Sé que en el anterior apunte dije
que hoy seguiría comentando palabras de las que se pretende que pasen a
engrosar el DRAE, pero se ha cruzado de por medio otro tema que me ha
parecido más interesante.
Todo surgió con un comentario simple de Zalabardo. Me decía
que las tradiciones están ahí para que las cumplamos. No importa que en ellas
haya más de folclore que de realidad, que en su base tenga más solidez la
leyenda que la historia. Y como le mostraba mi acuerdo con su afirmación, mi
buen amigo se animó y continuó: lo mismo da que hablemos de tomar doce uvas la
noche de fin de año coincidiendo con las campanadas (en otros lugares, esa
noche, es costumbre cenar lentejas) o de comer brevas la noche de san Juan
mientras nos mojamos los pies con el agua de la playa o de deleitarnos con
torrijas durante la semana santa. Por supuesto, añadía, nada de ello nos traerá
más suerte ni el futuro nos será aciago por su incumplimiento. La suerte o la
desgracia, la felicidad o la desdicha dependen de otras cuestiones. Aunque no
por ello dejaremos de tomar las doce uvas, de visitar la playa la noche sanjuanera
o de seguir cualquier otra tradición.
Recordé
yo entonces, y así se lo dije, cómo en la casa de mis padres, mi hermano Francisco, mayor que yo, era el maestro
de obras, el sumo pontífice en la tarea no de levantar puentes (que a eso se
refiere el término pontífice) sino de diseñar cada año, al llegar la navidad,
el belén, que nosotros llamábamos nacimiento. Aunque el tiempo se encarga bien
de ir echando sombras que nos dificulten la fidelidad de los recuerdos, a mí no
se me olvida la maestría de mi hermano en tales menesteres. Porque mi hermano,
yo era solo el peón ayudante que hacía lo que se me ordenaba, no se limitaba a
repetir año tras año un modelo, sino que se estrujaba el magín para introducir
cada vez alguna modificación que causaba el asombro de quienes venían a casa a
contemplarlo.
Si
un año empleábamos tepes reales de hierba, que había que coger cuidadosamente
en el campo y que había que regar para que se mantuviera fresca y lozana, al
año siguiente se olvidaban las montañas de corcho para hacer otras con aspecto más
real gracias al uso de arpillera, cal y tierra fina. O bien, como otro año,
hacía nevar sobre Belén mediante una ingeniosa red de hilos invisibles que
colgaban del techo y sobre los que se pegaban unos finos copos de algodón. Así,
un año tras otro.
Pero
a lo que más atención prestaba siempre mi hermano era al establo donde se
figuraría en nacimiento de Jesús, centro de toda aquella imaginería de barro
que tanto cuidaba. Nada de utilizar establos prefabricados y comprados en la
tienda. Cada año había de ser de “nueva construcción” y siguiendo modelos
diferentes. Sin que faltaran, por supuesto, el buey y la mula, para los que mi
hermano buscaba colocación distinta cada vez, a tono con la apariencia que el
conjunto tomaba cada navidad.
Le
conté todo esto a Zalabardo porque, esa misma mañana había leído que el papa
alemán ha escrito un libro sobre la vida de Jesús en que afirma que en la historia de Cristo no se pueden decir “cosas insensatas o irracionales”. Y,
como si no hubiera en dicha historia elementos suficientes que aturden a la
razón, a él no se le ocurre otra cosa que sostener como suma de irracionalidad
que en el establo de Belén no había animales (¡a tomar por saco la mula y el
buey!) y que la estrella que guió hasta el lugar a los pastores y a los magos
no era un cometa (¡a tomar por saco la estrella con cola!) sino una supernova. Y
le digo también a Zalabardo que no dejo de pensar en qué hará mi hermano esta
próxima navidad, pues no me lo imagino ofreciendo el finiquito a esos dos pobres
animalitos que dieron calor al niño nacido en aquel portal. Ya podía, el papa
Ratzinger, haberse limitado a eliminar cuestiones más oscuras de este mismo
asunto en lugar de tomarla con unas inocentes figuras de barro que no han hecho
daño a nadie.
Zalabardo,
después de oírme y de enterarse cómo de un plumazo se quiere quitar de en medio
una tradición, me pregunta preocupado si el papa conocerá la figura tan
graciosa del caganer, en mi pueblo decíamos el tío cagando, esa tradición
catalana trasplantada a casi toda España del pastor que, asustado tras oír el
anuncio del ángel, sintió un apretón de vientre y tuvo que aliviarse allí
mismo, protegido de las miradas de los demás por un oportuno recodo o por el
grueso tronco de un árbol. Teme que, de conocerlo, el papa (y la opinión de un
papa puede mucho) lo envíe también al paro, como quiere hacer con la mula y el
buey.
Total
que, si la idea prospera, puede que se nos vaya al garete otra tradición más.
Solo queda que ahora se nos diga que también es irracional creer en los Reyes
Magos. Y es que, como dice el refrán, cuando los días vienen de leche, hasta
las moscas se ordeñan.
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