APUNTES DE UNAS VACACIONES: 1. TABARCA
¿Hay alguien por ahí? ¿Se acuerda alguien de nosotros? Zalabardo y yo, después de las vacaciones (a propósito, ¿qué tal las vuestras?), volvemos. Y como en otras ocasiones, empezamos con unos breves apuntes de este tiempo veraniego. Este año le ha tocado a la Costa Blanca.
¿No os ha pasado nunca aquello de desear algo con fuerte ansia y que, una vez alcanzado el sueño, toda la primitiva ilusión se haya visto transformada en un cierto desencanto? Eso es lo que me ha pasado a mí con la visita a Tabarca.
Tabarca, imagino que todos lo sabéis, es una pequeña isla anclada a poca distancia, escasamente tres millas, de Santa Pola, en Alicante. Tan minúscula es la isla que mide tan solo dos kilómetros escasos de longitud y su anchura máxima ronda los cuatrocientos metros; la mínima, exagerando un poco, son cuatro pasos mal contados. Todo su perímetro puede ser recorrido en no más de una hora. Es la única isla habitada de la Comunidad Valenciana.
La isla, l'illa para sus moradores, ofrece un paisaje absolutamente árido y carece de agua potable. La que hay es conducida hasta allí desde la península a través de un conducto submarino. Carente de la menor altura, por algo los antiguos la llamaron La Plana, fue en un tiempo refugio de piratas que, desde allí, organizaban sus correrías por la costa; esta situación duró hasta que en el siglo XVIII fueron expulsados y se fortificó con el fin de servir precisamente como defensa y avanzadilla contra esos mismos piratas. Para ocuparla, se trajeron personas que habían estado cautivas en la ciudad argelina de Tabarqah. De ahí viene su nombre oficial, que no es otro sino Nueva Tabarca. De aquel tiempo quedan, como restos, parte de las murallas, las puertas de San Gabriel, San Miguel y San Rafael, la Casa del Gobernador, convertida hoy en hotel, y la torre de San José, atalaya defensiva. Un siglo después, en la parte más oriental, se levantó un faro.
El viaje de Santa Pola a Tabarca, en una de las llamadas tabarqueras, dura media hora escasa y no es sino hasta la mitad casi del trayecto cuando empieza a divisarse el perfil de la isla. Primero, apenas si es una débil mancha que interrumpe la línea del horizonte marino; luego, poco a poco, su perfil se va definiendo hasta que irrumpe con fuerza la mole de su iglesia. Es una isla tan llana que, se ha dicho, cualquiera es alto en Tabarca.
Sin embargo, tal como primero atrajo a los piratas, más tarde la isla se convirtió en potente imán que atraía a escritores y artistas que vieron en ella una especie de paraíso natural libre de cualquier tipo de contaminación. Mi primer conocimiento de la isla me vino gracias a un poema del malagueño, nacido en Benaque, Salvador Rueda. No sé si la definición de la isla como con figura de guitarra le pertenece a él o la tomó de alguien anterior. De todas formas, en el poema al que aludo, la llama caja de armonía, estuche de zafiro, hogar venturoso para vivir, sitio dichoso para soñar, retiro mágico para escribir. De hecho, tras su jubilación, decidió vivir en Tabarca y allí escribió un curioso testamento en el que señalaba cómo se le había de sepultar, no bajo tierra porque padeciendo catalepsia, tengo infinito terror a lo cerrado y a la soledad. No obstante, lo cierto es que volvería a su tierra y moriría en 1933 en su humilde casa de la Coracha malagueña.
Otro tipo de noticias, las más recientes, me habían llegado por voz y escritos del periodista Juan Cruz, amante de Tabarca y dolorido de los derroteros por los que la isla camina, o podríamos decir navega.
La cosa es que, al plantear unas vacaciones en la Costa Blanca, yo me había trazado como uno de los objetivos la visita a la isla de Tabarca. En el hotel, cuando pregunté por la mejor forma de llegar, me informaron con todo lujo de detalles, aunque añadiendo la coletilla de que allí no hay nada que ver. Los hoteleros no miran ni ven lo que miran y ven escritores y artistas.
Y llegamos a Tabarca. Nada más poner pie a tierra en el puertecito, nos asaltó una turba que entregaba octavillas anunciadoras de los innumerables restaurantes y merenderos que en la isla hay. Hay más merenderos que isla y casi más que habitantes. Este es uno de los males del turismo, que es capaz de arrasar cualquier paraíso y convertirlo, si falta hiciera, en un infierno. Mucha gente va a Tabarca con las sombrillas y las neveras repletas para pasar el día en su recoleta y mínima playa, que, lógicamente, se abarrota al momento, sobre todo en días festivos. Zalabardo me decía que, si por él fuera, deberíamos volver en la misma tabarquera en la que habíamos arribado. De todas formas, le dije, yo quería recorrer la isla.
De los dos cuerpos de que la isla consta, el más occidental y pequeño es el que acoge la población y la gran cantidad de merenderos que digo. En la estrecha franja que la une con la parte oriental, a un lado queda el puerto y al otro la playa. Esta parte de oriente, árida y casi sin vegetación, es la más grande y acoge la torre de San José, el faro y el cementerio. La especulación también parece asomarse por allí y me hablaron de un proyecto para construir cien viviendas. Tal vez con esto de la crisis se hayan olvidado; ojalá. Por aquí van las quejas de Juan Cruz y otros amantes de la isla: la masificación, la construcción desordenada y el hecho de haberla convertido en un inmenso merendero. Los artistas de antaño buscaban en Tabarca silencio y soledad. Hoy no sé qué buscará la gente. Esas son las miserias del turismo, y sálvese quien pueda: que arrasamos el candor e inocencia de los pocos lugares edénicos que puedan ir quedando.
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