Ayer me advertía Zalabardo: Con eso
del cambio de hora, mañana hay que estar aliquindoi. Y me acordé de un chiste
que él me había contado y que ahora me sirve para el apunte de hoy. Un buque
inglés comenzaba las maniobras de atraque en el puerto de Málaga. Un peón del
muelle gritó a uno de sus tripulantes: “¡Quillo, echa la maroma!” El inglés
hacía ostensibles gestos de no entender lo que se le decía, a lo que el malagueño,
a voz en grito, insistía: “¡Que eches la maroma, joé”! Así una y otra vez,
hasta que harto de que el marino no atendiera su requerimiento, dijo: “Do you
speak english?”. El inglés cambió su gesto y respondió risueño: “Oh, yes!” A lo
que el perchelero, o eso me dijo Zalabardo que era, replicó todo mosqueado: “¡Po
echa la maroma, cohone!”
Siempre me habéis leído aquí
defender la dificultad que entraña asignar de manera indefectible una raíz de
origen, una patria chica, a muchas palabras. Hablo ahora, concretamente, de
andalucismos. Mi tesis, la conocéis, es que palabras que se defienden como
propias de este o aquel lugar tienen, sin embargo, un ámbito más amplio de uso.
Aún así, me atrevo a traer aquí dos palabras de cuya filiación es difícil
dudar: aliquindoi y cursi.
La primera tiene claras raíces
malagueñas y creo que fue Juan Cepas,
en su inestimable Vocabulario popular malagueño, quien reparó en ello antes que
ningún otro. No aparece en muchos diccionarios y siempre la hallaremos como
elemento de una expresión: estar al aliquindoi, es decir,
‘estar atento, vigilando aquello que se hace’. Su origen, se dice, se remonta
al siglo xix. Recalaban muchos foráneos
en Málaga y su puerto gozó de gran actividad. Los capataces ingleses solían reprender
a los trabajadores locales diciéndoles: “A look and do it”, lo que más o menos significa, si no estoy equivocado,
‘mira lo que haces, está atento”. De ahí
a la transformación macarrónica de la expresión había poco camino: hay
que estar aliquindoi.
La historia de la segunda palabra, cursi,
es algo más retorcida. Pese a que el DRAE la marca como de origen
incierto, o a que Corominas, que, aun
reconociendo los inicios andaluces de su utilización, defiende su origen árabe,
todas las fuentes consultadas confluyen en Cádiz como todos los caminos llevan
a Roma. Llamamos cursi a una ‘persona que presume de fina y elegante sin serlo o
que, con apariencia de elegancia y riqueza, resulta ridícula y de mal gusto’.
Pero, ¿por qué cursi?
Renuncio a amontonar citas y
argumentos. Voy tan solo a exponer aquellos datos en los que, más o menos,
coinciden quienes hablan de su aparición. El punto de arranque parece ser una
publicación, La Estrella, de 1842. Cuenta que, en Cádiz, vivía un sastre de
origen francés, apellidado Sicur (o Sicourt), que tenía dos hijas que llamaban
la atención por su extravagante y llamativo vestuario. En Cádiz, pensemos en su
carnaval, se acostumbra a crear coplillas, por lo común satíricas, sobre acontecimientos
y hechos ocurridos durante el último año. Unos estudiantes compusieron una sobre
las hijas del sastre francés, cuyo estribillo comenzaba: Las niñas de Sicur / Sicur, Sicur, Sicur…, que, por una nada
extraña metátesis (ya sabéis eso de que repetir, por ejemplo, jamón,
jamón, jamón, se convierte, por arte de birlibirloque, en monja,
monja, monja), se convirtió en cursi, cursi, cursi).
Y ya tenemos cursi, palabra que el pueblo adoptó para marcar a quienes eran
comparables, en comportamiento y atuendo, a las hijas del sastre.
Hasta aquí, todo normal. El problema
surge cuando una palabra no consigue remontar el vuelo y su filiación nos resulta
tan difícil que ni siquiera podemos ofrecer de ella eso que se llama fe de
vida. Me explico. Rastreando noticias sobre la prensa malagueña durante el Trienio
Liberal (1820-1823), veo que Narciso
Díaz de Escovar (periodista y escritor malagueño fallecido en 1935) cita en
su Bibliografía
de la prensa malagueña: apuntes para la historia del periodismo en la provincia
de Málaga un periódico, El Constitucional, del que no encuentro
rastro por ninguna hemeroteca. Díaz de
Escovar, no obstante, reproduce en su libro parte de un artículo aparecido el
día 9 de febrero de 1823. En él se lee: sin
que las miserables intrigas de alguno que otro extravagante surriguista, que también se muestran en
la exaltada y liberal Málaga… ¿Pero qué es un surriguista?
Acudo a cuantos diccionarios puedo,
incluidos los del Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, de la RAE, que recoge todos los escritos en
nuestra lengua desde el siglo xv, y el dichoso término surriguista no da señales
de vida. A la vista de ello, envío una consulta al Departamento de consultas
lingüísticas de la Academia. Me responden,
más o menos literalmente, que “consultados todos los diccionarios de nuestra
lengua editados desde el siglo xv tanto en España como en América, así como
todas sus bases de datos sobre léxico español, dicha palabra no aparece documentada
en ninguna parte; conclusión, no es palabra de uso en nuestra lengua”. O sea,
que está en el limbo de las palabras, si es que existe tal lugar.
Le cuento a Zalabardo la hipótesis que
me sugiere uno de mis hermanos, latinista: que provenga del latín surrigo,
que, según me indica, significa ‘levantarse, moverse en sentido vertical’, aunque
no solo manifestando un movimiento de
carácter físico. Ello permitiría llamar surriguistas a quienes buscan las cosas
sin mérito alguno, a los trepas, a los enchufados; en fin, a los arribistas.
La solución no parece descabellada, pero no me atrevo a afirmar su validez. En
cualquier caso, la palabra es como aquellos pobres incluseros en cuya partida
de nacimiento se escribía: padres desconocidos.
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