Adoptamos una constante guardia frente a quienes nos rodean (por lo que hacen, por lo que dicen, por lo que son). Basta que alguno exponga un argumento, da igual el asunto, para que surjan por doquier quienes traten de echarlo por tierra. Bastaría que yo dijese, por ejemplo, que mientras escribo estoy escuchando música de los Beatles para que alguien saltara agriamente con que donde se ponga la de los Rolling Stones que se quiten las demás. Y esto, no ya por dar valor a lo propio, sino por derribar lo del contrario. Pensemos, si no, en una figura como la de Adolfo Suárez; costaría encontrar a alguien que hiciera tanto (y no olvidemos de dónde venía) por normalizar la vida política de nuestro país en aquellos momentos tan difíciles como los albores de la transición. Pues aun así le dieron tortazos (y hay quien se los sigue dando) a diestro y siniestro, y nunca mejor dicho, porque le sacudieron estopa tanto los de la izquierda como los de la derecha, y acabó por ser abandonado y repudiado por los del centro, que se supone que eran los suyos.
Somos propensos, casi sin remisión, a la polarización, a colocarnos en posiciones antagónicas. No sé si el grito de "al enemigo, ni agua" lo habremos inventado nosotros, pero aunque no, se diría que va bien con nuestra personalidad, que podría definirnos. Un enemigo que nos lo creamos, incontables veces, de forma artificial y, por cierto, de manera bastante desahogada. Y con esas alforjas es difícil mantener los platillos de la balanza en equilibrio, el fiel en la vertical.
Cuando hablo de esto con Zalabardo, coincidimos en que tendría que ser normal aceptar la disparidad de opiniones, de puntos de vista, de defensa de sistemas de valores contrapuestos; eso no debe impedir la convivencia. Yo lo vi así la noche del viernes pasado. Lo malo es cuando, una vez conformada nuestra opinión, adoptado nuestro punto de vista, establecido nuestro sistema de valores, pretendemos imponerlos sobre los demás. Con lo fácil que sería, debería serlo, una relación pacífica con los demás en lugar de liarnos continuamente a garrotazos.
Ahora estaría bien que sonara Imagine, de John Lennon: Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz.
1 comentario:
Para mucha gente, el problema de la educación en nuestro país no está en que el fracaso escolar sea del 30%, pues en sí el fracaso escolar se puede lograr subiendo el nivel de exigencias o el de los contenidos sin más, lo que no vendría a cuento; ni consiste tampoco en ponerse de acuerdo en que lo prioritario es "cooperar sin reticencias para conseguir jóvenes mejor formados", puesto que la formación es para un partido un concepto distinto a como lo concibe el otro.
El problema de la educación es que nuestros jóvenes no tienen ilusión por nada: ni por aprender más lengua, ni más gramática, ni leer literatura, ni hablar otras lenguas, ni adquirir conocimientos de la historia, ni aprender matemáticas, etc. El problema de la educación es que los niveles se han hundido excesivamente, y se inflan los resultados académicos para que los alumnos promocionen de curso, posiblemente para que no se traumaticen, y con ello la sociedad misma. El problema es que todo ha perdido valor y ser estudiante, estudiante de ESO o Bachillerato, por ejemplo, no significa nada, no tiene valor alguno, es algo que entró en crisis crónica con la LOGSE. Falta entusiasmo en los profesores y en los alumnos en el trabajo del día a día ( y sobran conflictos dentro del aula), falta autoestima en la escuela y en los institutos, falta que el trabajo diario dentro del aula sea sosegado y atractivo para poder disfrutarlo, ... falta que alguien nos diga que la docencia es la profesión más bonita del mundo aunque la más desprestigiada en el tiempo más corto posible. Pero nos lo tendrán que decir convencidos de que hasta ahora, desde el anterior BUP para acá, todo se ha hecho mal y que ya va siendo hora de reparar los errores, que es de sabio. Es necesario devolver la ilusión al lugar de donde se esfumó por unas decisiones políticas incorrectas. ¿O es que aún hay dudas?
Bueno, está claro que esto también está polarizado, es irremediable, pero acepto como normal la disparidad de opiniones que se puedan volcar a colación.
Andrés Viejo
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