Zalabardo y yo mantenemos frecuentes conversaciones. Esta mañana, durante el paseo, hacía tanto frío que hasta se quitaban las ganas de hablar. Pero, aun así, lo hemos hecho sobre lo mucho que, siendo ambos niños, nos gustaban los libros de aventuras. Él me decía que los que más le atraían eran aquellos en que se combinaba la aventura con lo que pudiésemos llamar literatura de anticipación, es decir, las novelas de Julio Verne; en cambio, a mí los que más me llamaban la atención eran los de piratas, al estilo de Emilio Salgari. No obstante, uno y otro coincidimos en manifestar un aprecio especial hacia un título concreto, La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson. El otro día, leía en un artículo de José Mª Guelbenzu que Stevenson es el mejor contador de historias que ha dado la literatura inglesa. No me atrevo a decir ni que sí ni que no, pero no me extrañaría que dicho juicio sea acertado.
Comentaba con Zalabardo que esa novelita de referencia me la leí más de una vez e, incluso ya de mayor, varias veces he vuelto sobre ella. El recuerdo primero que me viene a la mente es el de estar metido en cama curando una gripe mientras la leía. Entonces, me imaginaba ser el propio Jim Hawkins tratando de hallar en la isla el tesoro escondido del pirata Flint mientras luchaba en su interior con esos sentimientos encontrados de atracción y rechazo hacia la figura de John Silver, el Largo, según las circunstancias cambiantes del desarrollo de la aventura. Todavía hoy, pese a todo, conservo un cierto aprecio por la figura de este pirata.
Los piratas de nuestras lecturas, más de las mías, como dejo dicho, eran figuras de intenso carácter romántico, seres a quienes una traición o un tratamiento injusto había llevado a ese camino, aunque su comportamiento dentro del filibusterismo estuviese todo él repleto de connotaciones positivas. Tal sucede con el Capitán Singleton, de Defoe, con el Capitán Blood, de Sabatini, o con Sandokán y con Emilio de Roccabruna, el Corsario Negro, de Salgari. A unos los conocí directamente por las lecturas, a otros por el cine; pero a todos los recuerdo con cariño.
En un momento de la charla, Zalabardo me decía que, aunque siempre los piratas fueron piratas, y por tanto delincuentes, la literatura y el cine nos han dado de ellos una imagen que quizás no haya existido nunca. No tienes más que atender, me sugería, al problema de los piratas que en el presente vuelven a actuar en las costas de Somalia y de los que tanto se habla ahora, sobre todo después del secuestro del atunero Alakrana. ¿Tú crees que alguna vez existió un pirata que buscase el bienestar de los más desfavorecidos? Los piratas, decía, siempre han sido malvados, como lo era John Silver, que solo mostraba buena cara cuando quería atraerse a los incautos como Jim Hawkins.
De pronto, la conversación dio un giro porque a mí se me ocurrió preguntarle por la piratería en el caso de las descargas ilegales en Internet. A decir verdad, en un principio lo dejé sin palabras, porque no esperaba tal pregunta, según iba la conversación; pero se rehizo pronto y me dijo muy serio: Yo de eso no entiendo.
¿Y quién diablos entiende entonces? Porque resulta que oyes a unos y a otros y todos parecen tener la razón. Y eso, al menos a mí, me crea un conflicto mental bastante complejo. Trato de plantearme algunas de las cuestiones que el tema genera y no sé a qué carta quedarme. A veces me parece que la postura de la SGAE es antipática, por lo que pesa mucho en el sesgo que con frecuencia toma el conflicto; otras, creo que se limita a defender los intereses de sus asociados. En cualquier caso, hay suficientes aspectos en el tema que me provocan esta actitud de no saber qué pensar:
Si nos cobran un canon, un sobreprecio, por cada cedé que compramos, sin entrar en la cuestión de qué uso le daremos, sino prejuzgando que lo utilizaremos para una copia pirata, ¿por qué va a ser ilegal dicha copia?
Por otra parte, pienso que el derecho de autor debiera ser sagrado. Si un peluquero, un verdulero, un taxista, etc., nos cobra por el servicio que nos presta, ¿por qué el trabajo de un artista (novelista, cantante, autor...) no ha de ser remunerado por todo el que se sirva de él?
En el caso de un disco, o de una película, un libro, ¿es su precio tan abusivo como para que busquemos acceder a sus contenidos por otros medios? ¿Qué beneficios generan y quién se queda con la parte del león? ¿De qué manera se suprimirían tales abusos, si es que los hay?
Si el dueño de una casa la puede legar a sus descendientes sin ningún tipo de restricción, ¿por qué un novelista, por ejemplo, no puede legar los beneficios de su trabajo para siempre y sus derechos prescriben después de un tiempo?
¿Es verdad que el principio de libertad lo justifica todo, "todo", en Internet?
Podría seguir planteando cuestiones como esas, o parecidas, pero, ya digo, no tengo respuesta para ninguna. De todas formas, yo, que antes me descargaba archivos de música o de vídeo sin ninguna clase de remordimiento, ahora me lo empiezo a pensar.
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