VALLE-INCLÁN Y LOS EMOTICONES
Durante el desayuno de uno de estos pasados jueves le comentaba, no sé si era a Javier López o a Pablo Cantos, que uno de los secretos para sobrellevar la vida de jubilado sin hundirse en el hastío, sin caer en esa especie de muerte civil que algunos quieren que sea, sino por el contrario haciendo siempre crecer el montón de piedras blancas que tanto han preocupado a José María Bocanegra, es no estar ocioso nunca, plantearse actividades que realizar, ocupar el tiempo de manera que, en ocasiones, incluso podamos sentir que nos falta para llevar adelante otros proyectos. Zalabardo y yo, creo, lo vamos consiguiendo sin apenas, por el momento, dificultades.
En mi caso concreto, una de las abundantes y variadas cosas que me ha permitido la nueva situación es recuperar un ritmo de lecturas que, con el ajetreo de la vida profesional, y más en la nuestra, que no se limita a la mera jornada laboral, había ido perdiendo. Se dice, y creo que es verdad (ayer mismo lo hablaba con José Francisco), que llega un momento en la vida en la que apetece más releer que leer cosas nuevas. Al menos a mí me ocurre. Tenía ganas de enfrentarme sosegadamente a lecturas que tenía olvidadas desde hace una treintena de años en según qué casos. Es como plantearse el reto de averiguar qué efecto provoca ahora aquello que años atrás, con otra edad y en diferente circunstancia, conmovió mi espíritu. Así, de agosto hasta el momento presente, me he leído parte de la primera serie de los Episodios Nacionales, de Galdós, y, sobre todo, la producción en prosa de Valle-Inclán. De este último, he concluido las novelas de La Guerra Carlista, las cuatro Sonatas y Tirano Banderas; ahora estoy ocupado con La corte de los milagros, primera de la serie El Ruedo Ibérico, con lo que habré revisado lo más importante de su obra novelesca. Y no creáis que únicamente me dedico a leer, porque, cuando no hay nada que te agobie, lo cierto es que el día tiene horas para muchas cosas.
Respecto a Valle, estoy redescubriendo el placer de perderme entre la amplitud y belleza de su rico vocabulario y el de navegar entre las suaves olas del ritmo de sus frases. Comentaba con Zalabardo un episodio de la Sonata de invierno, interesante por variadas razones, que, en medio de esa vida galante del Marqués de Bradomín, muchas veces se pasa por alto: cuando tras una escaramuza resulta herido y es preciso amputarle el brazo izquierdo, se muestra impávido y solo piensa en qué actitud habrá de tomar en adelante con las mujeres para que su manquedad resulte poética. Lo cuida durante su convalecencia una monjita joven , la hermana Maximina, de la que se enamora y por la que es correspondido. En un determinado momento, le dice: "Hermana Maximina, tú eres dueña de tres bálsamos: Uno lo dan tus palabras, otro tu sonrisa, otro tus ojos de terciopelo..." La pobre monjita, de apenas quince años, solo acierta a responder: "No le creo a usted, pero me gusta mucho oírle... ¡Sabe usted decir las cosas como nadie sabe!..." Yo, por mi parte, le hago ver esta frase de Tirano Banderas con la que describe cómo un perro espanta a una bandada de buitres: "El negro vuelo de zopilotes que abate las alas sobre la pecina se remonta, asaltado del perro".
En esas estábamos cuando, ignoro cuál fue la asociación de ideas que en ese instante se produjo en su mente, Zalabardo me preguntó si yo era capaz de imaginar cómo hubiesen quedado ese diálogo y esa frase escritos con el código que hoy emplean los jóvenes para enviarse mensajes a través de los teléfonos móviles (ya sé que lo justo y correcto sería decir portátiles, pero la batalla está perdida). Si quería sorprenderme, de verdad que lo consiguió. Y es que Zalabardo es enemigo acérrimo, yo no tanto, de estos teléfonos y, más que nada, del lenguaje utilizado en los mensajes que por ellos se envían. Lo acusa de ser origen de la galopante pobreza léxica que nos invade y de la incapacidad para ensartar dos frases seguidas con cierta ilación. Tengo que decir que yo también tengo dificultades en ocasiones para entender determinados textos (cnd yeges dm 1 tk, 'cuando llegues, dame un toque'; mpug asta k no pud +, 'empujé hasta que no pude más', etc.) Comprendo que es una forma de economizar tiempo y caracteres (creo que en estos mensajes el precio se calcula por el número de caracteres empleados) y que, por otro lado, siempre los jóvenes han tenido códigos expresivos diferentes de los del, digamos, mundo adulto. Son muchas las convenciones que ahora se utilizan (xo, 'pero'; xa, 'para'; xp, 'porque, etc.) Y así vamos.
Pero justificar un uso no es igual que quedarse impasible ante un abuso, porque un emoticón o una abreviatura de ese tipo estarán plenamente justificados en el chateo, pero deben proscribirse de, por ejemplo, un examen. Los profesores todos, y en especial los de lengua, debemos (bueno, yo ya estoy fuera de esto) cuidar mucho de hacer entender a nuestros alumnos lo que es un código y lo que es otro. Lo malo es que si ya cuesta enseñarles de modo adecuado la lengua, y muy especialmente la expresión escrita, que logren componer un texto de manera coherente y con la suficiente cohesión, surgen dudas sobre si en ellos habrá algún interés, más que una capacidad, por asimilar dos códigos: el de los mensajes cortos, por un lado, y el necesario para componer textos formales, por el otro, puesto que los dos son válidos para la comunicación.
En esto, estoy plenamente de acuerdo con Antonio Muñoz Molina, que defiende que el problema no es la tecnología, sino la ignorancia, y que lo que hace falta es una educación que favorezca el uso de la palabra. Si esto se consigue, todo lo demás no debe suponer ningún problema. El peligro nacerá (¿o ha nacido ya?) cuando la gente sea incapaz de escribir sin faltas de ortografía o no sepa construir lógicamente las frases; o cuando se pretenda transferir ese código particular a cualquier otro tipo de comunicación que requiera un código diferente. Esa es la batalla que no hay que perder.
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