lunes, noviembre 05, 2012

DON AGUSTÍN

Me había solicitado Zalabardo que comentara algo sobre la tradición malagueña de la Ureña y sus similitudes con el Halloween anglosajón. Pero, cuando estoy organizando el material para hacerlo, me entero del fallecimiento de Agustín García Calvo. Dudo sobre qué hacer, si lo que me pide Zalabardo o dedicar este apunte a la figura de don Agustín. Como, si dejo cualquiera de los dos temas, ya se me harán viejos para la próxima vez, opto por hablar de ambos, siquiera sea brevemente.
            La Ureña (en la Axarquía, según me dice Javier López, las Ánimas benditas) es una antigua tradición que yo creía perdida y que algunos pueblos de la Vega de Antequera están tratando de recuperar frente al empuje de Halloween. La víspera del Día de Todos los Santos, los monaguillos recibían dádivas consistentes en dinero o en frutos de la época (membrillos, batatas asadas, granadas…) para que por la noche tocaran las campanas en recuerdo de los difuntos de cada familia. Más tarde, serían todos los niños los que recorrerían las poblaciones pidiendo aquel aguinaldo, para lo que utilizaban una canción que decía:
¡Ureña, Ureña,
vamos por la leña!
¿Hay Ureña?
Si se les hacía un regalo (la ureña), el canto continuaba:
Los de esta casa
a la gloria vayan.
Las ventanas son de hierro
y las puertas de madera.
Pero si se les negaba lo que solicitaban, decían:
Los de esta mala casa
al infierno vayan.
Las ventanas son de alambre
y las puertas de cartón.
A mí, le digo a Zalabardo, esto me gusta más que el truco o trato del Halloween, que, aunque tiene su historia, a nosotros no nos dice nada.

Pero, decía, cuando estaba con esto, preparando qué significa Ureña y qué es el truco o trato, me ha llegado la noticia del óbito de don Agustín.
            Zalabardo sabe bien, y los compañeros que me hayan oído hablar de este asunto, que guardo un buen recuerdo y un sincero respeto por la inmensa mayoría de mis profesores, aunque hay algunos hacia los que ese respeto es mayor, hasta convertirse casi en veneración, por lo que pude alcanzar de ellos. En todas las etapas he tenido la suerte de encontrar personas que encauzaron mi educación en una línea que no puedo sino agradecer. En primaria, don Eduardo, nunca supe sus apellidos, me enseñó a leer sobre una edición escolar del Quijote, libro que me hizo amar. Ya en el instituto, don Francisco Olid me mostró lo que es el respeto hacia los alumnos y don Aniceto Gómez me alentó para que leyera y escribiera. En Sevilla, durante los cursos comunes de Filosofía y Letras, don Francisco López Estrada me ayudó a conocer y amar la literatura de la Edad Media y el Renacimiento, mientras que don Agustín García Calvo, me enseñó a valorar la dignidad y la libertad personales. Por fin, en Granada, mientras me licenciaba en Filología Románica, don Manuel Alvar y don Antonio Llorente lograron que me aficionara a la dialectología y me sintiera responsable de utilizar con sumo cuidado la lengua que hablamos. Muchas veces he repetido aquella máxima que aprendí de don Manuel: Si no puedes mejorar la lengua que has heredado, procura al menos no empobrecerla.
            Ahora, todos ellos están muertos. El último, don Agustín García Calvo, el pasado día 1 de noviembre. Don Agustín me dio clases de latín los dos años que estuve en Sevilla, los cursos 1963-64 y 1964-65. En su presencia, en clase, resultaba difícil no sentirse cohibido. Temíamos ser preguntados y no porque fuera rígido o duro con las notas. Pero escuchar sus traducciones, sus comentarios y la lectura rítmica de los textos, con aquella voz grave que tenía, era suficiente para empequeñecer a cualquiera y hacerlo ver el poco latín que sabíamos fuesen las que fuesen las calificaciones que trajésemos del bachillerato. Y ello, a la vez, alentaba a no perderse ni una de sus clases.
            Su actividad en el aula no se limitaba tan solo a cuestiones filológicas, sino también a comentar la realidad social que se vivía y a aconsejarnos cuál debiera ser nuestra actitud como personas, como intelectuales y como universitarios. Algo así debieron ser, imaginaba yo, las clases en la Institución Libre de Enseñanza. Cuando visitaba la ciudad alguna compañía de teatro, él se iba al gallinero del Teatro Álvarez Quintero, de Sevilla, y se mezclaba con los alumnos, con quienes al final se reunía en cualquier lugar de la ciudad para comentar la función presenciada.
            En 1965 marchó a Madrid. Allí, Enrique Tierno, Santiago Montero y él fueron desposeídos por el régimen franquista de sus cátedras. Delito: haber defendido abiertamente las tesis de los estudiantes en los conflictos de la época y sumarse a sus manifestaciones. En la Universidad, prácticamente nadie los apoyó. Solo José Mª Valverde y Antonio Tovar, en señal de protesta, renunciaron a sus cátedras.
            Don Agustín, filólogo, gramático, poeta, dramaturgo, ensayista, traductor, editor, filósofo, articulista, ha sido lo más parecido que he conocido a lo que debieron ser los humanistas del Renacimiento. Sirvan de cierre estas palabras suyas contenidas en Sermón de ser y no ser:
                                                ...al fin y al cabo, tanto
no hay de qué penar por ser el que uno es: pues nada
es definitivo, sino borrador…

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