A la desierta plaza
conduce un laberinto de callejas
(A. Machado: Soledades, X)
De vez en vez, me gusta visitar Sevilla. Como Zalabardo sabe bien, yo me considero malagueño de adopción y no acostumbro, no me gusta, a ejercer de sevillano, aun siéndolo; y no me acharo, no me avergüenzo ni siento pudor por ninguna de ambas cosas. Pero tampoco participo de ese enfrentamiento que se suele dar entre las dos ciudades. Disponen una y otra de los suficientes elementos para que yo las ame y no me guste verlas casi siempre a la greña. Pues bien, el fin de semana pasado estuve en Sevilla y pude revivir muchas sensaciones que permanecían encerradas en mi interior.
Hay en Sevilla dos plazas, mejor, una plaza y una placita, que no dejo de visitar cada vez que voy. Una es la plaza de doña Elvira, en pleno corazón del barrio de Santa Cruz; la otra es la plaza de Santa Marta, a las puertas mismas de dicho barrio. Pero así como la de doña Elvira está llena de restaurantes y sea continuamente atravesada, paseada y admirada, la de Santa Marta permanece aislada, solitaria y silenciosa. Vamos, que no la conocen ni los japoneses, a los que podemos ver en los más inverosímiles rincones.
No es esta la plaza del poema de Machado, pero pudiera serlo, porque a ella se accede, y se sale, pues ese es su único contacto con el exterior, si no por un laberinto de callejas, sí por una mínima y laberíntica calle (forma una S), cuya entrada disimulan unas tiendas de recuerdos donde los extranjeros compran palillos, o sea, castañuelas; linda con una iglesia y tiene enrejadas ventanas tras cuyos cristales pareciera adivinarse siempre una figura. Es recatada, escondida, casi oculta del bullanguero ambiente de las plazas de la Virgen de los Reyes y del Triunfo, junto a las que está. ¿Es la plaza más pequeña del mundo? A lo mejor (a lo peor) no, pero mereciera serlo. En mis años sevillanos, me gustaba pasar alli ratos y sentarme a leer en las gradas de la cruz que se alza en su centro; sobre todo en el mes de abril, cuando el azahar de sus naranjos embriagaba los sentidos.
Como me embriaga la luz limpia de Málaga, o los acuáticos rumores de Granada; así me afecta el color especial de Sevilla; y entre ellos uno, el del albero (esa arena que se extrae de las canteras de Alcalá de Guadaira) que cubre los suelos de los jardines de Murillo o de los caminos del Parque de María Luisa, el de la mayoría de los jardines sevillanos o el ruedo de la Maestranza.
Y también me gustan algunas de las palabras aprendidas en Sevilla, porque Sevilla tiene también sus palabras; bueno, eso es algo discutible. Lo que pasa es que desde que mis admirados profesores Manuel Alvar y Antonio Llorente publicaron sus Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía han sido legión quienes, siguiendo aquella estela de los maestros, se pusieron a recopilar vocabularios y estudios sobre el habla de sus lugares respectivos, fuesen estos Sevilla, Málaga, Cabra, Jerez o Cúllar-Baza. Y así se presentan como exclusivos de un lugar términos que corresponden a la generalidad andaluza. No hay más que consultar el Vocabulario andaluz, de Antonio Alcalá Venceslada, publicado inicialmente en 1934 y ampliado en 1951. Eso sí, cada lugar tiene unas palabras que usa más de lo que se utilizan en otros lugares, aunque en ellos sean también conocidas. La pena es que, no ya en Sevilla, sino en todas partes, estas palabras se van perdiendo.
En ese sentido explicado quiero hablar hablar aquí hoy de palabras sevillanas, como las ya utilizadas achararse, palillos y albero. En esta última estancia en Sevilla visité, mire usted por dónde, una exposición organizada por la Xunta de Galicia titulada As nosas palabras, as nosos mundos; en una de sus secciones se invitaba al visitante a sembrar una palabra para que creciera y no se perdiera. Yo sembré sahumerio porque, como hacía un frío que nos dejaba esmorecíos, ateridos, recordé esa mezcla de flores de de alhucema y romero que, para que dieran buen olor, se echaba en la copa, brasero de cisco, carbón menudo, que se ponía en las camillas, mesas con tarima y cubiertas con enaguas, para calentar las habitaciones.
Allí en Sevilla, mientras hacía la mili, oí por vez primera que aliño, aparte de su significado culinario, era un cocimiento de hierbas anafrodisíacas que la mujer celosa daba a escondidas al hombre con quien se hablaba, tenía relaciones, para que no se sintiera atraído por ninguna otra mujer. Como dicho aliño provocaba en ocasiones reacciones no deseadas, a quien presentaba un aspecto un poco ido de la realidad se le decía que parecía estar aliñao.
La placita que ha dado origen a la página de hoy tiene también sus cierres, o cierros, balcones o miradores cerrados con cristales y/o celosías. En fin, por Sevilla paseamos, que no dimos barzones, que eso es andar sin rumbo, y terminamos comiendo en el Arenal, en un típico restaurante con patio andaluz cubierto por una vela, toldo que matiza la luz e impide que dé el sol directo. Al otro lado del río Guadalquivir, la calle Betis se reflejaba sobre sus aguas.
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