viernes, diciembre 12, 2008

MELINDRES

Hay palabras cuya historia resulta complicada de contar, como pasa con el término melindre, de origen incierto. Si bien puede parecer que la palabra se nos cuela a causa de Los melindres de Belisa, yo la conocía antes de haber leído la comedia de Lope de Vega porque mi madre la utilizaba mucho, aunque con un sentido diferente. Y ayer, ahora contaré por qué, me vino de nuevo a la cabeza. El diccionario académico dice que significa 'fruta de sartén, hecha con miel y harina'. De ahí, por lo empalagosa que resulta, llega más tarde a significar 'delicadeza afectada y excesiva en palabras, acciones y ademanes'. Hasta ahí, el diccionario no se separa de lo que ya decía el de Autoridades, de 1734. Pero el María Moliner recoge otra acepción, que es la que yo recuerdo de mi madre: 'aprensión, física o moral, exagerada o afectada'; y la considera sinónima de remilgo. Melindre se suele utilizar más frecuentemente en plural, en la expresión tener melindres, o en su forma adjetiva, ser melindroso.
Ayer, mientras desayunábamos, preguntaba a Pablo Cantos por su última realización cinematográfica y ya hablamos de cosas diversas: si las sensaciones de un director de cine al acabar su película son semejantes a las de un escritor que acaba su libro o de naturaleza diferente, de las relaciones con los productores, de los problemas de trabajar con animales y cosas así. Yo le planteé en un momento el caso de las escenas con pájaros, pensaba en la película de Hitchcock, fuera de lo que son los efectos. Incluso, mientras él me lo explicaba, me vino a la cabeza preguntarle por los problemas que podría reportar la repetición de ciertas escenas en el rodaje de películas eróticas y/o pornográficas. Pero no lo hice; sentí cierta especie de aprensión, tuve remilgos. En fin, fui melindroso.
Porque tengo que reconocer que nunca he sentido una especial atracción por ese tipo de cine. Lo que ya no sé explicar es la razón, aunque pudiera ser consecuencia de una moral de época o de una educación en un colegio de frailes, donde se nos inculcaba una moral muy rígida en todo lo concerniente con la sexualidad y que se veía acompañada de frecuentes ejercicios espirituales. Bien es verdad que, superado eso, siguen sin gustarme esas películas. Zalabardo, por su parte, no tiene reparos en reconocer que, de vez en cuando, alquila alguna película en el videoclub o ve la que proyecta Canal + la noche de los viernes. A mí, repito, no me llaman especialmente la atención, sin que eso signifique que las rechace. Hace mucho tiempo, aún estaba en Sevilla cursando mis estudios universitarios, en España se inventó aquello de las Salas de Arte y Ensayo, que eran una excusa para proyectar cine de poca aceptación en las salas comerciales. En Sevilla, el cine Felipe II era uno de aquellos; allí se podía ver desde El séptimo sello, de Bergman, hasta el espanto más inimaginable. Eran aquellos cines una especie de cajón de sastre, un modo de dar entrada a lo que la censura no consentía o poner películas que carecían de acogida por parte del gran público. En aquel cine vimos, porque fuimos casi todo el curso en pandilla, Helga, el milagro de la vida, película que trataba de la concepción de un ser humano desde el coito hasta el momento mismo del parto. Nunca en nuestro cine se habían visto escenas como la de aquella cinta, que fue permitida, se decía, en razón de su alto valor documental y educativo. Yo la recuerdo como un bodrio.
Más tarde se pondría de moda lo del turismo cinematográfico. Los españoles íbamos a Francia por tres razones y a tres destinos diferentes: a París, como viaje de novios; a Lourdes, por cuestiones de fe; y a Perpiñán, para ver películas que aquí no se podían ver y solo se proyectarían en nuestros cines años después. Fue la época de El último tango en París, de Emmanuelle, de Historia de O o de El imperio de los sentidos. Luego, cuando se abrió un poco la mano, nuestra contribución al cine erótico fue aquella turbamulta de películas, tan distintas a las anteriormente citadas, protagonizadas por Esteso, Pajares y compañía y la excusa de algunas de nuestras actrices de que solo se desnudaban cuando lo exigía el guión. Esto pudo hacer que aumentaran mis melindres hacia el cine erótico-pornográfico. Vino entonces el destape, con aquella primera muestra de de un desnudo integral frontal femenino que protagonizó María Jesús Cantudo en La trastienda. La siguieron Nadiuska, Blanca Estrada y otras más. Y, por fin, las Salas X. Por aquellos años, poco más o menos, debió nacer Nacho Vidal, estandarte del porno español.
Me dice Zalabardo que para no ser aficionado sé muchos datos y le respondo que una cosa es estar informado y otra muy diferente ser aficionado. Quede claro que no tengo nada ni contra este cine, ni contra quienes son asiduos a él. Simplemente, no me atrae, como tampoco me atrae, si ello sirve para aclarar cuál es mi actitud, el cine de Woody Allen, salvo en películas muy concretas. Y no tengo nada contra sus forofos.
Me pide Zalabardo que, para terminar con una sonrisa, cuente el chiste que, con frecuencia, solía contar Juan Ruiz, otro gran amante del cine: Hablaban dos paletos y uno le decía al otro: "¡Vaya, hombre, ahora que he aprendido a decir pinícula, resulta que se dice flin!".

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