Nada más abrir la Biblia y empezar a leer los primeros capítulos del Génesis nos enteramos de que el proceso por el que los seres fueron adquiriendo el nombre que los identificara fue compartido. Al principio, Dios iba dando a cada cosa su nombre; hasta que aparece sobre la faz de la Tierra Adán y se le encarga que sea él quien continúe con la tarea nominativa. Tampoco cuesta demasiado darse cuenta de que, en un principio, los seres humanos no precisan más que de una sola palabra para ser únicos: Adán, Eva, Caín, Noé... Pero como el mandato divino fue aquel de que creciésemos y nos multiplicásemos, llega un momento en que falta inventiva para nombres individualizados y se va haciendo necesario un aditamento; en el Nuevo Testamento, en los Evangelios, nos topamos ya con María de Magdala y con María Cleofás; con Judas Tadeo y con Judas Iscariote. Podemos colegir de aquí que con ello habían nacido los apellidos.
Damos un salto en la historia y nos encajamos en la sociedad romana, a la que tantas cosas debemos. Los romanos, hablo de los varones, ya que para la mujer el sistema era diferente, poseían tres nombres: el praenomen, equivalente a nuestro nombre propio, coincidía con el del padre y se escogía entre una escasa gama de posibilidades; el nomen indicaba la familia, el linaje a que se pertenecía; y el cognomen, una especie de segundo apellido, era por lo general algo parecido a un mote que se adjudicaba por diferentes razones (un defecto físico, cualquier anécdota ligada a la persona que lo portaba o incluso alguna victoria militar). Así se explican los nombres Marco Tulio Cicerón (por una verruga parecida a un garbanzo), Cayo Julio César (título de los emperadores romanos), etc.
Este sistema onomástico romano fue cayendo en desuso en las tierras del Imperio y hacia el siglo V ya se había olvidado casi del todo. En la España visigoda y en toda la región asturiana, los individuos vuelven a ser conocidos por un solo nombre, el que se recibía en la pila bautismal. Pero, llegado el siglo VIII, se hacía difícil diferenciar a unos de otros si tenían el mismo nombre. Entonces se recurrió a hacer uso de un patronímico, es decir, una palabra que uniera al nombre de cada individuo otro derivado del nombre de su padre. Esto ocurrió no solo en España, sino en casi la generalidad del territorio europeo. Nuestro caso lo cuenta muy bien Ramón Menéndez Pidal en su Historia de la Lengua española. Y es que nosotros, por esa influencia visigótica citada, unimos el sufijo -z al nombre del padre; de esta forma surgieron Núñez (hijo de Nuño), Álvarez (hijo de Álvaro), Rodríguez (hijo de Rodrigo), etc. Hasta ahí, seguimos el mismo procedimiento que los nórdicos, que usan el sufijo -son (Peterson, hijo de Peter) o que los rusos, que emplean el sufijo -ovitch (Mijailóvitch, hijo de Mijail).
Hasta este punto todo es muy simple, pero (¿por qué casi siempre ha de haber un pero para todo?) con el tiempo, fueron surgiendo apellidos que se explican por muy variadas razones. En nuestra onomástica, junto a los patronímicos propios (los derivados del nombre del padre) se dan otros que obedecen a orígenes diversos. Se suele decir que, a partir de los Reyes Católicos, los judíos conversos adoptaban por apellido el nombre de una nación, ciudad o pueblo (Valencia, Alemán, Córdoba, Gallego...) o el de un santo o símbolo cristiano (Santamaría, Santiago, San Juan, De la Cruz...). Pero es que, además de eso, originan apellidos españoles los oficios desempeñados (Herrero, Pastor, Sastre, Zapatero...); algún elemento vegetal o de la naturaleza (Pino, Romero, Castaño, Montes...); alguna referencia al lugar en que se habita (De la Sierra, De la Cuesta, Fuentes...); alguna peculiaridad o tara física (Sordo, Seisdedos, Rubio, Calvo...); algún cargo ocupado (Alcalde, Regidor, Contador, Alguacil...). Y así podríamos seguir, pues las posibilidades de apellidos son casi ilimitadas.
Por eso me extrañó hace algún tiempo que, en una emisora de radio, al ir a dar una noticia deportiva, dudasen por un momento de ofrecer el apellido de un deportista e incluso planteasen la posibilidad de que el texto estuviese equivocado o al deportista se le estuviera designando con un apodo. ¿Qué apellido era aquel que tanto reparo hubo en utilizar?: Follador. Reconozco que al principio puede dar risa, pero una vez eso, todo nace de la ignorancia de que en nuestra lengua existen cuatro verbos follar, de los que se derivan los correspondientes follador. El primero, derivado de follis latino (fuelle), significa 'soplar con un fuelle'; el segundo, derivado de folium (hoja), significa 'formar o componer en hojas algo'; el tercero, de fullare (pisotear), significa 'destruir o talar'; y el cuarto, posiblemente también derivado de follis (fuelle), significa 'practicar el coito' y también 'ventosear'. Según lo anterior, aparte de los sentidos sexual y fisiológico, Follador puede designar a 'quien trabaja en una fragua con el fuelle', a 'quien tala árboles' o a 'quien compone algo en hojas'.
Pero es que no hay más que meterse en Internet para ver que en España hay algo menos de 350 personas que tienen como apellido Follador, lo que por supuesto, los diferencia de los García, nuestro apellido más común, con casi millón y medio de personas que lo portan. Y aunque Zalabardo se me enfade (pues no le gusta que se divulgue este dato) diré algo que muy pocos conocen: que su nombre completo, escritos hay que lo demuestran, es Matías Alibóndigo Zalabardo. ¿Quién tiene apellidos como los suyos?
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