lunes, diciembre 15, 2008


ENERGÚMENOS
La palabra que da título al apunte de hoy, energúmeno, tiene ascendencia griega y designa, etimológicamente, a la 'persona que está poseída por un demonio'. Por extensión, designa también a la 'persona furiosa, alborotada'. Hasta ahí llega el diccionario de la Academia, aunque el de María Moliner avanza un poco más. En efecto, añade que energúmeno es también la 'persona que grita mucho' e incluso 'la que se expresa con violencia o con extremismo'. Zalabardo, acogiéndose a esta última definición, me dice que entre nuestros políticos hay muchos que son así. Lo dice porque hace unos días hablábamos de los excesos verbales a que hemos asistido durante la primera quincena del mes de diciembre, con el agravante de que tenían lugar, todos ellos, en actos públicos.
El lunes día 1, un tal Pedro Castro, alcalde socialista de Getafe y, para mayor inri, presidente de la Federación Española de Municipios y Provincias, no se cortaba un pelo al lanzar al aire esta pregunta: "¿Por qué hay tanto tonto de los cojones que vota a la derecha?" El sábado día 6, el diputado por Esquerra Republicana de Catalunya llamado Joan Tardà, se cortó aún menos al gritar a los cuatro vientos, mientras se quemaba un ataúd que representaba a la Constitución que permite que él sea lo que es, "¡Muerte al Borbón!" Quien se dice ser Isaac Valencia, de Coalición Canaria, alcalde de La Orotava, hacía gala de su talante solidario e integrador al quejarse públicamente de que "las Islas están a merced de que el moro venga un día y nos lleve por delante". Y, para que haya representación suficiente del espectro político del país, don Manuel (en España hay dos don Manuel: Ruiz de Lopera, dueño del Betis, y Fraga, del PP, que es de quien hablo) responde hace unos días, cuando se le pregunta cómo habría que ponderar el cambio de sistema electoral para que los nacionalistas tuvieran menos peso, que "habría que ponderar colgándolos de algún sitio".
Ya no quiero entrar en el hecho de que estas cuatro personas, como otras muchas de igual laya que pululan por ahí, debieran pensar que, en cuanto cargos electos que son, representan a toda la ciudadanía, incluidos aquellos que no los han votado expresamente a ellos, y por lo tanto les deben todo el respeto y consideración del mundo. Y digo los cuatro pese a que el alcalde canario se refiera a personas que no son ciudadanas de nuestro país. Porque, además, resulta que sus puestos y sus sueldos están siendo sufragados por todos los ciudadanos y no solo por su parcela específica de votantes. Pero, por desgracia, muchos de esos cargos públicos se parecen a aquel profesor a quien, después de haber salido elegido miembro de un Consejo Escolar, se le pidió que defendiera los intereses de los profesores a los que representaba y tuvo la desfachatez de responder que él solo representaba a los que lo habían votado.
Quiero decir que, más que ese mero hecho de a quiénes representan y por quiénes han sido elegidos o quiénes son los que les están pagando, lo que me preocupa es el síntoma de mala educación, de violencia verbal, y de la otra, que sus conductas reflejan. Además de su poco espíritu democrático. No me vale que alguien saque a relucir la excusa de la libertad de expresión porque nadie puede ampararse en ella para cometer tales desmanes. Se puede ser de izquierdas, pero tal adscripción no permite llamar "tontos de los cojones" a los votantes de derechas; como la circunstancia de ser republicano no es razón para gritar "¡Muerte al Borbón!". Cuanto más, si se ostenta un cargo derivado de la manifestación del pueblo soberano en las urnas. Y lo mismo digo de los otros casos.
También puede que haya quien mencione que todos, no estoy seguro si don Manuel también, han pedido disculpas. A mí, al menos, no me valen tales excusas. Y Zalabardo dice que a él tampoco; ¡a buenas horas, mangas verdes! Lo correcto, lo digno y consecuente, sería que estos señores, por lo que son, además de disculparse renunciasen a sus cargos y se marcharan a sus casas (por bocazas, por energúmenos), donde podrían reflexionar, ya que no lo hicieron antes, sobre las consecuencias de sus palabras. Y si sus partidos los disculpan es que no merecen ser votados.
Me enseña Zalabardo el libro Más de 21 000 refranes castellanos, compuesto por mi paisano Francisco Rodríguez Marín en 1926. Me lo abre por una página en la que, con el dedo, me señala uno que dice: Habla convenientemente o calla prudentemente. Yo, a mi vez, le muestro un volumen de la obra Oráculo manual y arte de prudencia, que publicó Baltasar Gracián en 1647. Es una colección de trescientos aforismos glosados, de donde elijo el numerado como 160: Hablar con prudencia. Con los competidores por cautela; con los demás por decencia. Siempre hay tiempo para soltar las palabras, pero no para retirarlas. Hay que hablar como en los testamentos: cuantas menos palabras, menos pleitos. Uno debe practicar en lo que no importa para cuando sí importe. El secreto parece algo divino. El que habla con facilidad está cerca de ser vencido.
Sugiere Zalabardo que los políticos deberían someterse antes de ocupar cualquier cargo a un curso de buenas maneras en el hacer y en el decir. No me parece que sea mala idea, ¿pero qué haríamos con los que no lo superasen?

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